Cristo vive. Esta es la gran verdad que llena de contenido nuestra fe. Jesús, que murió en la Cruz, ha resucitado, ha triunfado de la muerte, del poder de las tinieblas, del dolor y de la angustia. No temáis, con esta invocación saludó un ángel a las mujeres que iban al sepulcro; no temáis. Vosotras venís a buscar a Jesús Nazareno, que fue crucificado: ya resucitó, no está aquí. Hæc est dies quam fecit Dominus, exsultemus et lætemur in ea; éste es el día que hizo el Señor, regocijémonos.
El tiempo pascual es tiempo de alegría, de una alegría que no se limita a esa época del año litúrgico, sino que se asienta en todo momento en el corazón del cristiano. Porque Cristo vive: Cristo no es una figura que pasó, que existió en un tiempo y que se fue, dejándonos un recuerdo y un ejemplo maravillosos.
No: Cristo vive. Jesús es el Emmanuel: Dios con nosotros. Su Resurrección nos revela que Dios no abandona a los suyos. ¿Puede la mujer olvidarse del fruto de su vientre, no compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvidare, yo no me olvidaré de ti, había prometido. Y ha cumplido su promesa. Dios sigue teniendo sus delicias entre los hijos de los hombres.
Cristo vive en su Iglesia. "Os digo la verdad: os conviene que yo me vaya; porque si yo no me voy, el Consolador no vendrá a vosotros, pero si me voy, os lo enviaré". Esos eran los designios de Dios: Jesús, muriendo en la Cruz, nos daba el Espíritu de Verdad y de Vida. Cristo permanece en su Iglesia: en sus sacramentos, en su liturgia, en su predicación, en toda su actividad.
De modo especial Cristo sigue presente entre nosotros, en esa entrega diaria de la Sagrada Eucaristía. Por eso la Misa es centro y raíz de la vida cristiana. En toda misa está siempre el Cristo Total, Cabeza y Cuerpo. Per Ipsum, et cum Ipso et in Ipso. Porque Cristo es el Camino, el Mediador: en Él, lo encontramos todo; fuera de Él, nuestra vida queda vacía. En Jesucristo, e instruidos por Él, nos atrevemos a decir —audemus dicere— Pater noster, Padre nuestro. Nos atrevemos a llamar Padre al Señor de los cielos y de la tierra.
La presencia de Jesús vivo en la Hostia Santa es la garantía, la raíz y la consumación de su presencia en el mundo.
Cristo vive en el cristiano. La fe nos dice que el hombre, en estado de gracia, está endiosado. Somos hombres y mujeres, no ángeles. Seres de carne y hueso, con corazón y con pasiones, con tristezas y con alegrías. Pero la divinización redunda en todo el hombre como un anticipo de la resurrección gloriosa. Cristo ha resucitado de entre los muertos y ha venido a ser como las primicias de los difuntos; porque así como por un hombre vino la muerte, por un hombre debe venir la resurrección de los muertos. Que así como en Adán mueren todos, así en Cristo todos serán vivificados.
La vida de Cristo es vida nuestra, según lo que prometiera a sus Apóstoles, el día de la Ultima Cena: Cualquiera que me ama, observará mis mandamientos, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos mansión dentro de él. El cristiano debe —por tanto— vivir según la vida de Cristo, haciendo suyos los sentimientos de Cristo, de manera que pueda exclamar con San Pablo, non vivo ego, vivit vero in me Christus, no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí.
Jesucristo fundamento de la vida cristiana
He querido recordar, aunque fuera brevemente, algunos de los aspectos de ese vivir actual de Cristo —Iesus Christus heri et hodie; ipse et in sæcula-, porque ahí está el fundamento de toda la vida cristiana. Si miramos a nuestro alrededor y consideramos el transcurso de la historia de la humanidad, observaremos progresos y avances. La ciencia ha dado al hombre una mayor conciencia de su poder. La técnica domina la naturaleza en mayor grado que en épocas pasadas, y permite que la humanidad sueñe con llegar a un más alto nivel de cultura, de vida material, de unidad.
Algunos quizá se sientan movidos a matizar ese cuadro, recordando que los hombres padecen ahora injusticias y guerras, incluso peores que las del pasado. No les falta razón. Pero, por encima de esas consideraciones, yo prefiero recordar que, en el orden religioso, el hombre sigue siendo hombre, y Dios sigue siendo Dios. En este campo la cumbre del progreso se ha dado ya: es Cristo, alfa y omega, principio y fin.
