Almas de oración

Al igual que Jesucristo se retiraba con frecuencia a solas para hablar con su Padre Dios, también nosotros necesitamos algunos momentos diarios, dedicados al trato con Dios. Estos ratos de quietud son el lugar en el que se despliega y crece nuestra amistad con Jesucristo, a través de una conversación sencilla, en la que le abrimos el alma de par en par.

Todos guardamos en nuestro interior, como algo íntimo y familiar, una serie de recuerdos imborrables. Aunque pase el tiempo y dejemos de mirar adentro, ahí están, y saldrán a flote en el momento más insospechado. 

Quizá entre esos recuerdos tengamos la suerte de encontrar momentos de confidencia de una madre, un hermano o una abuela, que nos compartían parte de su tesoro particular. Es posible que fuera ese el escenario de la primera vez que recordamos habernos dirigido a Dios con las palabras que nos prestaron. O tal vez fue años después cuando un amigo, o una circunstancia fortuita, nos abrió la puerta al diálogo íntimo con Dios.


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Sea cual sea ese momento, ¿acaso no nos sorprendió cuando -por vez primera- fuimos conscientes de que es posible hablar personalmente con Dios? Y más aún… ¡escucharle! Probablemente entonces pensamos que una relación personal, cercana, con Dios era algo reservado para gente vip, para personas de una categoría especial dentro de la Iglesia, aunque nos dijeran lo contrario… quizá hasta aún lo pensemos. 

Pero esa posibilidad nos atrajo, sabiendo que no puede haber amistad como la suya, que él es el primer interesado en mantener esa relación y que solo Dios puede llenar el anhelo de plenitud de nuestro corazón.

El Evangelio nos cuenta que una vez los apóstoles, atraídos quizá por el modo de rezar de su maestro, pidieron a Jesús: “enséñanos a orar”[1]. No es difícil suponer que, al oír por primera vez el Padrenuestro, se ilusionaran ante la posibilidad de dirigirse a su Padre Dios con esa confianza, cuando antes no se consideraban dignos de pronunciar su nombre por la profunda reverencia que los buenos judíos tenían a Dios.

Compartir la vida con Cristo

Siglos después, en los comienzos de la Obra, san Josemaría también rompió esquemas a su alrededor al recordar con el Evangelio la llamada a la vida contemplativa a través de la vida ordinaria. Así, abría horizontes a quienes se acercaban a su apostolado, llenando de ilusión a los primeros de san Rafael con una invitación a ser almas de oración: "Al regalarte aquella Historia de Jesús, puse como dedicatoria: Que busques a Cristo: Que encuentres a Cristo: Que ames a Cristo". — Son tres etapas clarísimas. ¿Has intentado, por lo menos, vivir la primera?[2]. Muchos siguieron esa invitación, recorriendo el camino de su vida cristiana en medio del mundo tratando de permanecer siempre en diálogo con el Señor.

Desde entonces, muchas personas nos hemos acercado al espíritu de la Obra atraídas por este mensaje, queriendo dar a cada instante de nuestra vida su más pleno sentido, viviéndola con Dios. Personas de toda condición, con un profundo deseo de vivir una vida plena, auténtica, muchos ya desde la juventud[3], acuden a los medios de formación cristiana que se ofrecen en la Obra buscando guía y alimento para su vida interior. 

“Con el buen aprovechamiento de los medios de la obra de San Rafael, reciben una sólida formación doctrinal, aprenden a ser almas de oración, a vivir en presencia de Dios en medio de los quehaceres ordinarios de cada día, a dar sentido cristiano a su trabajo –intelectual o manual– y a tener espíritu de sacrificio”[4].

Así, a lo largo del día procuramos compartir con el Señor lo que tenemos por delante, nuestras ocupaciones, nuestros proyectos e inquietudes, ofreciéndole lo que tenemos y pidiéndole que ilumine nuestras acciones con su inspiración y con su ayuda[5], para ser a la vez testigos de la luz de Cristo entre las personas que nos rodean. 

