Vivir contra todo pronóstico

La cama de una UCI es una página en blanco. Un lugar donde las horas pasan despacio. Donde los sueños se mezclan con la realidad y el tiempo se mide con goteros. Allí todo está por escribir. Para algunos, es donde volvió a empezar todo. Así ha sido estos meses para miles de personas, y así fue para los protagonistas de esta historia. Aquellos que vencieron al coronavirus, contra todo pronóstico.

Javier pasó 35 días en la UCI. Perdió 20 kilos y se quedó sin masa muscular. Sufrió un neumotórax y acabó con una capacidad pulmonar del 30%.

Happy Birthday en una UCI

El 8 de abril Javier volvió a nacer. Pero no en un paritorio, sino en una UCI. Ese día recuperó la consciencia y la capacidad de comunicarse gracias a un tubo colocado en la traqueotomía que le habían practicado para salvarle la vida. Ese día era su cumpleaños. Las enfermeras fabricaron globos con guantes quirúrgicos y le cantaron ‘Happy Birthday’ al llegar la medianoche. Nunca lo olvidará. Llevaba casi un mes inconsciente en la UCI. La mitad de ese tiempo, sedado.

Javier es filósofo y profesor universitario

Sus recuerdos se pierden el 12 de marzo, cuando ingresó con fiebre en la Clínica de la Universidad de Navarra en Madrid, después de su sexta sesión de quimioterapia. Javier es filósofo y profesor universitario, vive en un centro del Opus Dei, y cuando se contagió acababa de completar un tratamiento para reducir un tumor en el colón y poder extirparlo. Sus defensas estaban muy mermadas. Su médico le había dicho que se cuidase, que se encontraba en su ‘nadir’, el punto de mayor vulnerabilidad de toda su vida. Y entonces llegó la COVID-19.

“No recuerdo nada, aunque sé que estuve a punto de ser desahuciado un par de veces. Pero gracias a Dios, siguieron invirtiendo en mí. Pusieron imaginación y buscaron casos similares tratados en Italia: decidieron darme la vuelta cada ocho horas para que pudiera seguir respirando, además de hacerme la traqueotomía”, relata.

Su médico le había dicho que se cuidase, que se encontraba en su ‘nadir’, el punto de mayor vulnerabilidad de su vida

Pasó 35 días en la UCI. Perdió 20 kilos y se llenó de heridas. Se quedó sin masa muscular. Sufrió un neumotórax y acabó con una capacidad pulmonar del 30 por ciento. Parecía un cristo, amarrado a su cama, al respirador y a las máquinas de constantes vitales. Pese a que estuvo a punto de morir varias veces los médicos y enfermeras siguieron invirtiendo en él.

Mientras, cientos de personas rezaban por su vida. “Entre mis conocidos, comenzó a haber muchos mensajes sobre cómo me encontraba, pidiendo oraciones para que saliera adelante. La cadena fue creciendo y me han contado que ha rezado gente por mí en Estados Unidos y en Kenia -donde he viajado mucho anteriormente-, católicos y personas de otras confesiones, hasta un pastor protestante”, relata.

Los días los pasaba sumido en la inconsciencia, mezclando sueño y realidad. Imaginó que en lugar de enfermeras con EPI’s de color verde le atendían unas aguerridas mujeres italianas vestidas de negro. Se vio incluso a sí mismo en un lugar paradisiaco repleto de risas infantiles, donde parecía esperarle la felicidad de un amor sin defecto. Se le dio a elegir entre quedarse allí o regresar a su mundo imperfecto, donde le esperaba el proyecto que dirige en Kenia para dar alimento y escuela a 300 niños mendigos. Recordó, además, que tenía pendiente pedir perdón a alguien a quien había hecho daño. Eligió volver. Era su 51 cumpleaños.

Javier trabaja ya en la campaña de fondos para sostener a sus chicos mendigos de Kenia

“Tengo miedo de olvidar que esto es una segunda oportunidad. Estamos aquí para vivir una vida plena de sentido, para dar importancia a lo valioso, y no a lo accesorio. Ha sido una experiencia impresionante, sentir la fuerza de la comunión de los santos, que no estoy solo; ser signado con el óleo en la unción de enfermos. Me sentí realmente protegido”, reflexiona.

Mientras recupera fuerzas y se prepara para operarse del tumor, Javier trabaja ya en la campaña de fondos para sostener a sus chicos mendigos de Kenia. Muchas personas siguen aportando ayudas, también en medio de la pandemia. El proyecto se llama Karibu Sana, que en suajili significa ‘Bienvenido’.