En la vida espiritual no hay una nueva época a la que llegar. Ya está todo dado en Cristo, que murió, y resucitó, y vive y permanece siempre. Pero hay que unirse a Él por la fe, dejando que su vida se manifieste en nosotros, de manera que pueda decirse que cada cristiano es no ya alter Christus, sino ipse Christus, ¡el mismo Cristo!
Instaurare omnia in Christo, da como lema San Pablo a los cristianos de Efeso; informar el mundo entero con el espíritu de Jesús, colocar a Cristo en la entraña de todas las cosas. Si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum, cuando sea levantado en alto sobre la tierra, todo lo atraeré hacia mí. Cristo con su Encarnación, con su vida de trabajo en Nazareth, con su predicación y milagros por las tierras de Judea y de Galilea, con su muerte en la Cruz, con su Resurrección, es el centro de la creación, Primogénito y Señor de toda criatura.
Nuestra misión de cristianos es proclamar esa Realeza de Cristo, anunciarla con nuestra palabra y con nuestras obras. Quiere el Señor a los suyos en todas las encrucijadas de la tierra. A algunos los llama al desierto, a desentenderse de los avatares de la sociedad de los hombres, para hacer que esos mismos hombres recuerden a los demás, con su testimonio, que existe Dios. A otros, les encomienda el ministerio sacerdotal. A la gran mayoría, los quiere en medio del mundo, en las ocupaciones terrenas. Por lo tanto, deben estos cristianos llevar a Cristo a todos los ámbitos donde se desarrollan las tareas humanas: a la fábrica, al laboratorio, al trabajo de la tierra, al taller del artesano, a las calles de las grandes ciudades y a los senderos de montaña.
Me gusta recordar a este propósito la escena de la conversación de Cristo con los discípulos de Emaús. Jesús camina junto a aquellos dos hombres, que han perdido casi toda esperanza, de modo que la vida comienza a parecerles sin sentido. Comprende su dolor, penetra en su corazón, les comunica algo de la vida que habita en Él.
Cuando, al llegar a aquella aldea, Jesús hace ademán de seguir adelante, los dos discípulos le detienen, y casi le fuerzan a quedarse con ellos. Le reconocen luego al partir el pan: El Señor, exclaman, ha estado con nosotros. Entonces se dijeron uno a otro: ¿No es verdad que sentíamos abrasarse nuestro corazón, mientras nos hablaba por el camino, y nos explicaba las Escrituras? Cada cristiano debe hacer presente a Cristo entre los hombres; debe obrar de tal manera que quienes le traten perciban el bonus odor Christi, el buen olor de Cristo; debe actuar de modo que, a través de las acciones del discípulo, pueda descubrirse el rostro del Maestro.
El cristiano se sabe injertado en Cristo por el Bautismo; habilitado a luchar por Cristo, por la Confirmación; llamado a obrar en el mundo por la participación en la función real, profética y sacerdotal de Cristo; hecho una sola cosa con Cristo por la Eucaristía, sacramento de la unidad y del amor. Por eso, como Cristo, ha de vivir de cara a los demás hombres, mirando con amor a todos y a cada uno de los que le rodean, y a la humanidad entera.
La fe nos lleva a reconocer a Cristo como Dios, a verle como nuestro Salvador, a identificarnos con Él, obrando como Él obró. El Resucitado, después de sacar al apóstol Tomás de sus dudas, mostrándole sus llagas, exclama: bienaventurados aquellos que sin haberme visto creyeron. Aquí —comenta San Gregorio Magno— se habla de nosotros de un modo particular, porque nosotros poseemos espiritualmente a Aquel a quien corporalmente no hemos visto. Se habla de nosotros, pero a condición de que nuestras acciones sean conformes a nuestra fe. No cree verdaderamente sino quien, en su obrar, pone en práctica lo que cree. Por eso, a propósito de aquellos que de la fe no poseen más que palabras, dice San Pablo: profesan conocer a Dios, pero le niegan con las obras.
No es posible separar en Cristo su ser de Dios-Hombre y su función de Redentor. El Verbo se hizo carne y vino a la tierra ut omnes homines salvi fiant, para salvar a todos los hombres. Con nuestras miserias y limitaciones personales, somos otros Cristos, el mismo Cristo, llamados también a servir a todos los hombres.
