A mediados de los años cincuenta después de Cristo, Suetonio escribe que el emperador Claudio «expulsó [de Roma] a los judíos que, impulsados por Chresto, provocaban altercados con frecuencia»[1]. A ojos de la autoridad romana, había un grupo motivado por un tal «Chresto», al que suponían vivo, aunque los de Jerusalén insistían en que había muerto crucificado: se trataba de los cristianos procedentes de Judea que posiblemente habían viajado a la capital del imperio para anunciar la vida de Jesús resucitado. Ellos habían comprendido que a aquella misión no estaban llamados solo los doce apóstoles, sino todos los discípulos de Cristo de todos los tiempos. Lo recuerda san Pablo a una de las primeras comunidades: «Sois una carta de Cristo» –les dice– que ha sido redactada en vuestros corazones «con el Espíritu de Dios vivo» (2 Cor 3,3). Todos estaban llamados a ser, con su vida, un mensaje para los demás escrito por el mismo Cristo.
En aquel grupo muchos estaban casados, como «el centurión Cornelio, que fue dócil a la voluntad de Dios y en cuya casa se consumó la apertura de la Iglesia a los gentiles (Hch 10,24-48); Aquila y Priscila, que difundieron el cristianismo en Corinto y en Éfeso y que colaboraron en el apostolado de San Pablo (Hch 18,1-26); Tabita, que con su caridad asistió a los necesitados de Jope (Hch 9,36)»[2]. Otros muchos, en cambio, no abrazaban el matrimonio por distintas razones, entre ellas, haber recibido el don del celibato, como una llamada a unirse también a ese aspecto de la vida de Jesús. Así relata Galeno –un famoso médico pagano– en torno al año 200 que también «hay entre ellos mujeres y varones que se han abstenido de la unión sexual toda su vida»[3]. En la misma época, san Justino da testimonio de lo mismo: «Muchos hombres y mujeres, ya septuagenarios, que son cristianos desde su juventud, se conservan vírgenes»[4]. ¿Qué había de novedoso en el mensaje o en el estilo de vida de aquellos cristianos, casados y solteros, viudos y célibes, para que hubiera hecho temer al mismo emperador?
Vivían bajo una nueva ley
«Haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19): con esta frase el Señor envía a los apóstoles –y nos sigue enviando– a todo el mundo. Además, Jesús añadió que, allí donde fueran, enseñasen «a guardar todo cuanto os he mandado» (Mt 28,20). Si estas palabras llegaron a oídos del emperador Claudio, sería comprensible que este se hubiera llenado de nerviosismo, pues Jesucristo estaba estableciendo una nueva ley que, al parecer, afectaba a cualquier territorio, incluido el suyo. El mandamiento de Cristo, sin embargo, era muy distinto de lo que quizá imaginaba: la ley de los discípulos –que les distinguiría si la vivían– no era otra que amar como Él mismo amó.
Jesús definió esa peculiar ley como el «mandamiento nuevo» (cfr. Jn 13,34) y, en buena medida, es siempre nuevo, pues no es sencillo aprender a amar así. Si observamos a nuestro alrededor, hay muchos cantos de sirena que nos invitan a vivir de otro modo, a amar a ídolos, interiores o exteriores. Y si miramos dentro de nosotros, también nos sobran motivos para evidenciar lo delicado que puede ser incluso amarnos así a nosotros mismos: con el paso del tiempo acumulamos tensiones, fracasos, miedos, que van golpeando nuestra propia autoestima. ¿Quién puede amar a Dios, a uno mismo y al prójimo como Jesús lo hizo?
Acoger la realidad como amada por Dios, sin devolver mal por mal, sin buscar la justicia por nuestra cuenta, tratando de ver cómo podemos amarla también nosotros, es parte de «guardar lo que él ha enseñado». En las bodas, los esposos se declaran mutuamente: «Yo te recibo a ti y me entrego a ti, y prometo serte fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, y así amarte y respetarte todos los días de mi vida». En cierto sentido, Dios realiza esto mismo con nosotros; nos promete que, junto a Él, toda realidad puede ser habitable. Incluso en lo más oscuro –desgracias, enfermedades, injusticias, infidelidades, fracasos– podemos descubrir un misterioso significado, una tenue luz y, con su ayuda, podemos comprender de qué modo «todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios» (Rm 8,28).