Tratamos de ser conscientes de que Dios está siempre pendiente de nosotros, y de corresponder a su Amor dándole gracias muchas veces al día, pidiéndole perdón cuando nos hemos olvidado de Él o de quiénes somos para Él, cultivando de este modo la presencia de Dios.

Un diálogo auténtico

No obstante, al igual que el mismo Jesucristo se retiraba con frecuencia a solas para hablar con su Padre Dios, también nosotros necesitamos “algunos ratos diarios, dedicados exclusivamente al trato con Dios; momentos de coloquio sin ruido de palabras, junto al Sagrario siempre que sea posible, para agradecer al Señor esa espera —¡tan solo!— desde hace veinte siglos”[6]

Estos ratos de quietud son el lugar en el que se despliega y crece nuestra amistad con Jesucristo, a través de una conversación sencilla, en la que le abrimos el alma de par en par, sin miedos, sabiéndonos ante quien más y mejor nos quiere, y siendo conscientes de que él ya está en nuestro interior para alentar, iluminar e infundir su gracia en todo momento. 

En esos tiempos de oración, podemos experimentar esa cercanía de Jesucristo y descubrir que es Él mismo quien busca llenar cada vez más nuestro corazón, para volcar en él todo su amor, y para dilatarlo y meter en él a muchas personas.

Por desgracia, sabemos que no es tan fácil hacer oración y, ya estemos al principio del camino o hayamos recorrido cierto trayecto, siempre tenemos el deseo de aprender a hacerla. Quizá nos ayude pararnos a reflexionar sobre el modo en que la hacemos, o cómo nos gustaría que fuesen esas conversaciones de amistad con Él.

Un buen punto de partida puede ser pensar en algún tema que ocupe en esos momentos nuestro corazón. Hablamos así de nuestra vida: lo que nos ilusiona, lo que nos preocupa, lo que tenemos entre manos. Puede ocurrirnos en ocasiones que tenemos algo que nos reconcome por dentro y, en cambio, hablamos con Él “de pájaros y flores”, quizá porque nos falta confianza en que realmente a Dios le importa todo lo nuestro, o por miedo a afrontar la complejidad de la propia vida. 

Puede que no sepamos cómo dialogar con el Señor sobre esa u otras cosas. Nos puede servir considerar que Dios siempre está de nuestra parte y que siempre le importa lo nuestro. Por esto, con sencillez podemos decirle: Señor, lo que me preocupa es esto, ¿qué hacemos? ¿dónde estás Tú aquí?; o bien contarle lo que hemos vivido, las pequeñas dificultades que hemos encontrado y cómo las hemos llevado, preguntándole a la vez qué nos dice Él de todo eso o de lo que tenemos por delante, tratando de ver todo desde la mirada de Dios.

El Señor nos habla a través de la Sagrada Escritura, de las enseñanzas de los pastores de la Iglesia y de los santos, y también a través de los acontecimientos de cada jornada. Por esto en cada rato de oración es importante que estemos atentos, abiertos para escuchar a Dios y comprender su acción en nuestra vida, dispuestos a “complicarnos” la vida pensando en cómo afrontar la realidad de un modo más cristiano, de acuerdo a nuestra propia identidad de hijos de Dios. 

En el Evangelio el Señor nos invita a ser audaces y valientes, y la oración es un buen lugar para iniciar esta transformación de la mente y de los sentidos. Se habla así del “combate de la oración” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2726) pues en esos momentos -con la gracia de Dios- podemos atrevernos a escuchar, a descubrir y entrar con más profundidad en el corazón de Dios, donde encontraremos sus ilusiones para nosotros y con nosotros, y no de modo teórico o abstracto sino real, comprometiéndonos con Él a luchar en un punto concreto que sabemos que hemos de cambiar, algo pequeño que espera que le entreguemos o que sabemos que nos hará bien a nosotros o a quienes tenemos cerca, sabiendo que como Padre nos acompaña, nos da su fuerza y nos mira con comprensión y cariño.

