Acabamos de escuchar en el Evangelio que «la multitud se agolpaba alrededor de Jesús para oír la palabra de Dios» (Lc 5,1). Estaban a la orilla del lago, y Cristo decidió subir a una barca y alejarse un poco de la tierra firme. El Señor conocía perfectamente el corazón de aquellas gentes; sabía que todos, de un modo u otro, necesitaban su enseñanza para iluminar sus vidas.
Saciedad del corazón
San Josemaría, al meditar este pasaje, comentaba que lo que sucedió hace dos mil años sigue ocurriendo siempre: todos «están deseando oír el mensaje de Dios, aunque externamente lo disimulen»; todos, aunque muchas veces no tengan las palabras ni las fuerzas para expresar ese deseo, «sienten hambre de saciar su inquietud con la enseñanza del Señor» (Amigos de Dios, n. 260 y ss.). Esta sed de infinito se manifiesta de muchos modos, aunque no todas las maneras de saciarla dejan el corazón satisfecho. Quizá tenemos experiencia de haber perdido el tiempo aspirando a una felicidad construida solamente sobre los bienes materiales, el éxito o la comodidad. Sabemos, en cambio, que solo Dios da sentido a todas las realidades y colma los deseos de nuestro corazón.
Innumerables personas, al descubrir la vida cristiana, han encontrado la alegría más profunda. También por eso, la escena que nos narra el Evangelio no pertenece solo al pasado. Todos llevamos en el alma deseos profundos que solo el Señor puede saciar. Podemos pedir a Dios que nos haga capaces de reconocer esa nostalgia de su rostro, esos signos de la sed de Cristo también en los demás. Y que sepamos transmitir su verdadera imagen a quienes nos rodean: la imagen de ese Cristo que se aleja un poco de la orilla para que todos, incluso los más alejados, puedan verle y escucharle.
Afán apostólico y filiación divina
Al final de este pasaje del Evangelio, Jesús invita a Pedro, a Santiago y a Juan a seguirle. Es impresionante pensar que, tan solo unos pocos años después, su afán apostólico haya llevado la Buena Nueva a muchos lugares importantes de la época, incluida la misma Roma. Los primeros cristianos, a pesar de sufrir persecuciones e incomprensiones, sabían que el mundo les pertenecía. «Este es el espíritu misionero que debe animarnos –comenta el papa León XIV–, sin encerrarnos en nuestro pequeño grupo ni sentirnos superiores al mundo; estamos llamados a ofrecer el amor de Dios a todos, para que se realice esa unidad que no anula las diferencias, sino que valora la historia personal de cada uno y la cultura social y religiosa de cada pueblo» (León XIV, Homilía, 18-V-2025).
San Pablo, en la segunda lectura, expresa con claridad la convicción que llenaba de confianza a los primeros cristianos: «Si somos hijos, también herederos» (Rm 8,17). En efecto, este mundo es parte de nuestra herencia. En la primera lectura, se dice que Dios colocó al hombre en el mundo «para que lo trabajara y lo custodiara» (Gn 2,15). Este mundo es nuestro: es nuestro hogar y nuestra tarea.
Por eso, al sabernos hijos de Dios, no podemos caminar por esta vida como forasteros en tierra ajena, ni recorrer nuestras calles con la actitud de quien pisa territorio desconocido. El mundo es nuestro, porque es de nuestro Padre Dios. Estamos llamados a amar este mundo, no otro hipotético en el que quizá pensamos que estaríamos más a gusto. A nuestro lado tal vez tenemos personas que pueden resultarnos en cierto modo desconocidas, porque no logramos darles la atención que se merecen. Ese puede ser el primer ámbito en el que podemos volver a dirigirnos a esas personas como haría Jesús.
Herencia de san Josemaría
Cuando san Josemaría invitaba a amar el mundo apasionadamente, solía advertir contra esa «mística ojalatera» que pone condiciones al terreno que quiere evangelizar, pensando: «Ojalá las cosas fueran distintas». Podemos pedir al Señor que nos dé la capacidad de ilusionarnos con la misión que nos ha confiado, con el interés de un hijo que trabaja en las tareas de su propia casa junto a sus hermanos.
Hoy, dirigiendo nuestra mirada especialmente hacia san Josemaría, podemos tomar ejemplo de su fe y su audacia para lanzarse a empresas que parecían imposibles, en un tiempo que en no pocos aspectos era mucho más complicado y difícil que el nuestro. Dejémonos contagiar por esa confianza, que nos lleva a amar este mundo que hemos recibido en herencia, y a procurar colmar la nostalgia de Cristo en tantas personas con las que nos encontramos.
Para ello, como para todo, nos apoyamos muy especialmente en la mediación de nuestra Madre Santa María, que vela con amor y paciencia materna por la felicidad de todos sus hijos.
Así sea.