Un pequeño paso hoy, un gran salto mañana

La beata Guadalupe Ortiz de Landázuri falleció hace 50 años, el 16 de julio de 1975. En este aniversario, recordamos su vida: llena de aventuras y de servicio a los demás. Fue una mujer que se dejó sorprender por Dios y respondió con una vocación alegre, que reflejaba la grandeza del amor divino.

¿Cuál es la fórmula para una vida feliz? ¿Alcanzar el sueño de la estabilidad financiera? ¿Una carrera marcada por el crecimiento y la realización? ¿Un hogar acogedor y seguro? Algunos dicen que los antiguos alquimistas buscaban la piedra filosofal, una mítica sustancia capaz de transformar los metales comunes en oro o, en otras versiones, un elixir de larga vida, útil para rejuvenecer y alcanzar la inmortalidad.

A primera vista, la biografía de Guadalupe Ortiz de Landázuri no tiene nada que ver con el descubrimiento de la piedra filosofal y quizá no sería el modelo de una vida de grandes éxitos a nuestros ojos de hoy. Sin embargo, si observamos más de cerca su día a día, encontramos “moléculas” que dieron como resultado una verdadera fórmula para la felicidad: una mujer que vivió cada jornada con la confianza de tener como mentor al mejor Maestro, que transformó su propia vida y la de muchas personas, y que lo sigue haciendo en la actualidad desde el Cielo.

Cuando el hombre pisó por primera vez la luna, escuchamos: «Este es un pequeño paso para un hombre, un gran salto para la humanidad». La vida de Guadalupe se podría traducir en algo parecido: pequeños pasos en la vida ordinaria de una mujer trabajadora del siglo XX, un gran salto para tantas vidas que se encontraron con la suya, tal y como seguirá sucediendo a lo largo de la historia.

Una normalidad fuera de lo común

Guadalupe nació el 12 de diciembre de 1916, fiesta de la Patrona de América Latina, la Virgen de Guadalupe. Fue la tercera hija del matrimonio formado por Manuel Ortiz de Landázuri y Eulogia Fernández de Heredia, y la única niña de la familia. Recibió como ADN de sus padres varias características que contribuirían en el desarrollo de su personalidad. Su madre, Eulogia, era generosa, discreta, austera, decidida y dedicada a su familia, aunque poco habilidosa para las tareas del hogar. Su padre, Manuel –contrariamente a los usos de su tiempo, más tratándose de un militar de profesión–, cuidaba de los niños: cambiaba pañales, les daba de comer, jugaba con ellos y servía los platos durante las comidas para que su mujer descansara. Los dos supieron educar a sus hijos en un clima de libertad[1].

Aunque fuera una familia normal de la España de los inicios del siglo XX, la historia de Guadalupe estuvo marcada por algunos hitos que se salen del guion de la mayor parte de la gente: su padre se trasladó con su familia a Tetuán, entonces capital del protectorado español de Marruecos. Allí Guadalupe comenzó el bachillerato, siendo la única chica de su clase. El escenario podría ser intimidante, pero pronto se ganó el respeto y la admiración de sus compañeros, no solo por sus buenas notas, sino por su valentía a la hora de cumplir apuestas arriesgadas y peligrosas, como la vez en que les desafió a beberse un recipiente lleno de tinta, y solo ella lo hizo.

De vuelta a Madrid, donde su padre fue destinado al Ministerio del Ejército, Guadalupe terminó el bachillerato en el instituto Miguel de Cervantes y se matriculó en la carrera de Ciencias Químicas en la Universidad Central, en 1933. Con 17 años, era una de las 5 chicas entre 60 alumnos matriculados. A los 20 años comenzó a salir con un compañero de Químicas de origen catalán, pero no tenía especial prisa por casarse y, además, el chico era muy perfeccionista. Le decía a sus amigas: «Tan perfecto, tan perfecto, ¡es demasiado!».

El deseo de saber

Una de las auténticas pasiones de un científico es su ansia por descubrir la verdad escondida detrás de cada elemento. Donde algunos ven un árbol, un biólogo ve una red compleja de células, cada una con su función, y un químico se puede fascinar por las reacciones que suceden allí, invisibles a los ojos. Guadalupe poseía esta pasión, y no solo por el mundo de la ciencia, sino por su propia vida.