La beata Guadalupe[5] decía que, para realizar el apostolado del Opus Dei, estaría «contenta donde me necesiten»[6], pues sabía que cualquier circunstancia era propicia para vivir ese nuevo mandamiento de Jesús, esa nueva ley del amor que invita a todos a vivir en una lógica distinta. Por eso «su proyecto de vida quedó engrandecido al situarse dentro del plan divino: Guadalupe se dejó llevar por Dios, con alegría y espontaneidad, de un lugar a otro, de un trabajo a otro. El Señor potenció sus capacidades y talentos, desarrolló su personalidad y multiplicó los frutos de su vida»[7]. Las vidas de los santos nos recuerdan lo que es vivir bajo ese nuevo imperio que vence el egoísmo con el amor de Cristo que se encarna en los cristianos.
La llamada a la paternidad y maternidad espirituales
Por esto, es lógico que los discípulos hayan comenzado a ver con otros ojos a las personas; ya no veían distinciones nacionales o de cualquier otro tipo, sino buscaban amar desde el corazón misericordioso de Dios a judíos, samaritanos, galileos, romanos, griegos o persas. Imitando a Jesús, adquirían poco a poco un corazón de padre y de madre, pues estaban llamados a comunicar una vida nueva, a dar a luz en la fe a tantas personas. San Gregorio de Nisa señala que el motivo por el que Jesús fue célibe era precisamente que venía al mundo no para generar hijos nacidos de la sangre o de la carne (cfr. Jn 1,13), sino para darnos la vida sobrenatural, engendrándonos como hijos de Dios[8]. Todos los cristianos –seguidores de Jesucristo–, solteros y casados, estamos llamados a esa paternidad o maternidad espirituales.
Vivir ese nuevo tipo de paternidad o maternidad es la misión más alta de toda persona. Así como el Génesis subraya la vocación a la paternidad y a la maternidad físicas (cfr. Gn 1,28), se podría decir que los primeros discípulos, herederos de un nuevo género humano a partir de la Resurrección del Señor, fueron llamados a una nueva paternidad y maternidad en Cristo. La misma beata Guadalupe en varias ocasiones, al escribir a san Josemaría, no puede ocultar su alegría al ver crecer esta vida nueva en las personas que estaban a su alrededor, especialmente las estudiantes de la residencia en la que vivía: «A veces, al verlas a todas contentas y trabajando bien, nos parece que ya lo hemos conseguido todo, y nos olvidamos de que nuestra labor es nada menos que enseñarles a ser santas siéndolo nosotras»[9].
Los cónyuges reciben esa fecundidad especialmente a través de la gracia del matrimonio, pero no solo allí. Con el Espíritu Santo y los demás sacramentos, disponen siempre de luz y fuerza nuevas para cuidarse mutuamente y para educar a los hijos –cuando llegan– nutriéndolos con la vida de Dios. Quienes no tienen hijos también pueden descubrir esa fecundidad al encender el amor de Dios en personas y lugares que quizá no hubieran imaginado. Y es el mismo Espíritu Santo quien también concede una gracia especial a las personas solteras o a quienes han recibido el don del celibato: con ella imitan la vida de Cristo en el modo particular de cuidar y de dar la vida espiritual a tanta gente.
En la vida de Marcelo Câmara[10], supernumerario del Opus Dei que falleció muy joven, observamos clara esa paternidad espiritual. Cuenta un amigo suyo que, cuando se sentía triste, trataba de hablar con Marcelo: «Allí estaba yo –dice ese amigo al recordar uno de esos momentos–, experimentando una vez más esa sensación, como si por unos segundos hubiera sentido a Cristo muy cerca, cuidándome, animándome en mi fe. Un sentimiento de paz indescriptible»[11]. Algo similar recuerdan los alumnos de Arturo Álvarez[12], agregado del Opus Dei, ingeniero y profesor mexicano. En una carta que le escribieron, decían: «Un maestro es aquel que aparte de impartir su cátedra, da a sus alumnos parte de su propio ser, de su filosofía de vida y de su credo. Al dar su clase cada mañana vemos cómo en cada actividad busca la oportunidad de realizarse, de santificarse (…). Es un maestro que dejará una firme huella en nuestra vida»[13].