Puede ayudarnos mirar el ejemplo de Nuestra Madre: cuando el Evangelio recoge que “conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón”[7], nos dice que estaría habituada a plantearse qué significaban las cosas que le pasaban, cómo podían acercarle a Dios, qué le pedía a través de esas circunstancias en las que se encontraba. Podemos, pues, aprender de Ella a cultivar esa disposición habitual de escuchar, de descubrir el sentido de las cosas, el modo de colaborar en los planes de Dios, y todo esto con una escucha activa y con el deseo profundo de aprovechar todas las oportunidades de amar, de decir que sí a Dios con confianza.

El momento de escuchar a Dios

Es común que en ocasiones sea fácil percibir la presencia de Dios, por ejemplo ante una experiencia muy positiva o en momentos de meditación. En otros, en cambio, se nos hará difícil “escuchar a Dios”. ¿Qué hacer entonces? Una primera cuestión es plantearnos por qué nos cuesta escucharle en esos momentos, pues es posible que -por innumerables razones: ajetreo, acumulación de tareas, un cierto descuido, etc.- nos falte la disposición adecuada para interpelar al Señor. 

Ese estado interior puede incluso reflejarse en las relaciones con los demás, también con una dificultad para la escucha. Por esto podemos preguntarnos: ¿Cómo procuro escuchar de modo habitual a quienes tengo cerca? ¿No será que pretendo escuchar a Dios cuando no soy muy capaz ahora mismo de escuchar a los demás? Así nos aconseja el Papa León: Es importante que todos aprendamos cada vez más a escuchar, para entrar en diálogo. 

En primer lugar, con el Señor: escuchar siempre la Palabra de Dios. Luego, también escuchar a los demás: saber construir puentes, saber escuchar para no juzgar, no cerrar las puertas, pensando que nosotros tenemos toda la verdad y que nadie más puede decirnos nada[8]

Este es un buen camino para acostumbrar nuestro oído a la escucha: evitar quedarnos encerrados en nosotros mismos y en nuestras ideas, evitar ceder al excesivo ruido interior por la hiperactividad en la que vivimos, o por la saturación de inputs que recibimos a diario por las redes sociales, la música, los juegos, etc. 

En este sentido, si aspiramos a tener vida de oración, es necesario educar y entrenar nuestros sentidos externos e internos para despertarlos y para que nos lleven a la unión con Dios. A eso también contribuye el cultivar el silencio interior con buenas lecturas (tanto de espiritualidad como literarias), contemplar la naturaleza, descubrir la belleza en las cosas pequeñas, y no pretender llenar todo el tiempo de actividad. 

El Espíritu Santo habita en nosotros y, por esto, necesitamos descubrir modos para que en el espacio interior de nuestra alma podamos recibir sus inspiraciones y, por tanto, escuchar la voz de Dios.

Supongamos que ya estamos poniendo esos medios… ¿Cómo podemos ahora escuchar lo que Dios quiera decirnos? Aunque Dios habla como quiere y cuando quiere, por nuestra parte podemos acudir a un recurso esencial: ¡la Palabra de Dios! Ese es un modo privilegiado para conocer el querer de Dios. Acudir al testamento que dejó él a nuestro nombre a través de los evangelistas es la principal enseñanza de la Iglesia, pues “¿qué es la Sagrada Escritura sino una carta de Dios omnipotente a su criatura?”[9]

No hay mejor guía para la oración y para la propia vida que la Vida de Jesucristo. “Al abrir el Santo Evangelio -aconsejaba san Josemaría-, piensa que lo que allí se narra (...) no sólo has de saberlo, sino que has de vivirlo. Todo, cada punto relatado, se ha recogido, detalle a detalle, para que lo encarnes en las circunstancias concretas de tu existencia. (...) En ese Texto Santo, encuentras la Vida de Jesús; pero, además, debes encontrar tu propia vida”[10]. Si vamos a la oración con deseo de cultivar nuestra amistad con Jesucristo, nada nos ayudará tanto a conocerle y tratarle, a identificarnos con Él, como la lectura y meditación del Evangelio.

