Desde pequeña, Ana Cecília sintió que había nacido para cuidar. Creció en Curitiba, en una familia católica y rodeada de hermanos mayores que la protegían. Aunque su infancia estuvo marcada por los juegos y los programas de televisión, hubo un momento en que todo empezó a tomar un rumbo distinto. A los 13 años, rodeada de amigas con las que compartía inquietudes, empezó a acercarse más a Dios. Fue entonces cuando nació en ella el deseo de ser monitora y cuidar de las niñas más pequeñas. Sin saberlo, esa chispa de servicio marcaría el resto de su vida.
"Aquí es donde necesito dar un salto en la oscuridad, es el momento de decir sí, y luego la luz se irá encendiendo y veré con más claridad".
A los 15 años, decidió que su tiempo como alumna en el club había terminado. “Ahora quiero ser monitora de verdad”, se dijo. Empezó a recibir formación y a profundizar en su fe. Fue en ese camino donde conoció el Opus Dei, aunque en realidad, siempre había estado cerca de él: su padre y su hermano ya formaban parte de la Obra. Para ella, vivir su relación con Dios en medio del mundo fue algo natural.
Pero no solo quería crecer espiritualmente, también quería cambiar el mundo. La pregunta era: ¿cómo hacerlo? Dudó entre pedagogía y medicina, pues ambas le parecían caminos para transformar vidas. Finalmente, se inclinó por la medicina, aunque en un inicio no estaba segura. “Voy a probar”, pensó. Y a medida que avanzaba en la carrera, se dio cuenta de que había tomado la decisión correcta: cada paciente era una oportunidad de servir, de cuidar y de ver en ellos “a otro Cristo”.
A los 17 años, empezó un discernimiento vocacional. Siempre había imaginado casarse y tener hijos. Incluso tenía los nombres pensados. Pero, en su interior, Dios la llamaba a algo más grande. “Si Tú pusiste este deseo en mi corazón, ¿cómo vas a permitir que se realice si parece que me llamas a una entrega total?”, se preguntaba.
Fue entonces cuando entendió que su sueño de maternidad podía multiplicarse. No tendría hijos propios, pero su entrega ayudaría a muchas otras personas a formar sus propias familias. Y así, con más preguntas que certezas, dio un salto en la oscuridad y dijo sí. Con cada paso, la luz se encendió y la certeza creció en su corazón: la verdadera felicidad estaba en sentirse “amada por Dios, con locura”.