Como en una película: Un viaje a la voluntad del Padre

Nos adentramos en el viaje de la Sagrada Familia a Jerusalén y en los días en que Jesús permaneció solo en la Ciudad Santa

Viajar para un niño es sinónimo de aventura. Los días anteriores a la salida están marcados por la emoción de descubrir territorios inexplorados, o bien por las ganas de volver a ver un lugar asociado a gratos recuerdos. El trayecto de ida suele hacerse más bien largo. Los minutos pasan lentamente, al ritmo de continuos “¿cuánto falta?” dirigidos a sus padres. Apenas logra dormirse un rato, hasta que finalmente oye un “¡ya estamos llegando!” que le despierta y le hace estar bien atento a todo lo que ve pasar. Después, las jornadas pasan más rápido de lo que uno desea, y casi sin darse cuenta se halla otra vez haciendo las maletas y emprendiendo el viaje de regreso a casa.

La emoción de Jesús

Se puede suponer que el Niño Jesús también experimentó esta misma sensación que tantos hemos tenido. La Ley del pueblo judío establecía que todo varón del pueblo de Israel acudiese a Jerusalén tres veces al año, pero la interpretación común de los doctores permitía reducir a una las visitas anuales para quienes residiesen fuera de Judea. El precepto no obligaba a las mujeres ni a los niños menores de trece años, pero sabemos que la Sagrada Familia iba «todos los años a Jerusalén para la fiesta de la Pascua» (Lc 2,41).

Ese viaje era un acontecimiento que rompía la rutina de la vida en Nazaret. Aquellos eran días muy especiales: el viaje en caravana hacia Judea, el paso por los pueblos, el encuentro con parientes, la vista de las murallas de la Ciudad Santa a lo lejos... La Virgen y san José quizá entretenían al Niño Jesús explicando las tradiciones de su pueblo y contando historias de sus antepasados. Al divisar la Ciudad de David los peregrinos se llenaban de emoción y surgía espontáneo el canto del salmo: «¡Qué alegría cuando me dijeron: “Vamos a la casa del Señor”! Ya están pisando nuestros pies tus umbrales Jerusalén» (Sal 122,1-2). Podemos pensar que el Niño Jesús no solo participaba de esa emoción, sino que la viviría de un modo especialmente intenso.

Así fue también cuando Jesús había cumplido ya doce años. Aunque había crecido mucho y estaba llegando al final de la etapa de la infancia, todavía era un niño. En cualquier caso, por el curso que tomará el relato, es fácil pensar que Jesús había esperado con gran ilusión ese momento. Intentaría combatir la monotonía de la caravana yendo de grupo en grupo, como cualquier chico de su edad, inventándose algunos juegos con sus amigos. Al final del día se reuniría con sus padres para descansar en un ambiente de mayor intimidad. Y así hasta que finalmente llegaron a Jerusalén, que despertaría en él el deseo de descubrir nuevos rincones.

Como de costumbre, los días pasaron increíblemente rápido: llegaba el momento de volver a casa. Mientras se ultiman los preparativos se suceden las despedidas –“¡buen viaje!”, “¡hasta el año que viene!”– y los peregrinos emprenden el trayecto de retorno. En alguna ocasión todos habremos vivido de primera mano el caos que puede rodear el comienzo de un viaje: prisas por salir cuanto antes, problemas para meter todo el equipaje, opiniones sobre cuál es la ruta más rápida, imprevistos de última hora… Pues un ambiente similar debía de reinar en aquellos instantes en muchas callejuelas de la ciudad santa. Podemos imaginarnos que Jesús, en medio de ese ambiente, se aleja tranquilamente sin que nadie lo note: desea cumplir la voluntad de su Padre.

Sufrimiento de María y José

El nerviosismo inicial de la partida da paso a la serenidad, una vez que la caravana consigue salir de Jerusalén. José y María pueden finalmente descansar un rato después de tanto ajetreo. José piensa que Jesús se encuentra con su madre, pues todavía tiene esa edad que le permite ir con ella; María, por su parte, supone que se encuentra yendo de arriba para abajo con sus amigos, como quizá siempre había hecho. Pero al llegar la tarde ven que Jesús no aparece. Comienzan entonces a preguntar a los distintos grupos: «¿Habéis visto a Jesús? ¿Sabéis dónde puede estar?». Después de dirigirse a sus amigos comienzan a intuir la tragedia: nadie le ha visto en todo el día. Todo parece indicar que se ha quedado en Jerusalén.

