Buenas tardes a todos, y muchas gracias por la invitación a participar en este acto y a Fidel por su trabajo en la edición 100 de Camino. Me han pedido algunas reflexiones acerca de san Josemaría como escritor. Tal vez lo mejor que puedo hacer es remitiros a la edición de Fidel y a otros libros y estudios que se han escrito al respecto. Pienso, especialmente, en el sacerdote, poeta y crítico literario chileno José Miguel Ibáñez Langlois y su libro sobre san Josemaría como escritor.
Con Ibáñez Langlois tengo, además, una gran deuda poética de la que me gustaría hablar hoy, pues sus escritos me han acompañado durante muchos años en mi empeño por aprender más sobre el arte poético. Si tuviera que resumir en una línea lo que he aprendido de sus estudios es que en la poesía se debe dar una unidad de sonido y sentido, una identidad entre la forma y el contenido.
Esto —que él le atribuye a poetas como san Juan de la Cruz, Jorge Manrique, Francisco de Quevedo, Pablo Neruda— es algo que también destaca de la obra escrita de san Josemaría y, en especial, de Camino, donde la brevedad de cada punto exige una gran precisión del lenguaje y donde se hace evidente que “la expresión se ciñe tanto a lo expresado que casi se le identifica”, o como lo formula poéticamente Octavio Paz, “la forma que se ajusta al movimiento / no es prisión sino piel del pensamiento”.
Son unos versos que me gustan especialmente porque “la piel del pensamiento” expresa bien la naturaleza encarnada del arte, que tantos artistas cristianos han sabido conectar con la Encarnación del Verbo y que nos hace pensar en el “materialismo cristiano” que predicaba san Josemaría.
Creo que en esta idea de la unidad entre la forma y el contenido en el arte hay como tres hilos entretejidos, de los que quisiera tirar un poco en esta reflexión. Y estos son:
- Que el mensaje del Opus Dei es un mensaje esencialmente poético
- Que san Josemaría tuvo un don literario —poético— para expresar este mensaje,
- Y que esta unidad entre el contenido y la forma, entre lo que se dice y su expresión, es precisamente la naturaleza de la poesía. Esto es también lo que pone de manifiesto las dotes poéticas de san Josemaría y el valor literario y espiritual de su mensaje.
1. El mensaje del Opus Dei tiene un carácter esencialmente poético
Empiezo por lo primero: Siempre he pensado que el mensaje del Opus Dei es un mensaje particularmente poético. Y no uso aquí poético como a veces se usa la palabra, para indicar las cualidades de algo muy bello o emocionante (aunque estos son también adjetivos que usaría para describir el mensaje del Opus Dei), sino en un sentido más propio.
Pienso que san Josemaría también pensaba en el espíritu del Opus Dei en estos términos. Esto es lo que sugiere la frase, que él repetía —son sus palabras— “con un repetido martilleo”, de que “la vocación cristiana consiste en hacer endecasílabos de la prosa de cada día,” como si allí se encerrase el “secreto” del Opus Dei: “El milagro que os pide el Señor es … [el] de convertir la prosa diaria en endecasílabos, en verso heroico, por el amor que ponéis en vuestra ocupación habitual”.
Este convertir la prosa diaria en endecasílabos es un ejercicio poético —de verdadera poiesis, en el sentido griego—, un verdadero hacer que transforma tanto la propia mirada como la realidad. Así como el Rey Midas transformaba lo que tocaba en oro, un cristiano transforma la prosa diaria en poesía cuando “lee” esa prosa en clave del amor.
Ahora bien, hay otro sentido en el que san Josemaría piensa en la santificación de los laicos en términos poéticos. San Josemaría no se refería a cualquier tipo de poesía, sino que habla de transformar la prosa en endecasílabos, “verso heroico”, porque su mensaje de la santificación de la vida ordinaria constituye también toda una “épica de la vida cotidiana”. Una épica que no es la de un héroe aislado, capaz de salvar al universo con sus propias fuerzas, sino la de un héroe sostenido por la fuerza prestada de la comunión de los santos.
En palabras de san Josemaría “ninguno es un verso suelto” sino que “somos versos del mismo poema, épico, divino.” San Pablo lo expresa de modo análogo en la carta a los Efesios: somos un poema de Dios —hechura suya—, creados en Cristo —Camino, Verdad y Vida— para que caminásemos en las buenas obras. Aquí también está la clave del título del libro que estamos hoy celebrando.