Es necesario que resuene una y otra vez aquel mandamiento que permanecerá nuevo a través de los siglos. Carísimos —escribe San Juan—, no voy a escribiros un mandamiento nuevo, sino un mandamiento antiguo, que recibisteis desde el principio; el mandamiento antiguo, es la palabra divina que oísteis. Y no obstante yo os digo que el mandamiento de que os hablo, es un mandamiento nuevo, que es verdadero en sí mismo y en vosotros, porque las tinieblas desaparecieron, y luce ya la luz verdadera. Quien dice estar en la luz aborreciendo a su hermano, en tinieblas está todavía. Quien ama a su hermano, en la luz mora, y en él no hay escándalo.
Nuestro Señor ha venido a traer la paz, la buena nueva, la vida, a todos los hombres. No sólo a los ricos, ni sólo a los pobres. No sólo a los sabios, ni sólo a los ingenuos. A todos. A los hermanos, que hermanos somos, pues somos hijos de un mismo Padre Dios. No hay, pues, más que una raza: la raza de los hijos de Dios. No hay más que un color: el color de los hijos de Dios. Y no hay más que una lengua: ésa que habla al corazón y a la cabeza, sin ruido de palabras, pero dándonos a conocer a Dios y haciendo que nos amemos los unos a los otros.
Contemplación de la vida de Cristo
Es ese amor de Cristo el que cada uno de nosotros debe esforzarse por realizar, en la propia vida. Pero para ser ipse Christus hay que mirarse en Él. No basta con tener una idea general del espíritu de Jesús, sino que hay que aprender de Él detalles y actitudes. Y, sobre todo, hay que contemplar su paso por la tierra, sus huellas, para sacar de ahí fuerza, luz, serenidad, paz.
Cuando se ama a una persona se desean saber hasta los más mínimos detalles de su existencia, de su carácter, para así identificarse con ella. Por eso hemos de meditar la historia de Cristo, desde su nacimiento en un pesebre, hasta su muerte y su resurrección. En los primeros años de mi labor sacerdotal, solía regalar ejemplares del Evangelio o libros donde se narraba la vida de Jesús. Porque hace falta que la conozcamos bien, que la tengamos toda entera en la cabeza y en el corazón, de modo que, en cualquier momento, sin necesidad de ningún libro, cerrando los ojos, podamos contemplarla como en una película; de forma que, en las diversas situaciones de nuestra conducta, acudan a la memoria las palabras y los hechos del Señor.
Así nos sentiremos metidos en su vida. Porque no se trata sólo de pensar en Jesús, de representarnos aquellas escenas. Hemos de meternos de lleno en ellas, ser actores. Seguir a Cristo tan de cerca como Santa María, su Madre, como los primeros doce, como las santas mujeres, como aquellas muchedumbres que se agolpaban a su alrededor. Si obramos así, si no ponemos obstáculos, las palabras de Cristo entrarán hasta el fondo del alma y nos transformarán. Porque la palabra de Dios es viva y eficaz, y más penetrante que espada de dos filos, y se introduce hasta en los pliegues del alma y del espíritu, hasta en las junturas y tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón.
Si queremos llevar hasta el Señor a los demás hombres, es necesario ir al Evangelio y contemplar el amor de Cristo. Podríamos fijarnos en las escenas cumbres de la Pasión, porque, como Él mismo dijo, nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos. Pero podemos considerar también el resto de su vida, su trato ordinario con quienes se cruzaron con Él.
Cristo, perfecto Dios y perfecto Hombre, para hacer llegar a los hombres su doctrina de salvación y manifestarles el amor de Dios, procedió de modo humano y divino. Dios condesciende con el hombre, toma nuestra naturaleza sin reservas, con excepción del pecado.
Me produce una honda alegría considerar que Cristo ha querido ser plenamente hombre, con carne como la nuestra. Me emociona contemplar la maravilla de un Dios que ama con corazón de hombre.
Entre tantas escenas como nos narran los evangelistas, detengámonos a considerar algunas, comenzando con los relatos del trato de Jesús con los doce. El apóstol Juan, que vuelca en su Evangelio la experiencia de toda una vida, narra aquella primera conversación con el encanto de lo que nunca se olvida. Maestro, ¿dónde habitas? Díceles Jesús: Venid y lo veréis. Fueron, pues, y vieron donde habitaba, y se quedaron con Él aquel día.
