Nací en Costa Rica. Aunque mi mamá es de religión luterana, mis hermanos y yo fuimos bautizados en la Iglesia Católica, hicimos la Primera Comunión y recibimos el Sacramento de la Confirmación. Pero, que yo recuerde, recibimos muy poca instrucción religiosa: sólo me acuerdo que mi abuelita y mis tías paternas rezaban el Rosario.
Los domingos, mis hermanos y yo nos íbamos con el jardinero o con una empleada doméstica que trabajaba con la familia –buenos católicos, a quienes les estoy muy agradecida– a la Santa Misa. En la escuela tuve un maestro que nos hacía llevar flores a la Virgen en mayo; como teníamos un jardín enorme, lleno de flores, a mí me gustaba mucho esa costumbre. Reconozco que desde pequeña tenía una inquietud grande por Dios. Antes de hacer mi Primera Comunión –tendría unos seis años–, me enteré que unas monjas que dirigían un colegio cerca de mi casa tenían Misa a las seis de la mañana. Yo me levantaba temprano e iba a tocar el timbre de su casa, que para mi estatura estaba muy alto. Al principio, las monjas se extrañaron, pero luego se acostumbraron a esa niña rubia, con el pelo casi blanco, que las acompañaba a Misa todas las mañanas.
A los once años tuve una gripe y me dieron aspirina y sulfamidas. Sufrí una reacción agresiva: lo que se llama síndrome Steven Johnson, una enfermedad inmunológica que ataca las mucosas del cuerpo. Recuerdo que perdí toda la piel y tuve unas ampollas, como si me hubiera quemado. Hay personas que al sufrir esta enfermedad llegan a carbonizarse. Tuve tres paros totales de tres o cuatro minutos cada uno. Doy gracias a Dios, porque en esa época, el 96% de los casos de esta enfermedad era mortal. Al fin me recuperé y se me pasó la reacción.
Más tarde, mi papá fue nombrado Embajador de mi país en Taiwán; cuando estábamos allá, llegó una tía a vernos. Ella era muy piadosa y rezaba el Rosario todos los días. Me enseñó a rezar esa devoción mariana y me quedé con la costumbre de rezarlo, aunque no sabía muy bien por qué.
Al terminar el bachillerato fui a estudiar a Estados Unidos. Cuando regresé, conocí al que ahora es mi esposo. Su familia sí practicaba la fe. Me invitaron a un Cursillo de cristiandad y, aunque pienso que asimilé poco, seguía inquieta y atraída por todo lo que fuera espiritual. Tuve dos hijas; después de nacer la segunda, se reactivó la enfermedad y perdí el ojo izquierdo. El derecho me siguió dando muchos problemas.
En esa época mi cuñada, que siempre fue muy buena conmigo, me pedía que la acompañara a Misa. Al principio acudía por consideración con ella, si bien no del todo a gusto. Luego me invitaron a un retiro, y siempre por educación, dije que sí. En esos días oí hablar mucho de la Santísima Virgen. Recuerdo que le pedí a Dios de todo corazón quererla como veía que la querían las señoras que coincidieron conmigo en ese retiro. Como seguía con inquietudes, anduve buscando por distintos lados; incluso llegué a asistir a un grupo de otra religión –de los que sigo siendo muy amiga– aunque me alejé de ellos.
Cuando pienso en mi camino hacia la fe, recuerdo lo que decía San Josemaría: que el Espíritu Santo va actuando en el alma bautizada, aunque ella no se da cuenta. Yo creía en Dios, no sabía nada de Jesús ni de la Virgen: sólo lo que he contado. Sin embargo, Dios fue poniendo personas buenas a mi alrededor: mis tías, el jardinero o la empleada que me llevaban a Misa, el maestro que me enseñó a presentarle flores a la Virgen, mi cuñada… Todas ellas influyeron en mí y me fueron llevando poco a poco hasta el encuentro con Dios. De hecho, aunque iba a Misa, no acudía al Sacramento de la Penitencia: casi lo desconocía. En una ocasión, en una reunión social coincidí con el que era por entonces secretario del Nuncio Apostólico en mi país, que era muy conocido nuestro. El hizo un comentario muy positivo sobre el Opus Dei y sus palabras me impresionaron mucho y se me quedaron grabadas. Me quedé con el deseo de saber algo más sobre la Obra.
Un poco antes del fallecimiento de mi hermano, en 1998, conocí a varias personas del Opus Dei. Me regalaron una estampita del entonces Beato Josemaría y me invitaron a colaborar en una labor para personas de escasos recursos económicos. Me encantó sentirme útil y echar una mano en una tarea tan necesaria. Un día fui a una meditación que había en un Centro con ocasión de la Novena a la Inmaculada. Oyendo esa plática pensé para mis adentros: "–Después de tanto buscar, hoy he llegado a mi casa, ¡he encontrado lo que buscaba!"
Me confesé y me sentí muy liviana, totalmente aliviada: como si me hubieran quitado de encima una gran carga. Empecé entonces a participar en los medios de formación cristiana –¡aprendí tantas cosas sobre mi fe que no sabía!– y unos años después pedí la admisión en el Opus Dei.
Cuántas gracias a Dios doy por todo lo que he aprendido y por todo lo que me han ayudado en la Obra, sobre todo a llevar del mejor modo posible mi enfermedad y mis limitaciones, y a luchar por santificarme con ellas. En este año 2008, después de dos trasplantes de córnea, tuvieron que sacarme el ojo derecho. Sé que muchas personas rezaron a Dios, por intercesión de don Álvaro del Portillo, para que no perdiera el único ojo que me quedaba, pero Dios me ha hecho otro favor a cambio de éste: me ha hecho entender lo que San Josemaría decía: que estar en la Cruz con Jesús, es encontrar la alegría. Y estoy feliz, aunque de vez en cuando le pregunto a don Álvaro en broma: "–Don Álvaro del Portillo, ¿que pasó con mi ojillo?" Vivo contentísima, con mucha paz, y la circunstancia de mi ceguera la estoy aprovechando para hacer mucho apostolado con mis amigas y tratar de acercarlas a Dios, para que sean al menos tan felices como yo.