Trabajar bien, trabajar por amor (IV): Trabajo y contemplación (II)

Segunda entrega del texto sobre cómo tratar a Dios -hasta llegar a la "contemplación"- mientras se trabaja o se realiza otra actividad.

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“Cuando iban de camino entró Jesús en cierta aldea, y una mujer que se llamaba Marta le recibió en su casa. Tenía ésta una hermana llamada María que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra. Pero Marta andaba afanada con numerosos quehaceres y poniéndose delante dijo: —Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en las tareas de servir? Dile entonces que me ayude. Pero el Señor le respondió: —Marta, Marta, tú te preocupas y te inquietas por muchas cosas. Pero una sola cosa es necesaria: María ha escogido la mejor parte, que no le será arrebatada” [1].

Muchas veces en la historia se ha tomado ocasión de las figuras de María y Marta para representar la vida contemplativa y la vida activa , como dos géneros de vida de los cuales el primero sería más perfecto, según las palabras del Señor: “María ha escogido la mejor parte”.

Por lo general se han referido estos términos a la vocación religiosa, entendiendo por vida contemplativa, a grandes rasgos, la de aquellos que se apartan materialmente del mundo para dedicarse a la oración, y por vida activa la de quienes realizan tareas como la enseñanza de la doctrina cristiana, la atención a los enfermos, y otras obras de misericordia.

Tomando así los términos, se ha afirmado desde hace siglos que es posible ser contemplativos en la acción . El sentido clásico de esta expresión no es que resulta posible la contemplación en las actividades profesionales, familiares y sociales, propias de la vida de los fieles corrientes, sino que se refiere a las acciones apostólicas y de misericordia dentro del camino de la vocación religiosa.

San Josemaría ha enseñado a profundizar en las palabras del Señor a Marta, haciendo ver que no hay ninguna oposición entre la contemplación y la realización, lo más perfecta posible, del trabajo profesional y de los deberes ordinarios de un cristiano.

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Ya se ha considerado en un texto precedente qué es la contemplación cristiana: esa oración sencilla de tantas almas que, por amar mucho y ser dóciles al Espíritu Santo, buscando en todo la identificación con Cristo, son llevadas por el Paráclito a penetrar en las profundidades de la vida íntima de Dios, de sus obras y sus designios, con una sabiduría que dilata cada vez más su corazón y su conocimiento. Una oración en la que “sobran las palabras, porque la lengua no logra expresarse; ya el entendimiento se aquieta. No se discurre, ¡se mira! Y el alma rompe otra vez a cantar con cantar nuevo, porque se siente y se sabe también mirada amorosamente por Dios, a todas horas” [2].

Ahora conviene detenerse a considerar tres modos en los que puede darse la contemplación: en los ratos dedicados exclusivamente a la oración; mientras se trabaja o se realiza cualquier actividad que no requiera toda la atención de la mente; y, finalmente, a través del mismo trabajo, incluso cuando exige una concentración exclusiva. Estos tres cauces componen conjuntamente la vida contemplativa, haciendo de la vida ordinaria un vivir en el Cielo y en la tierra a la vez, como decía San Josemaría.

En la oración y en todas las normas de piedad

Ante todo, la contemplación se ha de pedir a Dios y buscar en los actos de piedad cristiana que pueden jalonar nuestro día, especialmente en los ratos dedicados de modo exclusivo a la oración mental.

"Et in meditatione mea exardescit ignis" —Y, en mi meditación, se enciende el fuego. —A eso vas a la oración: a hacerte una hoguera, lumbre viva, que dé calor y luz [3] . Los ratos de oración bien hechos son la caldera que extiende su calor a los diversos momentos del día.

Del recogimiento en los ratos de oración; del trato con el Señor buscado con afán en esos momentos, a veces por medio de la meditación de algún texto que ayude a centrar la cabeza y el corazón en Dios; del empeño en apartar las distracciones; de la humildad para comenzar y recomenzar, sin apoyarse en las propias fuerzas sino en la gracia de Dios; en una palabra, de la fidelidad diaria a los ratos de oración depende que se haga realidad, más allá de esos momentos, el ideal de ser contemplativos en medio del mundo.