2. San Josemaría tuvo un don literario -auténticamente poético- para expresar este mensaje
Paso ahora al segundo punto: san Josemaría tuvo un don literario —genuinamente poético— para expresar este mensaje. Quizá esto sea muy conocido, pero debo a la edición de Fidel el descubrimiento de una carta en la que san Josemaría confiesa haber escrito poemas en su juventud, versos que firmaba con el pseudónimo “El clérigo Corazón”. En esta carta parece avergonzarse de esos poemas, pero no de esa sensibilidad de la que provenían, de su corazón que describe como “un pájaro loco que lleva enjaulado en el pecho y en el que caben, muy ampliamente, cariños del cielo y de la tierra.”
Ubi amor, ibi oculus: donde hay amor, allí está el ojo, allí hay visión. Es un don divino el hecho de que su gran corazón, que le otorgaba esa capacidad de ver, estuviera acompañado de unas dotes para comunicar esa visión con gran belleza y sencillez. Ibáñez Langlois resume a la perfección este don de lenguas de san Josemaría:
Una riqueza, variedad y versatilidad grande de léxico; una verdadera pasión por la palabra exacta y por la propiedad semántica; la reciedumbre del decir castellano castizo; la permanente cortesía de la claridad; la fluidez de su prosa, cualificada por el talento memorable de hablar como escribe y escribir como habla, a la vez con sencillez coloquial y con precisión conceptual; el don de síntesis y la economía del estilo lapidario y sentencioso; la libertad creadora de su fantasía; el uso y la invención de la imagen sensible, la metáfora y la parábola para expresar altos significados espirituales; la emoción contenida y temblorosa del arranque lírico; la habilidad del contraste y el contrapunto, del juego de palabras y la paradoja; la propensión de seguir los declives espontáneos del lenguaje sin traicionar nunca el hilo central de la idea o el sentimiento; la gracia y el sentido del humor.
Si Camino se ha convertido ya en un clásico de la literatura, es porque ese insight que tenía san Josemaría sobre las cosas del mundo y del espíritu estaba acompañado de un gran don de lenguas, de un viveza excepcional en la expresión.
Fidel Sebastián describe los puntos de Camino como “aforismos dialogados”, dirigidos a Dios y al lector, que tienen un tono directo, incluso atrevido. Creo que esta es la primera impresión que se lleva todo lector: la sensación de entrar en una conversación íntima y coloquial, de tú a tú, que hacen de Camino un libro fresco, con un tono directo que hiere cuando tiene que herir e inspira cuando tiene que inspirar: “Son cosas que te digo al oído, en confidencia de amigo, de hermano, de padre”.
Cada uno tendrá su propia historia de su primer encuentro con Camino. La mía se remonta a los días de mi Primera Comunión. Era el regalo que la directora del colegio les hacía a todas las niñas de segundo de primaria. Venía con una dedicatoria, firmada a mano, que nos invitaba a leer un punto cada noche, antes de dormir.
Puedo decir que el consejo me acompañó durante muchos años. No porque en realidad lo leyera cada día, pero sí que caló la idea de que era un libro para leer a sorbos, que siempre estaba ahí, dispuesto a dispensar un poco de sabiduría, un punto para la reflexión; un libro para abrir de vez en cuando, a veces incluso a modo de juego, para ver por dónde soplaba el aire ese día.
Muchos años después descubrí dos endecasílabos en un conocido punto que se hicieron inmediatamente memorables y que suscitaron un poema adolescente —como aquellos suyos de los que san Josemaría se avergonzaba y del que también yo me avergüenzo— que nunca verá la luz del sol, pero al que guardo un especial cariño. Los endecasílabos de san Josemaría son:
“No vueles como un ave de corral, / cuando puedes subir como las águilas.” (Camino, 7)
Como también recuerda Fidel en la introducción, san Josemaría solía llamar “gaiticas” a los puntos de Camino y aquellos que iba escribiendo en octavillas sueltas, y explicaba que era: “Porque como no soplen, no pitan. Cada uno las puede hacer pitar según su arte”.
Es también el arte de san Josemaría el que logra que sus gaiticas resuenen en niños que apenas han hecho la Primera Comunión, en personas que poco saben de Cristo o que llevan muchos años lejos de Él, en quienes tienen vivos deseos de conocerle mejor, y hasta en santos anónimos, “de la puerta de al lado”, que decía el Papa Francisco.
3. El valor literario y espiritual de su mensaje: unidad entre lo material y lo espiritual
Llegamos ahora al tercer punto, que no es más que una síntesis de los dos anteriores. La primera idea era que el mensaje del Opus Dei es esencialmente poético; la segunda, que san Josemaría supo expresarlo con grandes dotes poéticas. De aquí nace la tercera: y es que san Josemaría logra una verdadera unidad entre la forma de expresión y lo expresado, y esto, que es la naturaleza de la poesía, se convierte en todo un símbolo del mensaje poético del Opus Dei, el de transformar la prosa diaria en endecasílabos.
