Fue en Madrid, el 2 de noviembre de 1948, en el Centro del Opus Dei en la calle Diego de León. Asistí a una tertulia con otros miembros de la Obra, en la que nos habló de fidelidad a la vocación y de convertir nuestra vida en un apostolado continuo. Después, Monseñor Escrivá de Balaguer tenía que ir a Molinoviejo, una casa de retiros que se estaba terminando de restaurar en las cercanías de Madrid, y nos dijo a tres de los presentes que podíamos acompañarle, si teníamos tiempo. Fue cantando durante el trayecto, y nos hizo ver la necesidad de estar muy contentos por ser hijos de Dios y por haber recibido la llamada al Opus Dei, para servir a la Iglesia y a las almas. Subrayaba con fuerza que debíamos dirigir a Dios todas las tareas y ocupaciones humanas; y ponía como ejemplo las canciones que acabábamos de escucharle, sorprendidos por su naturalidad, alegría y entusiasmo. Añadía que usaba las letras de esos cantos para su conversación con el Señor y con la Virgen.
Me mareé en el viaje, y tuvimos que detenernos para limpiar el interior del automóvil y mi ropa. El traje estaba completamente manchado, y me ayudó sin ninguna repugnancia. Al ver mi vergüenza, quitó importancia a lo sucedido, me trató con un cariño extraordinario y, ya de nuevo en el automóvil, hizo abrir la ventanilla, con la preocupación de que me diese el aire, aunque el frío le pudiese molestar.
Antes de mi mareo, había bromeado, señalando algunas de las pequeñas y destartaladas construcciones que se divisaban a lo lejos, como si fueran la casa de retiros; se divertía al ver nuestra cara de desilusión: "¡no, no es aquélla, todavía tenemos que llegar!" En cambio, luego estuvo pendiente de mi estado. Me preguntaba: "¿vas bien? No te preocupes, ya llegamos; no ha pasado nada. Cuando lleguemos te limpiarán el traje, tomarás alguna cosa que te calme el estómago y estarás mejor que antes".
Yo quedé admirado por la naturalidad tan paternal y maternal con que me trató; me hablaba como si nos conociéramos desde hacía muchísimo tiempo.
— Y, unos años después, cuando comenzó a trabajar junto a Monseñor Escrivá de Balaguer...
Desde que me nombró su secretario, siendo yo tan joven, me señaló: "todos los armarios y mesas que uso, puedes abrirlos y cerrarlos con toda libertad, y mirar todo lo que tengo". Para mí, fue una prueba de confianza inmerecida, si se piensa en la figura y en la categoría sobrenatural del Fundador del Opus Dei.
Cuando, en 1956, me designó Custos para los aspectos de carácter material, comprobé lo que alguna vez le había oído: que vivía como en una casa de cristal, porque los más próximos sabían cuándo se levantaba y se acostaba, si estaba en el oratorio o trabajando, cuándo comía, a qué hora salía de casa o con quién estaba; esta conducta se explicaba también porque era ordenadísimo y quería que, si se le necesitaba, se le pudiese localizar inmediatamente.
Al comenzar a trabajar a su lado en los años cincuenta, me parecía estar ante una persona humanamente llena de cualidades, que le hacían amable, afable, cariñoso, atractivo, servicial, pendiente de los demás, con capacidad de percibir las necesidades y los momentos en los que se atravesaba una preocupación; ante un buen maestro que sabía alentar y corregir; ante un superior que daba confianza a los colaboradores; y, sobre todo, ante un sacerdote y un Padre que, día a día, instante a instante, a través de su trabajo, se dedicaba con entereza a servir a Dios y a las almas, metido en una oración muy intensa.
Echevarría Rodríguez, Javier y Bernal Fernández, Salvador, Memoria del Beato Josemaría Escrivá, Rialp, 1ª. Edición, Madrid, 2000