Lógicamente, según el estado de nuestra alma, será conveniente que variemos nuestro modo de rezar si se nos hace difícil, monótona, cuando nos cueste más servirnos de la imaginación o convertir el ruido interior que quizá tenemos en parte de nuestra oración. 

A veces nos ayudará permanecer en actitud de adoración, darle gracias por tantas cosas, leer algún artículo o libro de espiritualidad sobre un tema que nos interesa, saborear alguna oración vocal como el Padrenuestro, pedirle por lo que nos preocupa o necesitamos, o simplemente estar a solas con quien sabemos nos ama[11] mirando al Sagrario -que nos vea buscándole-, manifestándole así cuánto le queremos, y que no le dejamos ante la primera dificultad. En cualquier caso, el Señor nos invita a no estancarnos, a no conformarnos, pues desea aumentar la intimidad con nosotros; por esto la oración está llamada a ser algo vivo.

Precisamente en la labor de san Rafael contamos con un medio orientado a enseñarnos a ser almas de oración: las meditaciones. Estos ratos de oración acompañados por la predicación de un sacerdote, a los que podemos acudir semanalmente, bien pueden guiar nuestra oración personal, abrirnos horizontes, enseñarnos a meternos en las escenas del Evangelio, etc., aunque nunca sustituirán el esfuerzo que hemos de poner nosotros, pues la oración a fin de cuentas es de tú a tú en el silencio de nuestra alma.

La oración, una necesidad vital

En el conjunto de los medios de formación que hay en la Obra, la oración personal es la clave para que todo lo que recibimos cale en nuestra alma: en ella nos detenemos a hablar con el Señor sobre lo que hemos oído en el círculo para aplicarlo a nuestra vida; ahí preparamos nuestras conversaciones de dirección espiritual y volvemos para hacer nuestros los consejos que nos han dado; de ella sale nuestro deseo de corresponder al Señor siendo más generosos a través de las colectas, dando de nuestro tiempo en las visitas a los pobres o en la catequesis; ahí se enciende nuestro deseo de hacer que otras personas se acerquen a Él, etc.

Poco a poco la oración se convierte así en una necesidad vital, al ser expresión de la amistad con Jesucristo, hasta el punto de notar que, cuando la abandonamos, lo demás no va, pues en la oración se renueva la misión que nos confía el Señor y por esto es el motor de nuestra vida. Cuando nos dejamos guiar por Él, nos ayuda a crecer hasta transformarnos en “una carta de Cristo” (2 Co 3,3) los unos para los otros -decía el Papa León-. 

Y es efectivamente así: nosotros somos tanto más capaces de anunciar el Evangelio cuanto más nos dejamos conquistar y transformar por Él, permitiendo a la potencia del Espíritu purificarnos en lo más íntimo, haciendo que nuestras palabras sean simples y sin doblez, nuestros deseos honestos y limpios, nuestras acciones generosas.[12]

[1] Cfr. Lc 11, 1.

[2] San Josemaría, Camino, 382.

[3] Cfr. Francisco, Audiencia general, 13.06.2018.

[4] San Josemaría, Cartas II, Carta n.º 7, n. 5.

[5] Oración tradicional recogida en la oración colecta de la misa del jueves después de Ceniza; san Josemaría la incorporó a las preces de la Obra.

[6] San Josemaría, Es Cristo que pasa, 119.

[7] Lc 2, 19.

[8] León XIII, Homilía, 11.05.2025.

[9] Gregorio Magno, Carta a Teodoro médico del Emperador, Ep. V, 46 (CCL 140, 339).

[10] San Josemaría, Forja, 754.

[11] Cfr. Santa Teresa de Jesús.

[12] León XIII, Homilía en la Celebración Eucarística y toma de posesión en la Cátedra Romana como Obispo de Roma, 25.05.2025.