Al finalizar la Guerra Civil en España, durante la cual su padre había muerto fusilado, Guadalupe terminó la carrera y comenzó su primer trabajo en el Liceo francés y en el colegio de las Irlandesas. Tenía 23 años, vivía con su madre y empezaba a disfrutar de cierta independencia. Un domingo de enero de 1944, asistía a Misa, como cualquier cristiano corriente, e incluso se despistó bastante. Sin embargo, contaba que en esos momentos le ocurrió algo, más tarde dijo que se sintió tocada por la gracia de Dios. Al salir se encontró con un amigo de la familia y le confió que necesitaba hablar con un sacerdote, aunque no sabía muy bien por qué. Este le dio el teléfono de don Josemaría Escrivá. El 25 de enero, Guadalupe le llamó y días más tarde acudió a una casa de la calle Jorge Manrique, para entrevistarse con él.

Ella misma cuenta cómo fue su primer encuentro con aquel sacerdote: «La entrevista fue decisiva en mi vida, en un hotelito de la Colonia del Viso, entonces casi a las afueras de Madrid. (...) Nos sentamos y me preguntó: “¿Qué quieres de mí?”. Yo contesté, sin saber por qué: “Creo que tengo vocación”. El Padre me miraba... “Eso yo no te lo puedo decir. Si quieres, puedo ser tu director espiritual, confesarte, conocerte, etc.”. Eso era exactamente lo que yo buscaba. Tuve la sensación clara de que Dios me hablaba a través de aquel sacerdote»[2].

Empezó un proceso de discernimiento y, al final de unos días de retiro espiritual, encontró la respuesta que inconscientemente buscaba. Descubrió el mensaje del Opus Dei y la llamada a llevar a Cristo, con la propia vida, a todos los lugares y profesiones, con el que se identificó plenamente. El 19 de marzo, fiesta de san José, decidió entregarse a Dios en la Obra como numeraria.

Sin manual de instrucciones

Todo científico sabe que cualquier investigación está marcada por muchos momentos de errores para unos pocos aciertos, frecuentemente sin un manual de instrucciones. Eso no debe desanimar, sino servir de invitación a probar nuevas soluciones y buscar posibles respuestas, aunque el proceso sea lento. Guadalupe lo experimentó muchas veces en su vida: cuando parecía que debía ocuparse de una tarea que no era a la que aspiraba inicialmente, o trasladarse a nuevos lugares donde la Obra necesitaba brazos.

Desde el primer momento, Guadalupe se entregó con ilusión y empeño a todas las necesidades de la Obra, formativas y apostólicas, también a tareas domésticas para las que no tenía grandes aptitudes naturales, al igual que su madre. Era olvidadiza y le costaba tener en orden sus cosas y las de la casa. Aun así, san Josemaría le pidió que se ocupara de dirigir la casa de la calle Jorge Manrique, además de compaginar viajes apostólicos a Bilbao, donde también empezaría la labor de la Obra con otras tres mujeres.

De vuelta a Madrid en 1947, el fundador le pidió que ayudara en el gobierno de la Obra en España y que dirigiera la residencia universitaria femenina Zurbarán. Esto no impidió que en el mismo año se matriculara en cinco asignaturas para el doctorado de Ciencias Químicas. Al año siguiente realizó los cuatro cursos monográficos que se precisaban para el doctorado y comenzó la tesis.

La ruta, no obstante, tendría otro destino inesperado: en octubre de 1949 le preguntaron de parte de san Josemaría si estaría dispuesta a empezar la labor apostólica en México con otras dos mujeres de la Obra. Sería la primera vez que el Opus Dei cruzaría el Atlántico y llegaría a un país no europeo, en un momento en que los viajes largos no eran frecuentes. Confiando en la gracia de Dios, Guadalupe dijo que sí y escribió al Padre: «Me dijeron lo de México. Gracias, Padre. Me quedaría tan contenta aunque no fuera, ya lo sabe Vd., pero me encanta ir, aunque en realidad no me paro mucho a pensarlo. Solamente en la oración le dedico todos los días un ratito corto y rezo algún rosario a mi Virgen de Guadalupe pidiéndole por lo que todavía ni conozco»[3].