Para unos padres perder a un niño es algo terrible. «¿Qué le habrá pasado? ¿Con quién estará?». En las almas santas de María y José entra de lleno la angustia[1]. En ese momento quizá se sintieron negligentes en la misión recibida de Dios. La armonía que hay en ese matrimonio se manifiesta también en esta hora tan dura y quizá cada uno intenta consolar y disculpar al otro. «Llora María. (…) José, tras hacer inútiles esfuerzos por no llorar, llora también»[2]. Tienen el alma partida de dolor, pero no se detienen en inútiles pensamientos de tristeza paralizante: toman sus cosas y deciden sobre la marcha regresar a Jerusalén para buscar a Jesús.

Dios permite la prueba y al mismo tiempo ofrece siempre su gracia. En ocasiones, de una manera o de otra, las personas pasan por momentos de dificultad en los que les parece que se están alejando de Dios. Son tiempos duros, en los que se sufre. La sospecha de no agradar a Dios hace que se padezca terriblemente. El sufrimiento de la Virgen y de san José por la pérdida de Jesús es superior al que hayan podido pasar otros santos, porque… ¿quién puede medir el amor de María y de José por Jesús? ¿Puede haber en la historia padres que hayan amado a sus hijos como ellos querían a Jesús? A los dos, concretamente, les pesa además la responsabilidad recibida de Dios de ser los custodios del Salvador de la humanidad. Y tienen que pasar dos largas noches, en las que no consiguen descansar, y un día entero con esta angustia, sin saber cuáles serán los planes de Dios. Quizá María, y también José, se acuerda de la profecía de Simeón: «Una espada traspasará tu alma» (Lc 2,35).

«Si un día nos ocurriera una cosa de este estilo, perder a Jesucristo, que tengamos la humildad de reconocer que nos hemos equivocado, y queramos volver a andar por la senda que él nos ha marcado. Eso no sucederá; pero, si alguna vez sucediere, todos te pedimos, unánimemente, el sentido de responsabilidad; y la alegría de la vuelta, de la entrega, de la lucha, de la victoria; porque Dios no pierde batallas y, si nos unimos a Dios Nuestro Señor, podemos volver al buen sendero, y seguir adelante, triunfadores»[3].

Sufrimiento de Jesús

Mientras tanto… ¿qué ha pasado con Jesús? El Niño ha tomado la resolución de quedarse en el Templo. Durante el día pregunta y habla con los maestros de Israel, hasta que se hace tarde. El Evangelio no nos dice dónde ni cómo pasó aquellas noches en las que José y María le buscaban. Quizá fue a alojarse al mismo sitio donde había estado los días precedentes, o tal vez fue invitado por algún rabí a permanecer con su familia. Muy probablemente era la primera vez que pasaba una noche fuera de la compañía de sus padres. Solo esto para un niño de doce años es ya algo relevante. Pero en este caso Jesús sabía además que sus padres empezarían a buscarlo sin encontrarlo.

El Niño es Dios… y es también perfecto hombre. El corazón de Jesús es el corazón humano de un Dios que es Amor. Jesús, como hombre, tiene una sensibilidad humana perfecta: la sensibilidad de un niño de doce años que sabe que sus padres están angustiados buscándole. Más tarde demostrará tener un corazón que hace suyo el dolor ajeno: resucita a un muerto al ver llorar a aquella viuda que acaba de perder su hijo único (cfr. Lc 7,11-16); se compadece de las gentes porque las ve como ovejas sin pastor (cfr. Mt 9,36); se conmueve ante la generosidad de una mujer pobre que echa en el gazofilacio todo lo que tiene (cfr. Mt 12,41-44); llora ante la muerte de su amigo Lázaro y el sufrimiento de sus hermanas (cfr. Jn 11,35).

Quien años más tarde llorará por Jerusalén y por su amigo Lázaro, ¿no habría sufrido de algún modo también con la separación que experimentaron sus padres? No ha habido ni habrá ningún niño que haya querido más a sus padres de lo que Jesús amaba a su Santísima Madre y a san José. Podemos pensar que le dolería saber que sus padres estaban apenados y llorando. Con todo, no era la primera vez que el claroscuro de los planes de Dios se hacía presente en las vidas de José y de María.