Una anciana ‘no válida’

Inés tiene 99 años, y vive desde hace seis en una residencia de religiosas ubicada en el centro de Madrid. Inés es una ‘No válida’. Así está categorizada en la Enfermería de la residencia. Forma parte del grupo de ancianos que no se valen por sí mismos. Necesita andador, está sorda y tiene problemas de corazón. A veces la tensión se le dispara, y ha necesitado oxígeno. En marzo contrajo una especie de gripe -todavía no sabían que era COVID- y la ingresaron en el hospital donde, por su edad, ni siquiera tuvo derecho a un respirador. Los médicos dijeron que no saldría. Pero lo hizo.

Inés tiene 99 años y vive en una residencia de religiosas en el centro de Madrid

Al volver a la residencia, las religiosas la aislaron un tiempo. No sabía dónde estaba ni cómo se llamaba. “Poco a poco fue recuperando la consciencia, y ahora habla con normalidad de que ha habido una epidemia, de que otras personas han fallecido a su alrededor, pero ella no tiene miedo a morirse, está tranquila y dice que se marchará cuando Dios quiera”, relata una persona de su entorno familiar.

Las monjas tuvieron que aislarse cuando estalló la epidemia, y el timón de la residencia lo tomó un equipo médico de profesionales enviados por la Comunidad de Madrid. Cuando la situación se fue estabilizando, poco a poco fueron regresando los voluntarios. Muchos de ellos se asombran del optimismo y alegría de Inés, de cómo reza el rosario y recibe la comunión, y de su espíritu de servicio.

Inés celebrando san Isidro, ya recuperada de la COVID-19

“¿Cómo se puede llegar a los 99 años, pasar por lo que ella ha pasado y no olvidarse de Dios?”, se pregunta uno de estos voluntarios. Algunos hablan con ella por videollamada, otros han empezado a confesarse y a comulgar movidos por su ejemplo. “Da las gracias por todo, y eso es Dios”, comenta uno de ellos. Inés, supernumeraria del Opus Dei, fue una de las descartadas de la COVID, alguien por quien nadie hubiera apostado en el sorteo de la supervivencia. Las monjas le preguntan a veces: “Inés, ¿sabes para qué estás aquí? Para ayudar a mucha gente”. Y ella se parte de la risa.


‘Me gustaría seguir viviendo’

Vitorina tiene 79 años, es numeraria auxiliar y, tras muchos años trabajando en las tareas domésticas de los centros del Opus Dei, ahora disfruta de su jubilación. Pero a finales de marzo perdió el conocimiento y se despertó en el Hospital Universitario Cruces, de Bilbao. Allí le esperaba más de un mes de convalecencia, con periodos de aislamiento y soledad. “Al principio no sabía que tenía COVID, tenía las articulaciones de pies y piernas como si me las hubieran atado con una cuerda y apenas podía moverme; me dijeron que con tacataca y rehabilitación se arreglaría”, relata.

Vitorina tiene 79 años y está jubilada

Durante un tiempo, a Vitorina no le respondía el lado derecho del cuerpo, a veces cojeaba y caminaba con bastón. Una noche se puso peor. “Me inflé como si fuera un globo”. Finalmente llegó el temido diagnóstico: padecía coronavirus, que le desencadenó una neumonía. Además cogió una bacteria hospitalaria y tuvo un neumotórax que hizo temer por su vida. Pero todo lo fue superando. Ahora solo tiene palabras de agradecimiento para quienes le cuidaron allí, y quienes ahora la cuidan.

Una noche se puso peor. “Me inflé como si fuera un globo”

Pensó en la muerte muchas veces. “La balanza podía inclinarse a un lado o al otro”, recuerda. En esos momentos se ponía en las manos de Dios, y acudía a la Virgen de la Merced, pidiéndole la merced de seguir viviendo. “Amo la vida, y me gustaría seguir viviendo”, afirma.

“Amo la vida, y me gustaría seguir viviendo”

Para los que están pasando por la prueba del coronavirus, Vitorina tiene un mensaje claro: “que tengan fe, mucho ánimo, que no se hundan, que no pierdan la esperanza. La vida es el don más grande, y vale la pena luchar por seguir viviendo”.


Felipe, un enfermo especial

Felipe es el preferido de sus padres y de sus siete hermanos. Por eso todos sintieron un nudo en el estómago cuando, la semana del 9 de marzo, comenzó a subirle la fiebre. Habitualmente es difícil acertar con lo que le pasa, porque no se expresa bien, no se queja y no entiende algunos conceptos. Felipe tiene síndrome Down.