Una necesaria limpieza de corazón
Jesús, durante los delicados momentos de la Última Cena, dice a los apóstoles: «Vosotros estáis limpios»; aunque acto seguido añade: pero «no todos», en referencia a Judas (cfr. Jn 13,10). Hay aquí otra pista sobre esta nueva vida a la que invita a los apóstoles: un estilo de vida «limpio», es decir, coherente y en sintonía con Él, y que encuentra en el corazón de Jesús la mejor manera de amar a los demás. Y esta llamada es para todos, en cualquier estado en el que uno se encuentre. San Josemaría lo comprendió bien, por lo que escribió: «Os prometo un libro —si Dios me ayuda— que podrá llevar este título: “Celibato, Matrimonio y Pureza”»[14]. La limpieza de corazón es fuente de fecundidad para unos y para otros. Aunque el fundador del Opus Dei no llegó a escribir ese libro, deseaba expresar que todos pueden ser igualmente bendecidos con la fecundidad cuando encuentran la fuente de su vida en el amor de Dios y en el amor a los demás, en ese «nuevo mandamiento». A los casados les decía: «Yo veo el lecho conyugal como un altar»[15]. Y a los célibes: «¿Ansia de hijos?... Hijos, muchos hijos, y un rastro imborrable de luz»[16].
Quizás podemos comprender mejor esa «limpieza» de la que habla el Señor al mirar con un poco más de perspectiva la historia de Judas. Los elevados planes y ambiciones que albergaba estaban mezclados con una mundanidad a la que no quiso renunciar. Al final, sin sentirse bendecido ni siquiera con las treinta monedas de plata que él mismo negoció, acabó aborreciendo todo lo demás que tenía: ese dinero, el ser contado entre los apóstoles, y hasta su propia vida. Todo lo que se aleja de esa limpieza de corazón se termina por revelar como un vil engaño que nos defrauda, que nos aleja de nuestra verdadera felicidad. Las tentaciones de Jesús en el desierto son elocuentes en este sentido: muestran cómo el diablo, prometiendo algo de pan, de gloria y de honor, en realidad está interesado en que Jesús se desvíe y deje de realizar los planes divinos. El demonio es capaz de seducir con algo bueno con tal de desviar a alguien de la misión que da sentido a su propia vida. La tentación no reside tanto en «apropiarse» de unos bienes, pequeños o grandes, sino en que esos bienes nos atrapen y nos impidan dedicar las mejores energías al servicio de Dios y de los demás.
Esa «limpieza de corazón», aunque se fragua en el fondo del alma, se manifiesta también en el exterior, muchas veces en pequeños gestos. En la vida matrimonial puede ser vital el modo detallista de relacionarse, recordar aniversarios, sorprender al otro conociendo sus gustos, etc. En el matrimonio Alvira[17], por ejemplo, vemos cómo «al comprar su ropa, Paquita elegía frecuentemente colores que le gustaban a su marido»; y a su vez, «cuando iban al cine, Tomás se las ingeniaba para ir encantado a las películas… con las que sabía que ella disfrutaría más»[18]. La persona célibe también comunica, con palabras y actitudes, que está llamado a dar vida sobrenatural y que el amor de su vida tiene un nombre; aprende a ser comprensivo con todos, sensible a las necesidades de los demás; aprende también a no enviar mensajes equívocos, que puedan transmitir mal el compromiso de su vida y de su intimidad. «El celibato apostólico –afirma el Prelado del Opus Dei–, al comportar un compromiso de corazón indiviso para Dios, ha de notarse en un tenor de vida entregada, análogo al de una persona casada, que no se comporta como si no tuviera ningún compromiso»[19].
