En julio de 1947 se abandonó el apartamento de Città Leonina, donde Dora vivió al llegar a Roma y se trasladaron a la que sería la sede definitiva del Opus Dei en la ciudad eterna. Llamaron a la nueva casa Villa Tevere por su cercanía al río que atraviesa la ciudad.
En el contexto de la posguerra, la puesta en marcha de esta casa implicaba una etapa de notables incomodidades y de grandes apuros económicos para pagar el inmueble y realizar las obras necesarias para adaptarlo a las nuevas funciones.
A ello se sumaba que el inmueble había sido sede de la Embajada de Hungría ante el Vaticano y aunque al finalizar la segunda guerra mundial, el gobierno húngaro había roto sus relaciones con la Santa Sede, parte de la casa continuaba ocupada y no querían desalojarla. Empezó entonces un largo forcejeo, que se prolongó hasta 1949.
El traje para ver al Papa
Al mes de llegar a la nueva sede, Dora, Rosalía, Julia y Encarnita tuvieron una alegría muy especial, que no habían imaginado: fueron recibidas en audiencia privada por Pío XII. El protocolo preveía que las mujeres se presentaran vestidas de negro. A Dora le pareció oportuno utilizar el uniforme con que atendía el comedor; únicamente añadió el adorno de un collar sencillo y elegante.¿Han cambiado el pavimento?
Los ingentes gastos que había que afrontar en la construcción de Villa Tevere obligaban a agudizar el ingenio de mil modos distintos para suplir la ausencia de dinero. Como ejemplo de esta creatividad, en los primeros momentos de las obras recogían los trozos de madera, grandes o pequeños, que dejaban los obreros por el suelo, y a falta de carbón, lo empleaban como combustible en estufas y en la cocina.
También para limpiar el suelo Dora logró una cera especial: reunía cabos de velas que ya no servían, y cuando tenía suficiente materia prima, la mezclaba con un poco de gasolina. Conseguía un producto que no era grasiento y que dejaba como nuevos los suelos de cotto (ladrillos de barro cocido) a base de frotarlos, parecían recién estrenados. Esa fue la impresión que se llevó el antiguo dueño de la casa. Al cabo de pocos días de habitar en Villa Tevere, se presentó para terminar algunos asuntos pendientes. Al entrar a la pequeña salita de visitas, contaba san Josemaría: «aquel señor preguntó, mirando el pavimento: ¿han cambiado ustedes el pavimento? A lo que contestaron inmediatamente: no, è lo stesso, ma pulito; no, es el mismo, pero ahora está limpio. Parecían otros aquellos baldosines, y al antiguo casero no le cabía en la cabeza. Estos milagros consiguen el agua y la limpieza porque lo que antes era un suelo antipático, descuidado y sin color, se había convertido en un pavimento de baldosas multicolores, muy agradable».
Desde pequeña Dora era bastante presumida y pronto empezó a teñirse el pelo. Al principio, para probar diversos colores de pelo; a partir de una cierta edad –cuando era aún bastante joven– para ocultar las canas. San Josemaría lo sabía y le parecía muy bien. Pero, en cierto momento, para ahorrar, Dora dejó de hacerlo. En una ocasión, mientras atendía el comedor, san Josemaría se dio cuenta de que a Dora se le veían las canas. Como sabía que le gustaba tinturarse el pelo, la miró y le dijo: «Hija mía, ¿no tienes dinero para comprarte el tinte? Úsalo: hay que arreglarse todo lo que se pueda; debéis ir bien».
Apoyo en la oración y en el trabajo
Del mismo modo que en el piso de Città Leonina, además de con su oración, Dora y las demás seguían colaborando con san Josemaría con su sabiduría culinaria y con el cuidado del hogar. Dora se especializó en los platos que más agradaban a los invitados que recibía el Fundador en Villa Tevere para explicar el Opus Dei. Rosalía López recuerda que la primera vez que acudió el Cardenal Tedeschini: «la comida le gustó mucho, se había acertado en sus preferencias y estaba todo tan cuidado que san Josemaría se ahorró gran parte de la explicación del espíritu de la Obra. El Cardenal estaba muy agradecido y no cesaba de repetir: –¡Qué buena cocina! Al final, el Padre le dijo que Dora, que estaba atendiendo ese almuerzo, era quien había cocinado. Entendió, según nos dijeron luego, con mayor profundidad la vocación a la santificación del trabajo. Se fue feliz. Después vino san Josemaría a darnos las gracias: si la administración está cuidada, todo va bien; pero, si la administración no funciona, todo se viene abajo».