En otras palabras, uno de los mensajes esenciales del Opus Dei, el descubrir lo espiritual en lo sensible, es también la esencia misma de todo arte y poesía, en cuanto que revela lo universal en lo singular y lo espiritual en lo sensible. Decía antes que el mensaje del Opus Dei comparte con la poesía la tarea de ver que las cosas materiales no se agotan en su materialidad sino que pueden ser expresión de una realidad espiritual o ser imágenes que apuntan más allá de sí mismas.
San Josemaría explicaba que su objetivo con Camino era “preparar un plano inclinado muy largo, para que fueran subiendo poco a poco las almas, hasta alcanzar a comprender la llamada divina, llegando a ser almas contemplativas en medio de la calle”. “Ser contemplativos en medio del mundo” es otra de las expresiones que resumen el mensaje poético del Opus Dei: esa vocación de casar el cielo y la tierra, que exige cultivar una mirada simbólica capaz de reconocer el carácter sacramental del mundo, “el quid divinum” que yace en todo lo material, pues las cosas más ordinarias —dice san Josemaría— “rebosa[n] de la trascendencia de Dios”.
Es también por esto que, como señala Pedro Antonio Urbina en un estudio sobre la imagen en Camino, las imágenes que san Josemaría suele emplear son las propias de “un mundo fundamentalmente urbano y doméstico, cotidiano”, propio de esas realidades mundanas que es preciso santificar. Esa mirada contemplativa, tan evidente en sus escritos, tiene un inconfundible acento lírico, pero es también fruto de su vida espiritual, de su mirada enamorada. Su escritura está llena de imágenes cotidianas porque su mirada logra ver en ellas todo un universo espiritual. Por eso toda realidad material le sirve para abrir consideraciones sobrenaturales.
En un punto de Camino que siempre me ha gustado especialmente, san Josemaría convierte —como antes lo había hecho Francisco de Quevedo— algo tan ordinario como el polvo en una imagen tanto de nuestra naturaleza caída, como de nuestra naturaleza endiosada, y logra así una tensión perfecta entre la gravedad y la gracia (como diría Simone Weil, a quien ahora Rosalía ha puesto de moda). Es un punto genial que nos lleva del suelo al cielo y de vuelta al suelo pero ya con una visión transfigurada (quizá también sirva para iluminar la cita de Simone Weil que Rosalía usa en su disco: “el amor no es consuelo, es luz”):
“Eres polvo sucio y caído. —Aunque el soplo del Espíritu Santo te levante sobre las cosas todas de la tierra y haga que brille como oro, al reflejar en las alturas con tu miseria los rayos soberanos del Sol de Justicia, no olvides la pobreza de tu condición. Un instante de soberbia te volvería al suelo, y dejarías de ser luz para ser lodo.” (Camino, 599)
Antes de cederle el micrófono a Fidel, termino ya con otro de mis puntos favoritos, que me recuerda el fragmento de Safo que dice que lo más bello sobre esta negra tierra es lo que uno más ama. Es un punto que logra capturar la imaginación y el corazón. Nos sumerge en las consideraciones más emocionantes de la grandeza de todo lo creado y, cuando creemos haber alcanzado ya la plenitud, logra ensanchar aún más el horizonte para presentar una visión del seguimiento de Cristo como la aventura más apasionante.
Es un punto que me hace pensar en una orquesta en la que san Josemaría es el director y va invitando a que poco a poco se vayan uniendo instrumentos, cada vez con más expresividad y volumen, y va marcando unos silencios —unos elocuentes puntos suspensivos— colocados a la perfección. Todo desemboca en un final apoteósico, pues la Eucaristía, como decía el poeta y pintor David Jones, es el signo más eficaz en nuestro mundo, porque es la realidad misma a la que apunta:
“Considera lo más hermoso y grande de la tierra..., lo que place al entendimiento y a las otras potencias..., y lo que es recreo de la carne y de los sentidos... Y el mundo, y los otros mundos, que brillan en la noche: el Universo entero. —Y eso, junto con todas las locuras del corazón satisfechas..., nada vale, es nada y menos que nada, al lado de ¡este Dios mío! —¡tuyo!— tesoro infinito, margarita preciosísima, humillado, hecho esclavo, anonadado con forma de siervo en el portal donde quiso nacer, en el taller de José, en la Pasión y en la muerte ignominiosa... y en la locura de Amor de la Sagrada Eucaristía.” (Camino, 432)
Y con estas palabras de Camino, doy paso a Fidel Sebastián que va a resumirnos la aventura que ha vivido para preparar esta edición especial, número 100.