Diálogo divino y humano que transformó las vidas de Juan y de Andrés, de Pedro, de Santiago y de tantos otros, que preparó sus corazones para escuchar la palabra imperiosa que Jesús les dirigió junto al mar de Galilea. Caminando Jesús por la ribera del mar de Galilea, vio a dos hermanos, Simón, llamado Pedro, y Andrés, su hermano, echando la red en el mar, pues eran pescadores. Y les dijo: seguidme y yo haré que vengáis a ser pescadores de hombres. Al instante los dos, dejadas las redes, le siguieron.
En los tres años sucesivos, Jesús convive con sus discípulos, los conoce, contesta a sus preguntas, resuelve sus dudas. Es sí, el Rabbí, el Maestro que habla con autoridad, el Mesías enviado de Dios. Pero es a la vez asequible, cercano. Un día Jesús se retira en oración; los discípulos se encontraban cerca, quizá mirándole e intentando adivinar sus palabras. Cuando Jesús vuelve, uno de ellos pregunta: Domine, doce nos orare, sicut docuit et Ioannes discipulos suos; enséñanos a orar, como enseñó Juan a sus discípulos. Y Jesús les respondió: Cuando os pongáis a orar, habéis de decir: Padre, sea santificado tu nombre...
Con autoridad de Dios y con cariño de hombre recibe igualmente el Señor a los Apóstoles que, asombrados de los frutos de su primera misión, le comentaban las primicias de su apostolado: Venid a retiraros conmigo en un lugar solitario, y reposaréis un poquito.
Una escena muy similar se repite hacia el final de la estancia de Jesús sobre la tierra, poco antes de la Ascensión. Venida la mañana, se apareció Jesús en la ribera; pero los discípulos no conocieron que fuese Él. Y Jesús les dijo: muchachos, ¿tenéis algo que comer? El que ha preguntado como hombre, habla después como Dios: Echad la red a la derecha del barco y encontraréis. Echáronla, pues, y ya no podían sacarla por la multitud de peces que había. Entonces el discípulo aquel a quien Jesús amaba, dijo a Pedro: Es el Señor.
Y Dios les espera en la orilla: Al saltar a tierra, vieron preparadas brasas encendidas y un pez puesto encima y pan. Jesús les dijo: Traed acá de los peces que acabáis de coger. Subió al barco Simón Pedro y sacó a tierra la red, llena de ciento cincuenta y tres peces grandes. Y a pesar de ser tantos, no se rompió la red. Díceles Jesús: Vamos, almorzad. Y ninguno de los que estaban comiendo osaba preguntarle: ¿quién eres?, sabiendo que era el Señor. Acércase Jesús, y toma el pan y se lo distribuye y lo mismo hace con el pez.
Esa delicadeza y cariño la manifiesta Jesús no sólo con un grupo pequeño de discípulos, sino con todos. Con las santas mujeres, con representantes del Sanedrín como Nicodemo y con publicanos como Zaqueo, con enfermos y con sanos, con doctores de la ley y con paganos, con personas individuales y con muchedumbres enteras.
Nos narran los Evangelios que Jesús no tenía dónde reclinar su cabeza, pero nos cuentan también que tenía amigos queridos y de confianza, deseosos de acogerlo en su casa. Y nos hablan de su compasión por los enfermos, de su dolor por los que ignoran y yerran, de su enfado ante la hipocresía. Jesús llora por la muerte de Lázaro, se aíra con los mercaderes que profanan el templo, deja que se enternezca su corazón ante el dolor de la viuda de Naim.
Cada uno de esos gestos humanos es gesto de Dios. En Cristo habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente. Cristo es Dios hecho hombre, hombre perfecto, hombre entero. Y, en lo humano, nos da a conocer la divinidad.
Al recordar esta delicadeza humana de Cristo, que gasta su vida en servicio de los otros, hacemos mucho más que describir un posible modo de comportarse. Estamos descubriendo a Dios. Toda obra de Cristo tiene un valor trascendente: nos da a conocer el modo de ser de Dios, nos invita a creer en el amor de Dios, que nos creó y que quiere llevarnos a su intimidad. Yo he manifestado tu nombre, a los hombres que me has dado del mundo; tuyos eran, y me los diste; y ellos han puesto por obra tu palabra. Ahora han conocido que todo lo que me diste viene de ti, exclamó Jesús en la larga oración que nos conserva el evangelista Juan.