¿Sabes hacer colchones?
Muy pronto aumentó el número de moradores en la nueva casa. El 29 de junio de 1948, san Josemaría erigió un centro internacional de formación por el que pasarían varios millares de fieles del Opus Dei para profundizar en su preparación filosófica, teológica y en su amor a la Iglesia, muchos de ellos recibirían la ordenación sacerdotal. El primer año, se incorporaron siete alumnos; el segundo, catorce; veinte, el siguiente... En 1954, eran 123.
Quienes desempeñaban las tareas domésticas las afrontaron con verdadera profesionalidad… Además de aumentar el número de personas en el equipo, necesitaban máquinas adecuadas para la cocina, el lavado de la ropa y demás servicios. Al mismo tiempo, los electrodomésticos estaban menos desarrollados que en la actualidad, y sus precios eran bastante más elevados que ahora, y la situación económica era muy apretada. Pero san Josemaría quería que dispusieran de los instrumentos necesarios para facilitarles el trabajo y el descanso.
En cuanto les fue posible, adquirieron un rodillo para planchar sábanas y otra ropa de la casa. Llamaron a aquella máquina la Serapia. Era un poco lenta, pero les fue útil. Dora era quien la manejaba. Ella estaba atenta a las nuevas tecnologías que iban saliendo al mercado. Con el tiempo llegó a ser una verdadera especialista en descubrir los modelos más útiles.
En enero de 1953, vivían en Villa Tevere unas cuarenta o cincuenta personas. A mediados de abril, san Josemaría comunicó a sus hijas de la administración que estaban pensando que en septiembre se incorporasen ochenta alumnos más: muchos de ellos serían futuros sacerdotes. Les preguntó si podrían atenderlos. Lógicamente los nuevos residentes facilitarían su labor: dejando limpios los baños y duchas, colocando los muebles en su sitio después de las reuniones, haciendo sus camas, evitando caprichos en las comidas, etc.
Uno de los problemas que se presentó fue conseguir ochenta colchones. Comprarlos era imposible, porque no había dinero. Entonces, adquirieron la tela y el relleno, y se pusieron a confeccionar los colchones: hacían todo, desde varear la lana hasta los ojales. La única que no se vio envuelta en esa operación fue Dora, porque se ocupó –ella sola– de sacar adelante la cocina: guisaba para toda la casa, con absoluta serenidad y manteniendo los utensilios limpios y en orden.
Nunca se escudó en la abundancia del trabajo para justificar la más mínima dejadez. Suplía con mayor sacrificio, sacando adelante lo que tenía que hacer en la mitad del tiempo normal y cuidando lo primero su vida de piedad.
La limpieza de las ollas
En la cocina, inevitablemente las sartenes se ponían muy negras. Para limpiarlas, las fregaban con alambrillo, hasta que quedaban relucientes. Pero sólo las dejaban perfectamente brillantes por dentro; porque en la parte exterior, la que entraba en contacto con el fuego, siempre quedaba alguna zona ennegrecida, sobre todo en los remaches del metal.
Una mañana, pasó el Fundador a la cocina y se dio cuenta de lo que pasaba. Como el detalle, aunque pudiera parecer pequeño, no era compatible con el afán de santificar el trabajo, san Josemaría comentó para que se transmitiera a las encargadas de limpiar las sartenes y cazuelas que era mejor eliminar los restos de grasa o de suciedad, también por fuera.
Inmediatamente, Dora decidió: «Hoy nos quedamos raspando las sartenes hasta que queden bien». Una de las personas que trabajaba también en la cocina en ese momento, recuerda: «A mí me impresionó que Dora siempre nos daba ejemplo de obediencia: los consejos de san Josemaría los hacía vida con mucha naturalidad. Con una navajilla nos quedamos rascando hasta que las sartenes quedaron limpísimas».