La alegría cristiana

«Alegraos siempre en el Señor; os lo repito alegraos» (Flp 4, 4) exhorta san Pablo a los cristianos de Filipo para recordarles que son «ciudadanos del cielo» (3, 20).

«Alegraos siempre en el Señor; os lo repito alegraos» (Flp 4, 4) exhorta san Pablo a los cristianos de Filipo para recordarles que son «ciudadanos del cielo» (3, 20) y que han de llevar «una vida digna del Evangelio de Cristo» (1, 27), «con humildad (…) buscando no el propio interés sino el de los demás» (2, 3-4). El Apóstol habla de alegría mientras él se encuentra entre cadenas, y los destinatarios de su carta tienen adversarios, padecen y sostienen el mismo combate que él (cfr. 1, 28-30), y deben cuidarse de los judaizantes (cfr. 3, 2-3). Para los cristianos, la alegría no es, por tanto, el resultado de una vida fácil y sin dificultades, o algo sujeto a los cambios de circunstancias o estado de ánimo, sino una profunda y constante actitud que nace de la fe en Cristo: «nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene» (1Jn 4, 16). El mensaje cristiano que se nos ha transmitido tiene como finalidad entrar en comunión con Dios «para que nuestra alegría sea completa» (1Jn 1, 4).

Sólo el encuentro del joven rico con Jesús no desembocó en alegría, pues no supo usar su libertad para seguir al Maestro

Dios desea que el hombre sea feliz, lo ha creado para la vida eterna, incoada ya en la tierra por la gracia que llegará a su plenitud en el cielo, cuando el hombre esté unido a Dios para siempre: «Si el hombre puede olvidar o rechazar a Dios, Dios no cesa de llamar a todo hombre a buscarle para que viva y encuentre su dicha»[1]. Por eso, la trasmisión del Evangelio es invitación a los hombres a entrar en la alegría de la comunión con Cristo: «La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría»[2]. Efectivamente, los Evangelios nos narran muchos encuentros con Cristo que son fuente de alegría: el Bautista saltó de gozo en el seno de santa Isabel al sentir la presencia del Verbo Encarnado (cfr. Lc 1, 45); a los pastores se les anuncia «una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: hoy os ha nacido en la ciudad de David, el Salvador, que es el Cristo, el Señor» (Lc 2, 11); los Magos, al volver a ver la estrella que les conducía al Rey de los Judíos, «se llenaron de inmensa alegría» (Mt 2, 10); la alegría de paralíticos, ciego, leprosos y todo tipo de enfermos que fueron curados por Jesús; la alegría de la viuda de Naín al ver resucitado a su hijo (cfr. Lc 7, 14-16); la alegría de Zaqueo se desborda en un banquete y en una profunda conversión (cfr. Lc 19, 8); la alegría del Buen Ladrón, en medio de su atroz dolor físico en la Cruz, al saber que ese mismo día estaría con Jesús en su Reino (cfr. Lc 23, 42-43); la alegría, en fin, de María Magdalena, los discípulos de Emmaús y los Apóstoles ante Jesús Resucitado. Sólo el encuentro del joven rico con Jesús no desembocó en alegría, pues no supo usar su libertad para seguir al Maestro: «se puso triste, porque era muy rico» (Lc 18, 23).

Su naturaleza

La alegría es una pasión producida por el encuentro con aquello que se ama, un sentimiento o sensación de placer que no es puramente sensible, sino que va acompañado de racionalidad. Santo Tomás de Aquino explica en el tratado sobre las pasiones de la Suma de Teología que «el término alegría se usa solo para el placer que acompaña a la razón: por eso para los animales no se habla de alegría, sino de placer»[3]. La alegría es el placer espiritual, la tercera y última etapa del movimiento concupiscible, al poseer el bien que antes ha sido amado y deseado. Puede ser una vivencia de corta duración o un estado de ánimo prolongado activo, de tono emocional positivo, que participa de racionalidad. Por eso, es posible sentir placer sin sentir alegría e, incluso, sentir placer y tristeza al mismo tiempo. Al preguntarse el Aquinate si la alegría es una virtud, responde señalando que no se encuentra entre las virtudes teologales, morales, ni intelectuales y, por tanto, «no es una virtud distinta de la caridad, sino cierto acto y efecto de la misma. Por esa razón se la considera entre los frutos, como se ve en el Apóstol en Gal 5,22»[4]. En efecto, la alegría cristiana es consecuencia de poseer a Dios por la fe y la caridad, es el fruto de vivir todas las virtudes. En un cristiano que vive de fe, la alegría supera el nivel del temperamento, salud, welfare, éxitos profesionales y sociales, etc., para adentrarse en la maduración de una vida interior rica: «La alegría que debes tener no es esa que podríamos llamar fisiológica, de animal sano, sino otra sobrenatural, que procede de abandonar todo y abandonarse en los brazos amorosos de nuestro Padre-Dios» (Camino, n. 659).