Cristo es la verdadera riqueza
Esa «limpieza» de la que Jesús habla en la Última Cena nos ofrece aún otra enseñanza. Sabemos que el hecho de que Judas no estuviera limpio se debió, al menos en parte, a que dejó crecer en su interior un afán desordenado por las riquezas (cfr. Jn 12,6). No sabemos qué cantidades de dinero manejaba el grupo de los doce. No sería una gran fortuna, pero sí tenían lo suficiente para valerse por sí mismos y para atender a los más necesitados. Cuando Jesús dice a Judas «lo que vas a hacer, hazlo pronto», los demás pensaron que, como tenía la bolsa del dinero, le estaba pidiendo que comprase lo necesario para la fiesta o que diera algo a los pobres (cfr. Jn 13,27-29).
Esa «limpieza» a la que el Señor invita a sus apóstoles incluye también el orden en nuestra relación con lo material; es un recordatorio elocuente de lo decisivo que es confiar en Dios y, por tanto, vivir con la convicción de que los bienes materiales están para impulsar nuestra misión espiritual. Al enviar a setenta y dos discípulos a anunciar el Reino, así como en muchos otros momentos, Jesús insiste en no cargar con cosas superfluas, en no atesorar sin sentido, en no preocuparse desordenadamente por los bienes de la tierra. Porque es fácil que nuestro corazón se aficione, se apegue a esas seguridades, que deje de brillar la tenue luz del Espíritu Santo para dar paso al falso resplandor de la avaricia. Por eso, no es extraño ver en los inicios de la Iglesia a los apóstoles repartiendo bienes a los más necesitados con magnanimidad (cfr. Hch 4,34; 24,17; 1Cor 16,1-4; Gál 2,10; y otros) y siempre, teniendo o no riquezas, mostrando cuál era la fuente esencial de su misión: «No tengo plata ni oro –dijo san Pedro a un paralítico–; pero lo que tengo, te lo doy: ¡En el nombre de Jesucristo Nazareno, levántate y anda!» (Hch 3,6).
El cristiano aprende a amar «en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad»: unos llegando a fin de mes haciendo malabares con las cuentas, otros buscando con creatividad cómo poner los bienes al servicio de los demás. El matrimonio Alvira señala que consiguió un verdadero «milagro económico»[20] al sacar adelante la carrera de todos sus hijos. Toni Zweifel[21], numerario suizo del Opus Dei, por su parte, también es recordado como alguien que «llevó una vida generosa y sobria»[22]; pero aquello era el fruto maduro de un recorrido que empezó siendo un joven profesional. Se cuenta que antes de descubrir su vocación como numerario contaba con un coche deportivo, un regalo de su padre como premio a su buen expediente de estudiante de ingeniería[23]. Cuando acogió el celibato apostólico, «muy pronto dio a entender a su padre que necesitaba un modelo de coche más adecuado a sus condiciones de vida, y consiguió que lo cambiara por otro más útil para la residencia: un Saab de siete plazas»[24] que resultó esencial en la vida de todos. En definitiva, aprendió a utilizar los bienes de modo que contribuyeran a reforzar su misión de apóstol.
Puestos a preferir, prefiere a los más débiles
Existe un rasgo peculiar del estilo de vida de un apóstol que es una consecuencia de los anteriores. Saberse apóstol, aprender a amar siempre y a todos como Cristo, vivir con un corazón limpio y anclado en los bienes de Dios, permite sentir predilección –también como Cristo– por los más débiles y necesitados. Jesús, en efecto, cura a los enfermos, alaba a los sencillos de corazón, se preocupa por los niños, se compadece de los pecadores. Se podría decir que, puestos a preferir, Jesús prefiere a los más débiles y a los más necesitados, a los que se sienten perdidos, en desventaja, desprotegidos. Cuando los discípulos de Juan Bautista quieren saber si él es el Mesías, les manda a decir: «Anunciadle a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia el Evangelio. Y bienaventurado el que no se escandalice de mí» (Mt 11,4-5).