Por eso, el trato de Jesús no es un trato que se quede en meras palabras o en actitudes superficiales. Jesús toma en serio al hombre, y quiere darle a conocer el sentido divino de su vida. Jesús sabe exigir, colocar a cada uno frente a sus deberes, sacar a quienes le escuchan de la comodidad y del conformismo, para llevarles a conocer al Dios tres veces santo. Conmueven a Jesús el hambre y el dolor, pero sobre todo le conmueve la ignorancia. Vio Jesús la muchedumbre que le aguardaba, y enterneciéronsele con tal vista las entrañas, porque andaban como ovejas sin pastor, y así se puso a instruirlos sobre muchas cosas.
Aplicación a nuestra vida ordinaria
Hemos recorrido algunas páginas de los Santos Evangelios para contemplar a Jesús en su trato con los hombres, y aprender a llevar a Cristo hasta nuestros hermanos, siendo nosotros mismos Cristo. Apliquemos esa lección a nuestra vida ordinaria, a la propia vida. Porque no es la vida corriente y ordinaria, la que vivimos entre los demás conciudadanos, nuestros iguales algo chato y sin relieve. Es, precisamente en esas circunstancias, donde el Señor quiere que se santifique la inmensa mayoría de sus hijos.
Es necesario repetir una y otra vez que Jesús no se dirigió a un grupo de privilegiados, sino que vino a revelarnos el amor universal de Dios. Todos los hombres son amados de Dios, de todos ellos espera amor. De todos, cualesquiera que sean sus condiciones personales, su posición social, su profesión u oficio. La vida corriente y ordinaria no es cosa de poco valor: todos los caminos de la tierra pueden ser ocasión de un encuentro con Cristo, que nos llama a identificarnos con Él, para realizar —en el lugar donde estamos— su misión divina.
Dios nos llama a través de las incidencias de la vida de cada día, en el sufrimiento y en la alegría de las personas con las que convivimos, en los afanes humanos de nuestros compañeros, en las menudencias de la vida de familia. Dios nos llama también a través de los grandes problemas, conflictos y tareas que definen cada época histórica, atrayendo esfuerzos e ilusiones de gran parte de la humanidad.
Se comprende muy bien la impaciencia, la angustia, los deseos inquietos de quienes, con un alma naturalmente cristiana, no se resignan ante la injusticia personal y social que puede crear el corazón humano. Tantos siglos de convivencia entre los hombres y, todavía, tanto odio, tanta destrucción, tanto fanatismo acumulado en ojos que no quieren ver y en corazones que no quieren amar.
Los bienes de la tierra, repartidos entre unos pocos; los bienes de la cultura, encerrados en cenáculos. Y, fuera, hambre de pan y de sabiduría, vidas humanas que son santas, porque vienen de Dios, tratadas como simples cosas, como números de una estadística. Comprendo y comparto esa impaciencia, que me impulsa a mirar a Cristo, que continúa invitándonos a que pongamos en práctica ese mandamiento nuevo del amor.
Todas las situaciones por las que atraviesa nuestra vida nos traen un mensaje divino, nos piden una respuesta de amor, de entrega a los demás. Cuando venga el Hijo del hombre con toda su majestad y acompañado de todos sus ángeles, sentarse ha entonces en el trono de su gloria, y hará comparecer delante de él a todas las naciones, y separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos, poniendo las ovejas a su derecha y los cabritos a la izquierda.
Entonces el rey dirá a los que estarán a su derecha: venid, benditos de mi padre, a tomar posesión del reino, que os está preparado desde el principio del mundo. Porque yo tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era peregrino, y me hospedasteis; estando desnudo, me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; encarcelado, y vinisteis a verme. A lo cual los justos le responderán, diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos nosotros hambriento y te dimos de comer, sediento y te dimos de beber?, ¿cuándo te hallamos de peregrino y te hospedamos, desnudo y te vestimos?, o ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a visitarte? Y el rey en respuesta les dirá: en verdad os digo, siempre que lo hicisteis con algunos de estos mis más pequeños hermanos, conmigo lo hicisteis.
Hay que reconocer a Cristo, que nos sale al encuentro, en nuestros hermanos los hombres. Ninguna vida humana es una vida aislada, sino que se entrelaza con otras vidas. Ninguna persona es un verso suelto, sino que formamos todos parte de un mismo poema divino, que Dios escribe con el concurso de nuestra libertad.