Humildad y alegría, y Dios ama a quien da con alegría

En el mensaje de san Josemaría, la alegría constituye un elemento importante en el seguimiento de Cristo, y un rasgo característico del espíritu del Opus Dei: «Quiero que estés siempre contento, porque la alegría es parte integrante de tu camino» (Camino, n. 665). Tanto en Camino como en Surco dedicó sendos capítulos a la alegría de 10 y 44 puntos de meditación, respectivamente; y en los dos volúmenes de homilías (Es Cristo que pasa y Amigos de Dios) encontramos apartados como Hogares luminosos y alegres, La alegría del Jueves Santo, Siembra de paz y de alegría, La alegría cristiana (en la Homilía La Virgen Santa, causa de nuestra alegría), Humildad y alegría, y Dios ama a quien da con alegría.

Su fundamento

La alegría es uno de los frutos de la acción del Espíritu Santo en las almas, que consiste, sustancialmente, en identificarnos con Cristo y hacernos clamar Abbá, Padre: «porque los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios» (Rm, 8, 14). Reconocernos en dependencia filial de Dios es «fuente de sabiduría y de libertad, de gozo y de confianza»[5]. San Josemaría lo expresaba con convencimiento: «Si nos sentimos hijos predilectos de nuestro Padre de los Cielos, ¡que eso somos!, ¿cómo no vamos a estar siempre alegres? –Piénsalo» (Forja, n. 266); «Que estén tristes los que no se consideren hijos de Dios» (Surco, n. 54).

La alegría del cristiano nace, por tanto, del saberse hijos de Dios. San Josemaría usaba la expresión “gozosa realidad” para subrayar la profunda felicidad que lleva consigo descubrirse hijo de Dios: «La alegría es consecuencia necesaria de la filiación divina, de sabernos queridos con predilección por nuestro Padre Dios, que nos acoge, nos ayuda y nos perdona» (Forja n. 332). Y, además, la alegría se alimenta del cumplimiento de la voluntad divina: «La aceptación rendida de la Voluntad de Dios trae necesariamente el gozo y la paz» (Camino, n. 758). La voluntad divina puede ser en algunos momentos dolorosa y enigmática, pero quien vive de fe intuye que es siempre lo mejor, pues sabe «que todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios» (Rm 8, 28). Así lo experimentó santo Tomás Moro, cuando escribió a su hija Margarita desde su prisión en la Torre de Londres: «Hija queridísima, nunca se turbe tu alma por cualquier cosa que pueda ocurrirme en este mundo. Nada puede ocurrir sino lo que Dios quiere. Y yo estoy muy seguro de que, sea lo que sea, por muy malo que parezca, será de verdad lo mejor»[6]. Y san Josemaría le hizo eco: «Dios es mi padre, aunque me envíe sufrimiento. Me ama con ternura, aun hiriéndome. Y yo, (...) siguiendo los pasos del Maestro, ¿podré quejarme, si encuentro por compañero de camino al sufrimiento? Constituirá una señal cierta de mi filiación, porque me trata como a su divino Hijo» (Via Crucis, Estación I, n. 1). La alegría, por tanto, es compatible con circunstancias dolorosas, dificultades y adversidades. Como la santidad consiste en la identificación con Cristo, la Cruz es inevitable en la vida cristiana. Más aún, san Josemaría dirá que la alegría «tiene sus raíces en forma de Cruz» (Forja, n. 28).