El 5 de marzo de 1950, embarcó en la nueva aventura. Años más tarde recordaba: «Yo era la mayor, aunque era muy joven, pero me sentía con aquellos 80 años de gravedad que tantas veces le había oído decir al Padre que se los pidiéramos a Dios porque los necesitábamos. (...) Así nos había enseñado el Padre que se vivía la confianza en Dios y la pobreza total. Llevábamos, como el Padre seguía diciendo mientras yo pensaba, amor al Señor... y deseos de pegar la divina locura de nuestra vocación»[4]. Al pisar el suelo mexicano, puso todo el empeño para vivir como una más: procuraba conocer la cultura, suavizaba su habla española –que podía resultar dura para las mexicanas– y adoptaba giros propios del lugar e, incluso, cambió su forma de vestir, llevando los típicos rebozos o faldas de vuelo pintadas a mano.

Abrir caminos

Los escasos medios económicos no impidieron la puesta en marcha de una residencia universitaria en la calle Copenhague, en México D.F., de la que Guadalupe fue directora, al igual que había sido de Zurbarán. Si en España el desarrollo de la vida académica entre las mujeres ganaba impulso, en el país americano se acentuaba todavía más la pequeña presencia femenina en los círculos universitarios.

Guadalupe se matriculó en alguna asignatura del doctorado de Ciencias Químicas para seguir desarrollando su carrera, a la vez que dedicaba su tiempo a formar a las chicas de la residencia, que se caracterizó por una vida cultural y formativa intensa que se alternaba con momentos amenos y divertidos. Su sentido del humor estaba muy presente, hasta el punto de que las residentes le compusieron un corrido mexicano con el siguiente estribillo: «La risa de Guadalupe resulta más contagiosa que una grave enfermedad. De todas está pendiente y a diario a toda la gente quiere telefonear»[5].

Vivió cinco años en Ciudad de México, marcados por episodios de todo tipo: desde caminar a lomos de mula por zonas rurales (le habían ofrecido una pistola para defenderse, pero prefirió llevar un puñal para no disparar sin verdadera necesidad), a una picadura de una araña o un alacrán mientras daba una charla de formación cristiana. Aun siendo un breve período, Guadalupe dejó huella en las mexicanas y en el país.

En octubre de 1956 partió otra vez para un destino desconocido, esta vez Roma, donde colaboraría con san Josemaría en el gobierno de la labor apostólica de la Obra en todo el mundo, que se expandía por nuevos países como Chile, Argentina, Colombia, Venezuela, Alemania, Guatemala, Perú, Ecuador, Uruguay y Suiza. Después de abrir camino en México, era hora de apoyar a las caminantes desde atrás, aportando todo lo que había aprendido en el continente americano.

Ajuste de ruta

Como en cualquier proceso de investigación, Guadalupe tuvo que cambiar de planes al encontrarse con un panorama inesperado: tras menos de un año viviendo en Roma, en marzo de 1957, se sintió mal repentinamente y se agotaba con pequeños esfuerzos físicos, como subir unos escalones. Fue diagnosticada con una grave estenosis mitral, consecuencia de una cardiopatía, y su estado era tan crítico que san Josemaría preparó todo para darle la Unción de los Enfermos.

Con los cuidados médicos y las atenciones se fue recuperando, pero era preciso operar lo antes posible. A petición de su hermano Eduardo, Guadalupe se trasladó a Madrid para ser operada en la Clínica de la Concepción, el 19 de julio. Se trataba de una intervención de gran riesgo entonces, pero el cambio de válvula fue satisfactorio y también el postoperatorio, aunque le quedó una fibrilación auricular que fue cediendo poco a poco. Ella seguía tranquila y confiada en Dios y en los médicos[6].

Regresó a Roma en diciembre, pero el 29 de este mes se puso enferma otra vez. En mayo de 1958 volvió a Madrid para hacer pruebas, y esta vez se quedó viviendo allí definitivamente: el clima húmedo de la Ciudad Eterna no era bueno para su salud y el Padre pensó que era mejor que se quedara en la capital española. Los siguientes dos años y medio, pese a la fibrilación que la acompañaba, hizo una vida activa, sin darse demasiada importancia. «Yo estoy muy bien, y, aunque tengo una “patata de cuore”, cada día tengo más ganas de trabajar y hacer cosas; “ni modo”, así soy», escribía a las de Roma. Y a las de México: «Yo ya voy a dejar de hablaros de mi cuore, porque el pobre se porta tan bien, que no tenemos que acordarnos ya de él»[7].