Una semana más tarde, Felipe ingresaba en CUN Madrid con neumonía bilateral por coronavirus. Para que pudiera comunicarse con los médicos y las enfermeras, una de sus hermanas, María, se marchó con él al hospital.

Felipe con sus padres

Felipe es un regalo para toda la familia. “A su lado se te olvidan los problemas. Como escribió una vez una hermana mía, lo que para nosotros resultaría aburrido, repetitivo o incluso ridículo, para él es maravilloso. Disfruta con todo, sonríe siempre, no critica, no piensa mal, no se equivoca, no te ofende…”, considera María, para quien ha sido “un privilegio” haber estado ‘ingresada’ estos días junto a su hermano.

“Estas personas tienen una discapacidad intelectual, pero cada uno es singular. Con esto quiero decir que Felipe tiene su personalidad, su carácter, le gusta mucho la música, y sus películas preferidas son El rey León, Mary Popins y Matilda. Sueña con subirse a un barco en verano, vibra con la Navidad y con el momento de cantar villancicos en torno a la Corona de Adviento y tiene especial predilección por Pedro, el pequeño de los hermanos”, explica María.

Sabía que podía contagiarme, pero cuando ves que tu misión es ayudar a que tu hermano mejore eso se te olvida

“Sabía que podía contagiarme, pero cuando ves que tu misión es ayudar a que tu hermano mejore eso se te olvida. Yo sabía que estaba en manos de Dios, que contaba con la oración y el apoyo de tantas personas”, considera.

Al tercer día de ingreso Felipe estaba prácticamente dormido todo el día y no comía. “Aunque los médicos me decían que era normal, yo tenía la sensación de que se iba apagando poco a poco”. Finalmente los médicos dijeron que no respiraba bien, y hubo que tirar de imaginación. “Yo le ponía la música que le gustaba para intentar que se sentara y respirara mejor, y a las 14:15 nos conectábamos por zoom toda la familia: esto era otro estímulo para él. Cada uno de los hermanos y mis padres procuraban hacerle reír y preguntarle para estimularle. A las 8 de la tarde le decía que teníamos que aplaudir a los médicos y así se levantaba otro rato... Pero a pesar de estos esfuerzos, no era suficiente. El aire no le llegaba bien”, relata su hermana.

Felipe con su hermana

Una tarde, después de haber probado todo tipo de mascarillas de oxígeno posibles para evitar intubarle, se lo llevaron a la UCI. Felipe no lo entendía. “Fue un momento durísimo; le tuve que explicar que se iba con otros médicos a otra planta y que yo no iba a ir, pero que pronto nos veríamos de nuevo”, recuerda María.

Pasados tres días, María acudió al box de la UCI para acompañar a su hermano mientras lo desentubaban y evitar que se asustara. Pero cuando parecía que la situación mejoraba, los padres de Felipe y de María dieron positivo por COVID y tuvieron que ingresar también. “Mi padre es paciente de riesgo, está operado dos veces de cáncer, uno de ellos de pulmón. Mi madre se vino a casa a los tres días pero mi padre estuvo 16 días ingresado y con un cuadro muy grave”, narra María.


‘Tengo la inmensa suerte de tener fe’

“Tengo la inmensa suerte de tener fe y de ser del Opus Dei y esto me ha ayudado especialmente en este momento”, recuerda María. “Te das cuenta de que cuentas con unas fuerzas que no son tuyas. En una conversación que tuve con mi padre esos días me dijo: “piensa que el Señor quiere que le cuides a través de Felipe y de Miguel Ángel”, que así se llamaba el otro enfermo con el que compartía habitación. Miguel Ángel se convirtió enseguida en un apoyo, y aún ahora sigue llamando para interesarse por la salud de Felipe.

Hemos aprendido a distinguir lo que es necesario y lo que es superfluo, y hemos descubierto lo mejor de cada persona

Además, estuvieron rodeados de un ejército de médicos, enfermeras, celadores, personal de limpieza y compañeros de habitación en los que María descubrió “el rostro de un Dios que es Amor. Personas que viven para los demás, sin mirar el reloj, sin una mala cara, trabajando 12, 14 y 18 horas”.

“A los que han perdido a sus familiares, les diría que tengan esperanza y que sepan que, desde el cielo, nos ayudarán más. Pienso que, a todos, esta situación nos ha hecho reflexionar –reflexiona María-. Cuando las puertas se abran habremos aprendido a valorar la amistad, lo que es compartir, un abrazo, la riqueza de estar en familia, el sufrimiento y el sacrificio verdaderos. Hemos aprendido a distinguir lo que es necesario y lo que es superfluo, y hemos descubierto lo mejor de cada persona. Esta es la parte positiva de la covid-19”.