Su contrario

La pasión opuesta a la alegría es la tristeza, causada por no poseer el bien amado. Si el origen de la alegría es el amor –decíamos que era efecto y acto de la caridad–, el de la tristeza será, por tanto, el egoísmo. Señala santo Tomás que la tristeza «tiene su origen en el amor desordenado de sí mismo, que no es vicio especial, sino como la raíz común de todos los vicios»[7]. No es, pues, el dolor o las dificultades lo que se opone a la alegría, sino la tristeza que puede nacer de la falta de fe y esperanza ante esas situaciones. Por eso, la tristeza es vista como una enfermedad del alma, que puede provenir de una causa fisiológica (enfermedad o agotamiento) o de una causa moral: el pecado cometido y la falta de correspondencia a la gracia, que podría conducir a la acedia o tibieza espiritual.

San Josemaría prevenía ante la presencia de la tristeza, a la que considerada una “aliada del enemigo”: «¿No hay alegría? –Piensa: hay un obstáculo entre Dios y yo. –Casi siempre acertarás» (Camino, n. 662). Por otra parte, el que se sabe hijo de Dios no puede permitir que los pecados personales le conduzcan a la tristeza, pues encuentra el amor misericordioso del Padre y la “fuerza” de conocer y reconocer su debilidad: «Cuando te apuren tus miserias no quieras entristecerte. –Gloríate en tus enfermedades, como san Pablo» (Camino n. 879); «La tristeza es la escoria del egoísmo; si queremos vivir para el Señor, no nos faltará la alegría, aunque descubramos nuestros errores y nuestras miserias» (Amigos de Dios, n. 92).

El Papa Francisco advierte de un peligro que puede causar la falta de alegría: «El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien»[8].

Su ejercicio

Uno de los primeros escritos cristianos afirma que «todo hombre alegre obra el bien, piensa el bien y desprecia la tristeza. Pero el hombre triste siempre obra el mal»[9]. Al ser la alegría efecto de la caridad, quien busca la cercanía de Dios y responder a la llamada a la santidad obra el bien y, en consecuencia, su corazón desborda de paz y alegría: «Si vivimos así, realizaremos en el mundo una tarea de paz: sabremos hacer amable a los demás el servicio al Señor, porque Dios ama al que da con alegría (2Co 9, 7). El cristiano es uno más en la sociedad; pero de su corazón desbordará el gozo del que se propone cumplir, con la ayuda constante de la gracia, la Voluntad del Padre» (Amigos de Dios, n. 93).

siempre alegres para hacer felices a los demás

El Papa Francisco en el texto anteriormente citado, al diagnosticar el peligro de la tristeza individualista que puede crear una exacerbada sociedad de consumo, señala indirectamente el antídoto: la atención y el servicio a los demás. La convivencia en la familia, en el trabajo y en la sociedad son ocasiones continuas para hacer el bien y sembrar alegría: «Darse sinceramente a los demás es de tal eficacia, que Dios lo premia con una humildad llena de alegría» (Forja, n. 591).

Todos estamos necesitados de ver caras alegres a nuestro alrededor. Por eso vale la pena esforzarse por vivir una consejo que era el título de un programa juvenil de televisión y de un libro todavía hoy a la venta: siempre alegres para hacer felices a los demás. La misma palabra alegría, en su expresión inglesa –JOY– nos indica el orden de nuestros intereses y amores: Jesus, Others, You.

Vicente Bosch


[1] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 30.

[2] Francisco, ex. ap. Evangelii gaudium, n. 1.

[3] Santo Tomás de Aquino, Suma de teología, I-II, q. 31, a. 3.

[4] Ibídem, II-II, q. 28, a. 4.

[5] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 301.

[6] Santo Tomás Moro, Un hombre solo. Cartas desde la Torre n. 7, Madrid 1988, p. 65.

[7] Santo Tomás de Aquino, Suma de Teología, II-II, q. 28, a. 4.

[8] Francisco, Evangelii gaudium, n. 2

[9] El Pastor de Hermas, Mand X, 3, 2-3 (ed. J.J. Ayán Calvo, Madrid 1995, p. 161).