El cambio repentino de vida podría parecer una desviación de ruta, pero Guadalupe abrazó su realidad con el entusiasmo y espíritu de servicio que la caracterizaban. En 1961 dirigía una residencia de la Obra, seguía de cerca a las jóvenes de la Escuela-Hogar Montelar y trabajaba en la tesis doctoral, que retomó bajo la dirección de Piedad de la Cierva, pionera en los estudios de radiación artificial en España y en la industrialización del vidrio óptico, y la primera mujer que trabajó en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Muchas veces, tuvo que redactar enferma, con todos los libros sobre la cama[8].

Adelante, sin miedo

Guadalupe defendió su tesis sobre Refractarios aislantes en cenizas de cascarilla de arroz, con calificación de sobresaliente cum laude el 8 de junio de 1965. Al día siguiente escribió a san Josemaría y, junto a un ejemplar de la tesis, le envió un ladrillo refractario. En la primera hoja del ejemplar, escribió: «Padre, en estos folios va el resumen de muchas horas de trabajo. Hace unos momentos acaba de ser calificado cum laude y quiero apresuradamente ponerlo en sus manos, con todo lo que soy y tengo, para que sirva»[9].

Ejerció como profesora de Química en el instituto Ramiro de Maeztu durante dos años académicos (1960-62) y en la Escuela Femenina de Maestría Industrial durante 11 años más (1964-75). Comenzó desempeñándose como profesora adjunta y más tarde obtuvo el cargo de catedrática por oposición. Fue nombrada vicedirectora de este último centro, tras declinar el puesto de directora debido a razones de salud, a pesar de que 40 colegas, que reconocían su labor y capacidades, le animaban a aceptarlo.

A partir de 1965 ayudó a planificar e implementar, tres años después, el Centro de Estudios e Investigación de Ciencias Domésticas (CEICID), una ilusión de san Josemaría para dignificar el trabajo del hogar, del que fue subdirectora y profesora de Química de textiles. Guadalupe también compaginó su trabajo con la dirección de un centro de la Obra en la calle Ortega y Gasset; el cuidado de su madre, ya mayor; el asesoramiento de centros de enseñanza como Senara y otras tareas de promoción social.

Como un caleidoscopio

Los últimos años de vida de Guadalupe estuvieron marcados por su valentía y sencillez.

El 15 de mayo de 1974 tuvo su último encuentro con san Josemaría en Madrid, que ella misma describe así: «Fue un rato de tertulia íntima, con diálogo profundo hecho de palabra y de compenetración, donde una vez más noté que se rompían las fronteras de lo que el Padre decía y yo pensaba, y sentí, como otras veces, que tocaba a Dios a través de su Fe tangible, que dejaba de serlo y se transformaba en realidad y me la transmitía»[10].

En octubre de 1974, su madre enfermó y fue internada en la Clínica de la Universidad de Navarra, en Pamplona, donde su hijo Eduardo formaba parte del equipo médico. Al año siguiente, el estado de salud crónico de Guadalupe se deterioró, y el 2 de junio de 1975 ingresó en la misma clínica para someterse a una compleja cirugía, debido a la grave hipertensión en el círculo pulmonar que sufría[11].

El 24 de junio, los médicos decidieron proceder con una cirugía de gran complejidad. Era necesario reemplazar dos válvulas, la mitral y la aórtica, además de ensanchar el anillo de la tricúspide. Durante esos días, aunque Guadalupe permanecía en reposo, encontraba tiempo para visitar a su madre y a otras pacientes, interesarse por las enfermeras, recibir visitas a las que intentaba acercar a Dios, e incluso realizar experimentos con productos químicos en el lavabo del baño, utilizando retales de telas que había llevado consigo. Podría decirse que transformaba su enfermedad en una labor profesional, enfrentando su situación con serenidad, sin lamentarse, evitando ser una carga y enfocándose en los demás mientras aprovechaba al máximo cada momento[12].

Dos días después, el 26 de junio, recibía con gran dolor la noticia del fallecimiento de san Josemaría. En su entorno, el dolor, la sorpresa y la pena eran muy grandes, pero procuraron disimular para no alterarla en un momento tan delicado. Cuando vio la bandera a media asta en el edificio de Ciencias de la Universidad de Navarra (de la cual el fundador era gran canciller), Guadalupe preguntó el motivo, pero no se atrevieron a decirle lo ocurrido. Fue su hermano Eduardo quien le dio la noticia: «¡Guadalupe! Sabes que te van a hacer una operación muy grave y te das cuenta del riesgo que tienes. Es importante que vayas preparada y estés serena. Pero antes debo darte una noticia que te costará mucho: ayer falleció nuestro Padre en Roma (...). Pueden pasar dos cosas: que te reúnas con él enseguida y lo veas al lado de Dios y de la Virgen, o que el Padre pida a Dios que continúes aquí: los dos caminos son buenos»[13].