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San Josemaría nos ha enseñado a buscar la contemplación en los ratos de oración mental: a contemplar la Vida del Señor, a mirarle en la Eucaristía, a tratar a las Tres Personas divinas por el camino de la Humanidad Santísima de Jesucristo, a ir a Jesús por María... Es preciso no conformarse con repetir oraciones vocales en la oración mental, aunque quizá haya que repetirlas durante mucho tiempo, pero viéndolas como la puerta que abre a la contemplación.

También en el trato humano, cuando se encuentra a un amigo, se suelen dirigir algunas frases de saludo para iniciar la conversación. Pero el trato no puede limitarse a eso. La conversación ha de continuar con palabras más personales, hasta que incluso llegan a sobrar porque hay una sintonía profunda y una gran familiaridad. Mucho más en el trato con Dios. “Empezamos con oraciones vocales (...) . Primero una jaculatoria, y luego otra, y otra..., hasta que parece insuficiente ese fervor, porque las palabras resultan pobres...: y se deja paso a la intimidad divina, en un mirar a Dios sin descanso y sin cansancio” [4].

Mientras se trabaja o se realiza otra actividad

La contemplación no se limita a los ratos dedicados a la oración. Puede tener lugar a lo largo de la jornada, en medio de las ocupaciones ordinarias, mientras se realizan tareas que no requieren toda la atención de la mente y que se deben hacer, o en los momentos de pausa de cualquier otro trabajo.

Se puede contemplar a Dios mientras se va por la calle, mientras se cumplen algunos deberes familiares y sociales que son habituales en la vida de cualquier persona, o se realizan trabajos que ya se dominan con soltura, o con ocasión de un intervalo en la propia tarea, o simplemente de una espera...

Del mismo modo que en los ratos de oración las jaculatorias pueden abrir el paso a la contemplación, también en medio de estas otras ocupaciones la búsqueda de la presencia de Dios desemboca en vida contemplativa, incluso más intensa, como el Señor hizo experimentar a San Josemaría. Es incomprensible — anota en sus Apuntes íntimos — : sé de quien está frío (a pesar de su fe, que no admite límites) junto al fuego divinísimo del Sagrario, y luego, en plena calle, entre el ruido de automóviles y tranvías y gentes, ¡leyendo un periódico! vibra con arrebatos de locura de Amor de Dios” [5].

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Esta realidad es enteramente un don de Dios, pero sólo puede recibirlo quien lo desea en su corazón y no lo rechaza con las obras. Lo rechaza el que tiene los sentidos dispersos, o se deja dominar por la curiosidad, o se sumerge en un tumulto de pensamientos y de imaginaciones inútiles que le distraen y disipan. En una palabra, quien no sabe estar en lo que hace [6] . La vida contemplativa requiere mortificación interior, negarse a uno mismo por amor a Dios, para que Él reine en el corazón y sea el centro al que se dirigen en último término los pensamientos y los afectos del alma.

Contemplación "en y a través de" las actividades ordinarias

Así como en los ratos de oración no hay que conformarse con repetir jaculatorias ni quedarse en la lectura y en la meditación, sino buscar el diálogo con Dios hasta llegar, con su gracia, a la contemplación, así también en el trabajo, que ha de convertirse en oración, es preciso no contentarse con ofrecerlo al principio y dar gracias al final, o en procurar renovar ese ofrecimiento varias veces, unidos al Sacrificio del altar. Todo esto es ya muy agradable al Señor, pero un hijo de Dios ha de ser audaz y aspirar a más: a realizar su trabajo como Jesús en Nazaret, unido a Él. Un trabajo en el que gracias al amor sobrenatural con que se lleva a cabo, se contempla a Dios que es Amor [7].

Enseñanza constante y característica de San Josemaría es que la contemplación es posible no sólo mientras se realiza una actividad, sino por medio de las actividades que Él quiere que realicemos, en esas mismas tareas y a través de ellas , incluso cuando se trata de trabajos que exigen toda la concentración de la mente. San Josemaría enseñaba que llega el momento en el que no se es capaz de distinguir la contemplación y la acción, terminando estos conceptos por significar lo mismo en la mente y en la conciencia.

En este sentido, resulta iluminadora una explicación de Santo Tomás: “ cuando de dos cosas una es la razón de la otra, la ocupación del alma en una no impide ni disminuye la ocupación en la otra... Y como Dios es aprehendido por los santos como la razón de todo cuanto hacen o conocen, su ocupación en percibir las cosas sensibles, o en contemplar o hacer cualquier otra cosa, en nada les impide la divina contemplación, ni viceversa” [8] . De ahí que, si se quiere buscar el don de la contemplación, el cristiano deba poner al Señor como fin de todos sus trabajos, realizándolos non quasi hominibus placentes, sed Deo qui probat corda nostra ; no para agradar a los hombres, sino a Dios que sondea nuestros corazones [9].

