Se recoge una selección de textos del libro ” El Fundador del Opus Dei” de Andrés Vázquez de Prada” Tomo III- Ed. 2003.
El Padre – San Josemaría Escrivá– aguardaba la llegada a Roma de sus hijas con ilusión y paciencia (…) Con cierto orden y mucho sentido común, en carta del 16 de diciembre hace las advertencias pertinentes a sus hijas: que cojan el avión y avisen por telegrama quiénes llegan; que todas escriban antes a sus familias, comunicándoles la buena noticia de su ida a Roma; cosas que deben traerse y, finalmente, una indicación que retrata el cariño del Padre, que se preocupaba hasta de los detalles más nimios: que las chicas tengan en cuenta que aquí usan bastante el sombrero.
Llegaron el día de San Juan, 27 de diciembre de 1946, por la tarde. Venían Encarnita Ortega y Dorita Calvo con tres numerarias auxiliares: Julia Bustillo, Dora del Hoyo y Rosalía López. A poco de aterrizar estaban las cinco en grupo compacto, esperando el equipaje facturado, y rodeadas de bultos de mano, porque carecían de dinero para pagar el exceso de peso. «Estando así —cuenta Encarnita —, las cinco juntas, con el asombro que produce desconocer el país al que se llega, no hablar el idioma y carecer de medios económicos, vimos aparecer a nuestro amadísimo Padre, acompañado de don Álvaro. La alegría fue desbordante, y sentimos el nuevo país como propio».«La llegada a casa fue emocionante», cuenta Encarnita. Sin duda, la compañía del Padre y el agolpamiento de novedades removían hondas sensaciones. Pero enseguida entraron aquellas mujeres en faena.
En el diario de Città Leonina (un centro aparte, distinto de la zona de la Administración) escribe escuetamente el cronista, en esa memorable fecha del 27 de diciembre de 1946: «Por fin hoy llega la Administración (…). Poco tiempo después de llegar a casa, la cocina y alrededores habían sufrido un cambio total». Y a renglón seguido: «Hoy hemos cenado como Dios manda».
Los efectos de la pasada contienda se notaban en la escasez de alimentos, como los huevos, que las administradoras iban a buscar a los pueblos cercanos a Roma. Las mil combinaciones que se hacían en la cocina, para preparar un menú decente, digno de un invitado ilustre, las echaba por tierra el azar al cortarse la corriente eléctrica o el suministro de gas. Esto creaba situaciones tragicómicas.
«Varias veces —cuenta Encarnita—, con invitados a la hora de almorzar, fue preciso hacer la comida en un brasero, porque faltaba el gas. Entonces, Dora del Hoyo, que servía la mesa, procuraba ir despacio, para que contásemos con un poco más de tiempo; y cuando salía del comedor, quitándose los guantes, atizaba el fuego con el soplillo para que la cazuela cociese con mayor fuerza».
Gracias a la administración, que en tan difíciles condiciones obraban portentos culinarios, podían agasajar a altos personajes eclesiásticos, tomando ocasión de ello para hablarles del Opus Dei.
Pero aquellos invitados tampoco se daban cuenta de la estela de pobreza y ayunos que dejaba tras de sí el apostolado del almuerzo. «Cuando no había visita —testimonia Álvaro del Portillo— nos tocaba pasar mucha hambre, siempre con alegría».