Esa ocasión tampoco sería la última vez que Jesús sufriría por cumplir la voluntad de su Padre. Durante los cuarenta días en el desierto rechazó los caminos que el diablo le iba poniendo por delante, porque se alejaban de lo que el Padre había pensado para él (cfr. Mt 4,1-11). Más adelante volvería a experimentar la soledad cuando los discípulos le abandonaron, al no entender en qué consistía esa voluntad (cfr. Jn 6,60-66). Y antes de la Pasión lo vemos en agonía con el rostro en tierra suplicando a su Padre que aparte de él el cáliz, pero rezando: «No se haga mi voluntad sino la tuya» (Lc 22,42).

«Es el alimento de Jesús, y es también el camino del cristiano. Él abrió camino para nuestra vida; y no es fácil hacer la voluntad de Dios, porque cada día se nos presentan en una bandeja muchas opciones: haz esto que está bien, no es malo»[4]. Por eso, podríamos preguntarnos: «¿Es la voluntad de Dios? ¿Cómo hago para cumplir la voluntad de Dios? He aquí, por lo tanto, una sugerencia práctica: ante todo, rezar y pedir la gracia de querer hacer la voluntad de Dios»[5].

¿Por qué?

Al fin, al tercer día de búsqueda, «lo encontraron en el templo, sentado en medio de los maestros, escuchándolos y haciéndoles preguntas» (Lc 2,46). Se sorprendieron al verle ahí sentado, causando la admiración de todos. Pero por encima del asombro estaba la inmensa alegría del reencuentro. También Jesús sentiría esa misma sensación de alivio, al mismo tiempo que daría gracias internamente a su Padre, pues de algún modo cesaba el sufrimiento de la prueba para José y María.

Es fácil imaginar la emoción de ese instante, como quizá hemos vivido nosotros escenas de reencuentro familiar. La Sagrada Familia se uniría en un fuerte abrazo, y probablemente habría más de alguna lágrima. Sin embargo, el evangelista pasa rápidamente a recoger el diálogo entre María y el Niño:

–«Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Tu padre y yo te buscábamos angustiados».

La respuesta de Jesús –las primeras palabras suyas que la Escritura recogen de él– nos resulta desconcertante:

–«¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?» (Lc 2,49).

Entendemos bien que Jesús se dedicara a los asuntos de su Padre. María y José estaban en condiciones de comprender eso y, por supuesto, de secundarlo. Lo que puede que no se entienda igual de bien es por qué lo hizo de este modo. ¿Por qué quedarse sin decir nada? ¿No se podría haber obtenido el mismo resultado sin causar la pena de la pérdida? ¿No podía haberles advertido de algún modo? La falta de respuesta a estos interrogantes nos muestra que los planes divinos responden a una lógica más amplia que la de los hombres. Acoger con fe este modo de obrar del Señor significa adentramos en la experiencia que han recorrido los santos, que son aquellos que han permanecido más cerca de Dios, quienes se han asociado más íntimamente a su voluntad. «Fijaos: si Dios ha querido ensalzar a su Madre, es igualmente cierto que durante su vida terrena no fueron ahorrados a María ni la experiencia del dolor, ni el cansancio del trabajo, ni el claroscuro de la fe. (…) Entendemos un poco más la lógica de Dios; nos damos cuenta de que el valor sobrenatural de nuestra vida no depende de que sean realidad las grandes hazañas que a veces forjamos con la imaginación, sino de la aceptación fiel de la voluntad divina, de la disposición generosa en el menudo sacrificio diario»[6].

San Lucas aclara que «ellos no comprendieron lo que les dijo» (Lc, 2,50). A la vez, también dice que María ponderaba esas cosas en su corazón (cfr. Lc 2,51), y es fácil imaginar que las seguiría meditando durante su vida. Con Jesús a su lado, María y José irían comprendiendo progresivamente tantos aspectos del alcance de la misión y de los movimientos de su Hijo. En cualquier caso, la escena que hemos contemplado de algún modo nos da cierto consuelo para cuando, en momentos determinados, nosotros no alcanzamos a vislumbrar del todo el sentido de un suceso o de una circunstancia. El modo habitual de reaccionar de la Virgen nos da la clave para poder afrontar estas situaciones cuando lleguen: «Conservaba todo esto en su corazón» (Lc 2,51). Y más adelante esta actitud se llevaría el elogio de su Hijo: «Estos son mi madre y mis hermanos: quien hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre» (Mc 8,34-35).


[1] Cfr. Santo Rosario, V misterio gozoso.

[2] Ibíd..

[3] De nuestro Padre, Meditación, 2-X-1956.

[4] Francisco, Homilía, 27-I-2015.

[5] Ibíd.

[6] Es Cristo que pasa, n.172.

Eduardo Baura / Photo: Wolfgang Kuhnle - Unsplash