Puesto que la contemplación es como un anticipo de la visión beatífica, fin último de nuestra vida, es preciso que cualquier actividad que Dios quiera que realicemos —como el trabajo y las tareas familiares y sociales, que son Voluntad suya para cada uno— pueda ser cauce para la vida contemplativa. En otros términos, por lo mismo que cualquiera de esas actividades se puede realizar por amor a Dios y con amor a Dios, también se pueden convertir en medio de contemplación, que no es otra cosa que un modo especialmente familiar de conocerle y amarle.

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Podemos contemplar a Dios en las actividades que realizamos por amor suyo, porque ese amor es participación del Amor infinito que es el Espíritu Santo, que escruta las profundidades de Dios [10] . El que trabaja por amor a Dios puede darse cuenta —sin pensar en otra cosa, sin distraerse— de que le ama cuando trabaja, con el amor que infunde el Paráclito en los corazones de los hijos de Dios en Cristo [11] . “Reconocemos a Dios no sólo en el espectáculo de la naturaleza, sino también en la experiencia de nuestra propia labor” [12].

También podemos contemplar a Dios a través del trabajo, porque si está hecho por amor será un trabajo realizado con la mayor perfección de que seamos capaces en esas circunstancias, una tarea que refleja las perfecciones divinas, un trabajo como el de Cristo. No necesariamente porque haya salido bien a los ojos de los hombres, sino porque está bien hecho a los ojos de Dios. Puede suceder que el trabajo haya salido mal o que humanamente haya sido un fracaso, y sin embargo que haya estado bien hecho ante Dios, con rectitud de intención, con espíritu de servicio, con la práctica de las virtudes: en una palabra, con perfección humana y cristiana. Un trabajo así es medio de contemplación; así se comprende que la contemplación sea posible en y a través de trabajos que exigen poner todas las energías de la mente, como son –por ejemplo– el estudio, o la docencia.

El cristiano que trabaja o cumple sus deberes por amor a Dios, trabaja en unión vital con Cristo. Sus obras se convierten entonces en obras de Dios, en operatio Dei , y por eso mismo son medio de contemplación. Pero no basta estar en gracia de Dios y que las obras sean moralmente buenas. Han de estar informadas por una caridad heroica, y realizadas con virtudes heroicas, y con ese modo divino de obrar que confieren los Dones del Espíritu Santo en quien es dócil a su acción.

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La contemplación en la vida ordinaria hace pregustar la unión definitiva con Dios en el Cielo. A la vez que lleva a obrar cada vez con más amor, enciende el deseo de verle no ya por medio de las actividades que realizamos, sino cara a cara. “Vivimos entonces como cautivos, como prisioneros. Mientras realizamos con la mayor perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y limitaciones, las tareas propias de nuestra condición y de nuestro oficio, el alma ansía escaparse. Se va hacia Dios, como el hierro atraído por la fuerza del imán. Se comienza a amar a Jesús, de forma más eficaz, con un dulce sobresalto. (...) Un nuevo modo de pisar en la tierra, un modo divino, sobrenatural, maravilloso. Recordando a tantos escritores castellanos del quinientos, quizá nos gustará paladear por nuestra cuenta: ¡que vivo porque no vivo: que es Cristo quien vive en mí! (cfr. Gal 2, 20)” [13].


[1] Lc 10, 38-42.

[2] San Josemaría, Amigos de Dios , n. 307.

[3] San Josemaría, Camino , n. 92.

[4] San Josemaría, Amigos de Dios , n. 296.

[5] San Josemaría, Apuntes íntimos , n. 673 (del 26-III-1932). Citado en A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei , vol. I, Rialp, Madrid 1997, p. 420.

6] San Josemaría, Camino , n. 815.

[7] Cfr. 1 Jn 4, 8.

[8] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae. , Suppl., q. 82, a. 3 ad 4.

[9] 1 Ts 2, 4.

[10] 1 Cor 2, 10.

[11] Rm 5, 5.

[12] San Josemaría, Es Cristo que pasa , n. 48.

[13] San Josemaría, Amigos de Dios , n. 297.

F.J. López Díaz