¿Por qué Jesús nos pone en guardia frente a la posibilidad de escandalizarnos de Él? Quizá porque los hombres solemos tener otras prioridades. Se ha descrito el corazón humano como una «máquina de preferir y desdeñar»[25], y en buena medida es verdad, pues tendemos a querer lo que nos gusta y a rechazar lo que nos molesta. Tal vez nos surge de manera espontánea acercarnos a quienes nos benefician y alejarnos de quienes nos incomodan; queremos los primeros lugares y estamos dispuestos a atropellar a los demás para alcanzar algún bien. En cambio, los discípulos del Señor están llamados a ser aquellos que, habiendo purificado su corazón, sus afectos y sus sentidos, priorizan las personas y ámbitos que están más sedientos de la vida de Cristo; se dejan impresionar por lo que supone un tesoro para el Señor.
Pedro Ballester[26], por ejemplo, supo detectar «que había un niño de ocho años en el vecindario que no tenía con quien jugar. Aunque le llevaba varios años, Pedro le invitó a jugar a su casa. Desde entonces, aquel niño llamaba a la puerta de los Ballester con bastante frecuencia»[27]. También nosotros podemos detectar, entre los que tenemos cerca, a los más pobres de amor de Dios, es decir, a los tristes, cansados, inoportunos o descartados, por edad o enfermedad. «–Niño. –Enfermo. –Al escribir estas palabras –pregunta san Josemaría–, ¿no sentís la tentación de ponerlas con mayúscula? Es que, para un alma enamorada, los niños y los enfermos son él»[28].
En la Obra, san Josemaría también quiso que se cuidara de modo especial a los más necesitados. Por esto, enseñó a formar a la juventud atendiendo a los pobres, dando catequesis a los niños, impulsando iniciativas sociales en muy diversos ambientes. Y con sensibilidad paternal pidió a todos los miembros del Opus Dei que rezasen cada día a la Virgen la oración Memorarede san Bernardo («Acordaos», en castellano) pidiendo por la persona de la Obra que más lo pudiera necesitar. Isidoro Zorzano, que fue uno de los primeros miembros de la Obra, muestra cómo esa realidad la vivían ya durante la guerra civil española. Isidoro, que tenía libertad de movimientos por su nacionalidad argentina, podía visitar a los miembros del Opus Dei que estaban escondidos en Madrid. Entre todos, no esconde que tenía a un preferido: Vicente Rodríguez Casado. Decía Isidoro con sencillez: «Le veo con frecuencia y es el que está más solo»[29].
***
«Lo que ha de alumbrar tiene que arder»[30], dice un poeta contemporáneo. En efecto, el fuego interior de la vocación cristiana es aquello que necesitamos custodiar y alimentar para ser, como decía san Pablo a los de Corinto, «una carta de Cristo» que ha sido «escrita no con tinta sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra sino en tablas que son corazones de carne» (2 Co 3,3). Ese fuego, tanto en solteros como en casados, y en quienes han recibido el don del celibato, se enciende en el amor de Cristo, se propaga en otros fuegos, purifica el corazón, y busca dar calor a quienes más lo necesitan.
[1] Suetonio, Vitae XII Caesarum. Vita Claudii, XXVV, 3. En la versión original se lee: «Iudeos impulsore Chresto assidue tumultuantes Roma expulit».
[2] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 30.
[3] Galeno, Libro de sententiis Politiae Platonicae, recogido por Abu Al-Fida Ismail Ibn-Ali, Abulfedae Historia Anteislamica Arabice, F. C. G. Vogel, Lipsia 1831, 109. En la versión original se lee: «Sunt enim inter eos, et foeminae et viri, qui per totam vitam a concubitu abstinuerint». Galeno nació en Pérgamo (Turquía) alrededor del año 130 y falleció en el 201. Fue médico de la corte imperial en tiempos de Marco Aurelio, así como de su hijo Cómodo y de los siguientes emperadores.
[4] San Justino, Apologia I, 15, 6-7.
[5] Guadalupe Ortiz de Landázuri (1916-1975) fue una química y docente española, una de las primeras mujeres del Opus Dei, siendo numeraria. Destacó por su entrega a la educación y su labor evangelizadora en España y América Latina. Fue beatificada en 2019.
[6] María del Rincón, María Teresa Escobar, Letras a un Santo. Cartas de Guadalupe Ortiz de Landázuri a san Josemaría Escrivá, Oficina de Información del Opus Dei, edición impresa de 2018, 67.