El 1 de julio pasa por una nueva intervención, que pareció ser un éxito. Pocos días después salió de la UVI y comenzó a andar. El 14 de julio, Guadalupe desayunó y almorzó con normalidad, y ya se hablaba de su pronta salida de la clínica. Sin embargo, todo dio un giro inesperado a las cuatro y media de la tarde, cuando su estado de salud empeoró de forma repentina. Avisaron de inmediato a Eduardo.

A pesar de los esfuerzos y cuidados que se le brindaron, entró en agonía, e incluso en esos momentos finales continuó mostrando preocupación por quienes la atendían. María Jesús, una enfermera del Servicio de Cardiología, recordaba unas palabras que Guadalupe le dirigió en ese difícil momento: «Haced todo lo que tengáis que hacer, y tú no te preocupes. Estate muy tranquila, porque has hecho lo que has podido. Me voy a acordar mucho de ti»[14].

A las seis y media de la mañana del día 16, fiesta de Nuestra Señora del Carmen, falleció. Una semana después, murió también su madre. La Iglesia beatificó a Guadalupe en Madrid el 18 de mayo de 2019, en el Palacio Vistalegre Arena, en una ceremonia que contó con la presencia de miles de personas de los cinco continentes y acompañada por muchos más en la transmisión en vivo.

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El resultado de muchos procesos químicos es la formación de cristales, como los diamantes, tras millones de años de composición, sometidos a condiciones específicas de temperatura y presión. La vida de Guadalupe fue un “proceso químico” en el que intervinieron una serie de pequeños ingredientes que formaron una cadena de materiales aparentemente de poco valor, pero que adquirieron solidez y brillo al calor del amor de Dios.

Tal y como se recoge en una de sus biografías, «cada persona santa refleja a su manera, como un caleidoscopio, algo de Jesucristo, que es el mismo ayer, hoy y siempre. De alguna manera también ella muestra lo que la mujer está llamada a ser hoy en la Iglesia y en la sociedad. Este es el mensaje que el Espíritu Santo nos regala hoy. Ahora toca que cada uno de nosotros “discierna su propio camino y saque a la luz lo mejor de sí, aquello tan personal que Dios ha puesto en él” (Papa Francisco, Gaudete et exsultate, p. 11)»[15].

Un cristal necesita una luz externa para reflejar todo su brillo. A lo largo de su vida, Guadalupe supo mostrar la belleza que se encuentra en los pequeños gestos, reflejando la grandeza de Dios y aportando luz en la vida de cada persona que la conoció.


[1] Cfr. La libertad de amar, Cristina Abad Cadenas, p. 10.

[2] La libertad de amar, p.14.

[3] AGP, Guadalupe Ortiz de Landázuri (GOL) A00361, Carta a san Josemaría Escrivá, 17 de octubre de 1949.

[4] AGP, GOL E00204, Relato autógrafo con recuerdos de san Josemaría Escrivá, escrito entre el 7 y el 12 de julio de 1975, tras la última operación.

[5] Cfr. La libertad de amar, p. 25.

[6] Cfr. La libertad de amar, p. 31.

[7] AGP, GOL A00979, Carta a Roma, 12 de agosto de 1958.

[8] Cfr. La libertad de amar, p. 32.

[9] AGP, GOL A00038, Carta a san Josemaría Escrivá, 8 de julio de 1965.

[10] AGP, GOL, Relato autógrafo con recuerdos de san Josemaría escrito entre el 7 y el 12 de julio de 1975, tras su última operación.

[11] Cfr. La libertad de amar, p. 36.

[12] Cfr. La libertad de amar, p. 38.

[13] AGP, GOL, Relato autógrafo con recuerdos de san Josemaría escrito entre el 7 y el 12 de julio de 1975, tras su última operación.

[14] Cfr. La libertad de amar, p. 39.

[15] En La libertad de amar, p. 42.

Luísa Laval