No hay nada que pueda ser ajeno al afán de Cristo. Hablando con profundidad teológica, es decir, si no nos limitamos a una clasificación funcional; hablando con rigor, no se puede decir que haya realidades —buenas, nobles, y aun indiferentes— que sean exclusivamente profanas, una vez que el Verbo de Dios ha fijado su morada entre los hijos de los hombres, ha tenido hambre y sed, ha trabajado con sus manos, ha conocido la amistad y la obediencia, ha experimentado el dolor y la muerte. Porque en Cristo plugo al Padre poner la plenitud de todo ser, y reconciliar por Él todas las cosas consigo, restableciendo la paz entre el cielo y la tierra, por medio de la sangre que derramó en la Cruz.
Hemos de amar el mundo, el trabajo, las realidades humanas. Porque el mundo es bueno; fue el pecado de Adán el que rompió la divina armonía de lo creado, pero Dios Padre ha enviado a su Hijo unigénito para que restableciera esa paz. Para que nosotros, hechos hijos de adopción, pudiéramos liberar a la creación del desorden, reconciliar todas las cosas con Dios.
Cada situación humana es irrepetible, fruto de una vocación única que se debe vivir con intensidad, realizando en ella el espíritu de Cristo. Así, viviendo cristianamente entre nuestros iguales, de una manera ordinaria pero coherente con nuestra fe, seremos Cristo presente entre los hombres.
Al considerar la dignidad de la misión a la que Dios nos llama, puede quizá surgir la presunción, la soberbia, en el alma humana. Es una falsa conciencia de la vocación cristiana, la que ciega, la que nos hace olvidar que estamos hechos de barro, que somos polvo y miseria. Que no sólo hay mal en el mundo, a nuestro alrededor, sino que el mal está dentro de nosotros, que anida en nuestro mismo corazón, haciéndonos capaces de vilezas y egoísmos. Sólo la gracia de Dios es roca fuerte: nosotros somos arena, y arena movediza.
Si se recorre con la mirada la historia de los hombres o la situación actual del mundo, causa dolor contemplar que, después de veinte siglos, hay tan pocos que se llaman cristianos, y que, los que se adornan con ese nombre, son tantas veces infieles a su vocación. Hace años, una persona que no tenía mal corazón, pero que no tenía fe, señalado un mapamundi, me comentó: He aquí el fracaso de Cristo. Tantos siglos procurando meter en el alma de los hombres su doctrina, y vea los resultados: no hay cristianos.
No faltan hoy quienes todavía piensan así. Pero Cristo no ha fracasado: su palabra y su vida fecundan continuamente el mundo. La obra de Cristo, la tarea que su Padre le encomendó, se está realizando, su fuerza atraviesa la historia trayendo la verdadera vida, y cuando ya todas las cosas estén sujetas a Él, entonces el Hijo mismo quedará sujeto en cuanto hombre al que se las sujetó todas, a fin de que en todas las cosas todo sea Dios.
En esa tarea que va realizando en el mundo, Dios ha querido que seamos cooperadores suyos, ha querido correr el riesgo de nuestra libertad. Me llega a lo hondo del alma contemplar la figura de Jesús recién nacido en Belén: un niño indefenso, inerme, incapaz de ofrecer resistencia. Dios se entrega en manos de los hombres, se acerca y se abaja hasta nosotros.
Jesucristo teniendo la naturaleza de Dios, no tuvo por usurpación el ser igual a Dios, y no obstante se anonadó a sí mismo tomando forma de esclavo. Dios condesciende con nuestra libertad, con nuestra imperfección, con nuestras miserias. Consiente en que los tesoros divinos sean llevados en vasos de barro, en que los demos a conocer mezclando nuestras deficiencias humanas con su fuerza divina.
La experiencia del pecado no nos debe, pues, hacer dudar de nuestra misión. Ciertamente nuestros pecados pueden hacer difícil reconocer a Cristo. Por tanto, hemos de enfrentarnos con nuestras propias miserias personales, buscar la purificación. Pero sabiendo que Dios no nos ha prometido la victoria absoluta sobre el mal durante esta vida, sino que nos pide lucha. Sufficit tibi gratia mea, te basta mi gracia, respondió Dios a Pablo, que solicitaba ser liberado del aguijón que le humillaba.