[7] Mons. Fernando Ocáriz, mensaje del 9 de abril de 2019.
[8] Cfr. San Gregorio de Nisa, De Virginitate 2, 1, 1-11.
[9] María del Rincón, María Teresa Escobar, Letras a un Santo. Cartas de Guadalupe Ortiz de Landázuri a san Josemaría Escrivá, Oficina de Información del Opus Dei, edición impresa de 2018, 88.
[10] Marcelo Henrique Câmara (1979-2008) fue un laico brasileño, abogado y profesor, conocido por su profunda vida de fe y apostolado en el Opus Dei. Destacó por su alegría, espíritu de servicio y testimonio cristiano en la vida cotidiana. Su causa de beatificación está en proceso.
[11] Maria Zoê Bellani, Lyra Espindola, No caminho da santidade. A vida de Marcelo Câmara, um promotor de justiça, Cia do eBook, 2020, 69. La traducción es nuestra.
[12] Arturo Álvarez Ramírez (1935-1992) fue un ingeniero químico y profesor mexicano, reconocido por su dedicación a la docencia en la Universidad de Guadalajara durante más de treinta años. Destacó por su amabilidad y disponibilidad hacia todos. Su proceso de beatificación se inició en 2021 en Guadalajara.
[13] Javier Galindo Michel, La vida plena de Arturo Álvarez Ramírez, Minos, Ciudad de México 2018, 71.
[14] San Josemaría, Camino, n. 120.
[15] San Josemaría, Apuntes tomados de una reunión familiar (1967), recogido en José Luis Illanes (coord.), Diccionario de San Josemaría Escrivá de Balaguer, Monte Carmelo, Burgos 2013, 490.
[16] San Josemaría, Camino, n. 28.
[17] El matrimonio formado por Tomás Alvira (1906-1992) y Paquita Domínguez (1912-1994) fue un ejemplo de vida cristiana en el matrimonio y la familia. Miembros de la Obra, vivieron su fe con alegría, sencillez y espíritu de servicio, procurando transmitir la fe a sus hijos y a quienes los rodeaban. Su proceso de beatificación está en curso.
[18] Hilario Mendo, El secreto de los Alvira. Un ejemplo de amor matrimonial, Palabra, Madrid 2023, 29.
[19] Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral del 28 de octubre de 2020, n. 22.
[20] Hilario Mendo, El secreto de los Alvira. Un ejemplo de amor matrimonial, Palabra, Madrid 2023, 116.
[21] Toni Zweifel (1938-1989) fue un ingeniero suizo, conocido por su labor en la Fundación Limmat, dedicada a promover proyectos de desarrollo y educación en todo el mundo. Destacó por su profunda vida de fe, espíritu de servicio y confianza en Dios, incluso durante su enfermedad. Su causa de beatificación está en proceso.
[22] Agustín López Kindler, Toni Zweifel. Huellas de una historia de amor, Rialp, Madrid 2016, 140.
[23] Cfr. ibidem, 33.
[24] Ibidem, 51.
[25] José Ortega y Gasset, La elección en amor [Revelación de la cuenca latente], en Estudios sobre el amor, Revista de Occidente, 8ª Edicion, Madrid 1952, 92-99.
[26] Pedro Ballester (1994-2018) fue un joven británico, conocido por su fe profunda y alegría en medio de la enfermedad. Era numerario del Opus Dei. A pesar de ser diagnosticado con cáncer a los 17 años, afrontó su sufrimiento con fortaleza y confianza en Dios, inspirando a quienes lo conocieron. Su causa de beatificación está en proceso.
[27] Jorge Boronat, Pedro Ballester. ¡Nunca he sido más feliz!, Cobel, Murcia 2022, 19.
[28] San Josemaría, Camino, n. 419.
[29] José Miguel Pero-Sanz, Isidoro Zorzano, Palabra, Madrid 1996, 203.
[30] Anton Wildgans, en Wenceslao Vial, Psicología y celibato, en Juan Luis Caballero (ed), El celibato cristiano, Palabra, Madrid, 2019, 183.