El poder de Dios se manifiesta en nuestra flaqueza, y nos impulsa a luchar, a combatir contra nuestros defectos, aun sabiendo que no obtendremos jamás del todo la victoria durante el caminar terreno. La vida cristiana es un constante comenzar y recomenzar, un renovarse cada día.
Cristo resucita en nosotros, si nos hacemos copartícipes de su Cruz y de su Muerte. Hemos de amar la Cruz, la entrega, la mortificación. El optimismo cristiano no es un optimismo dulzón, ni tampoco una confianza humana en que todo saldrá bien. Es un optimismo que hunde sus raíces en la conciencia de la libertad y en la fe en la gracia; es un optimismo que lleva a exigirnos a nosotros mismos, a esforzarnos por corresponder a la llamada de Dios.
De esa manera, no ya a pesar de nuestra miseria, sino en cierto modo a través de nuestra miseria, de nuestra vida de hombres hechos de carne y de barro, se manifiesta Cristo: en el esfuerzo por ser mejores, por realizar un amor que aspira a ser puro, por dominar el egoísmo, por entregarnos plenamente a los demás, haciendo de nuestra existencia un constante servicio.
No quiero terminar sin una última reflexión. El cristiano, al hacer presente a Cristo entre los hombres, siendo él mismo ipse Christus, no trata sólo de vivir una actitud de amor, sino de dar a conocer el Amor de Dios, a través de ése su amor humano.
Jesús ha concebido toda su vida como una revelación de ese amor: Felipe, respondió a uno de sus discípulos, quien me ve a mí ve también al Padre. Siguiendo esa enseñanza el apóstol Juan invita a los cristianos a que, ya que han conocido el amor de Dios, lo manifiesten con sus obras: Carísimos, amémonos los unos a los otros, porque la caridad procede de Dios; y todo aquel que ama, es hijo de Dios y conoce a Dios.
Quien no tiene este amor no conoce a Dios: puesto que Dios es amor. En esto se demostró el amor de Dios hacia nosotros, en que envió a su Hijo unigénito al mundo, para que por Él tengamos la vida. Y en esto consiste su amor, que no es porque nosotros hayamos amado a Dios, sino que Él nos amó primero a nosotros, y envió a su Hijo a ser víctima de propiciación por nuestros pecados. Queridos, si así nos amó Dios, también nosotros debemos amarnos los unos a los otros.
Es necesario, pues, que nuestra fe sea viva, que nos lleve realmente a creer en Dios y a mantener un constante diálogo con Él. La vida cristiana deber ser vida de oración constante, procurando estar en la presencia del Señor de la mañana a la noche y de la noche a la mañana. El cristiano no es nunca un hombre solitario, puesto que vive en un trato continuo con Dios, que está junto a nosotros y en los cielos.
Sine intermissione orate, manda el Apóstol, orad sin intermisión. Y, recordando ese precepto apostólico, escribe Clemente Alejandrino: se nos manda alabar y honrar al Verbo, a quien conocemos como salvador y rey; y por Él al Padre, no en días escogidos, como hacen otros, sino constantemente a lo largo de toda la vida, y de todos los modos posibles.
En medio de las ocupaciones de la jornada, en el momento de vencer la tendencia al egoísmo, al sentir la alegría de la amistad con los otros hombres, en todos esos instantes el cristiano debe reencontrar a Dios. Por Cristo y en el Espíritu Santo, el cristiano tiene acceso a la intimidad de Dios Padre, y recorre su camino buscando ese reino, que no es de este mundo, pero que en este mundo se incoa y prepara.
Hay que tratar a Cristo, en la Palabra y en el Pan, en la Eucaristía y en la Oración. Y tratarlo como se trata a un amigo, a un ser real y vivo como Cristo lo es, porque ha resucitado. Cristo, leemos en la Epístola a los Hebreos, como siempre permanece, posee eternamente el sacerdocio. De aquí que puede perpetuamente salvar a los que por medio suyo se presentan a Dios, puesto que está siempre vivo para interceder por nosotros.
Cristo, Cristo resucitado, es el compañero, el Amigo. Un compañero que se deja ver sólo entre sombras, pero cuya realidad llena toda nuestra vida, y que nos hace desear su compañía definitiva. El espíritu y la esposa dicen: ven. Diga también quien escucha: ven. Asimismo el que tiene sed, venga; y el que quiera, tome de balde el agua de vida, la felicidad eterna... Y el que da testimonio de estas cosas dice: ciertamente, vengo pronto. Así sea. Ven, Señor Jesús.