Meditaciones: San Esteban, protomártir

Reflexión para meditar el 26 de diciembre. Los temas propuestos son: el martirio de san Esteban y nuestra misión; la propuesta cristiana es siempre nueva; sembradores de paz y de alegría por la caridad.

El martirio de san Esteban y nuestra misión

La propuesta cristiana es siempre nueva

Sembradores de paz y de alegría por la caridad


«ESTEBAN, lleno de gracia y poder, hacía grandes prodigios y señales entre el pueblo» (Hch 6,8). El número de los que creían en la doctrina de Jesucristo era cada vez mayor. Sin embargo, muchos –ya sea porque no conocían a Cristo o porque le conocían mal– no consideraron a Jesús como el salvador. «Se pusieron a discutir con Esteban; pero no lograban hacer frente a la sabiduría y al espíritu con que hablaba. Entonces indujeron a unos que asegurasen: “Le hemos oído proferir palabras blasfemas contra Moisés y contra Dios”» (Hch 6,9-11).

San Esteban fue el primer mártir del cristianismo. Murió lleno del Espíritu Santo, rezando por los que le apedreaban. «Ayer, Cristo fue envuelto en pañales por nosotros; hoy, cubre Él a Esteban con vestidura de inmortalidad. Ayer, la estrechez de un pesebre sostuvo a Cristo niño; hoy, la inmensidad del cielo ha recibido a Esteban triunfante. El Señor descendió para elevar a muchos; se humilló nuestro Rey, para exaltar a sus soldados»[1].También nosotros hemos recibido la apasionante misión de difundir el anuncio de Jesucristo con nuestras palabras y sobre todo con nuestra vida, mostrando la alegría del evangelio. Quizá san Pablo, presente en aquel suceso, quedaría removido por el testimonio de Esteban y, una vez ya cristiano, tomaría de allí fuerza para su propia misión.

«El bien siempre tiende a comunicarse. Toda experiencia auténtica de verdad y de belleza busca por sí misma su expansión, y cualquier persona que viva una profunda liberación adquiere mayor sensibilidad ante las necesidades de los demás (…). Recobremos y acrecentemos el fervor, la dulce y confortadora alegría de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar entre lágrimas. Y ojalá el mundo actual –que busca a veces con angustia, a veces con esperanza– pueda así recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través (...) de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo»[2].


«PRESENTARON testigos falsos que decían: “Este hombre no deja de proferir palabras contra el Lugar santo y contra la Ley”» (Hch 6,13). A pesar de que, hoy como en tiempos de san Esteban, alguna vez la doctrina cristiana pueda ser desfigurada, siempre podemos mostrar su eterna novedad a través de nuestra propia vida: «La propuesta cristiana nunca envejece (...). Cada vez que intentamos volver a la fuente y recuperar la frescura original del Evangelio, brotan nuevos caminos, métodos creativos, otras formas de expresión, signos más elocuentes, palabras cargadas de renovado significado para el mundo actual. En realidad, toda auténtica acción evangelizadora es siempre “nueva”»[3].

San Esteban afrontó la muerte en defensa de Cristo, lleno de misericordia y pidiendo por la salvación de los que le apedreaban. Dice una de las lecturas del oficio divino de hoy: «Nuestro Rey, siendo altísimo, bajó hasta nosotros en la humildad, pero no vino vacío a la tierra. Trajo a sus soldados un gran regalo, con el que no sólo los enriqueció copiosamente, sino que los confortó para una lucha invencible. Portó consigo el don de la caridad (...). La misma caridad que trajo a Cristo desde el Cielo a la tierra, elevó a Esteban de la tierra al Cielo. La misma caridad que se mostró primero en el Rey, relució después en el soldado»[4].

También nosotros queremos iluminar el mundo con la alegría del Evangelio, que da un sentido nuevo a los anhelos y preocupaciones de nuestro tiempo. Podemos aprovechar nuestro diálogo con el Señor para pedirle más sabiduría y audacia en nuestra misión. «En esto consiste el gran apostolado de la Obra: mostrar a esa multitud, que nos espera, cuál es la senda que lleva derecha hacia Dios. Por eso, hijos míos, os habéis de saber llamados a esa tarea divina de proclamar las misericordias del Señor: misericordias Domini in aeternum cantabo (Sal 87,2), cantaré eternamente las misericordias del Señor»[5].


ESTEBAN, «lleno de Espíritu Santo, miró fijamente al cielo y vio la gloria de Dios y a Jesús de pie a la diestra de Dios, y dijo: “Mirad, veo los cielos abiertos y al Hijo del Hombre de pie a la diestra de Dios”» (Hch 7,55-56). Hasta el último instante, el testimonio del primer mártir muestra la misericordia de Dios que busca nuestra conversión. Fue tal su identificación con el Maestro, que san Esteban murió rezando con palabras similares a las de Cristo: «Oraba diciendo: “Señor Jesús, recibe mi espíritu”. Luego, cayendo de rodillas y clamando con voz potente, dijo: “Señor, no les tengas en cuenta este pecado”. Y con estas palabras murió» (Hch 7,59-60). Nuestra misión apostólica también se fundamenta en la oración y en la penitencia: «Sin la oración, sin la presencia continua de Dios; sin la expiación, llevada a las pequeñas contradicciones de la vida cotidiana; sin todo eso, no hay, no puede haber acción personal de verdadero apostolado»[6].

San Esteban murió en oración, perdonando a sus enemigos. Siguió perfectamente el ejemplo de su Señor que, en el último momento, había hecho lo mismo con quienes le crucificaron. Por ese motivo es un modelo para nuestra misión apostólica, que puede resumirse en la aventura de «ahogar el mal en abundancia de bien»[7]. Si el ambiente en el que nos movemos tiende a crisparse en algún momento, los hijos de Dios recordaremos que nuestra misión es la de ser «sembradores de paz y de alegría, de la paz y de la alegría que Jesús nos ha traído»[8]: «No se trata de campañas negativas, ni de ser anti-nada –decía san Josemaría–. Al contrario: vivir de afirmación, llenos de optimismo, con juventud, alegría y paz; ver con comprensión a todos: a los que siguen a Cristo y a los que le abandonan o no le conocen»[9].

«Esteban tenía por arma la caridad y con ella vencía en todas partes. Por amor de Dios no se cruzó de brazos ante los enfurecidos judíos; por amor del prójimo intercedía por los que le lapidaban; por amor argüía a los que estaban en el error, para que se corrigiesen; por amor rezaba por los lapidadores, para que no fuesen castigados. Apoyado en la fuerza de la caridad, venció la violenta crueldad de Saulo, y mereció tener por compañero en el Cielo al que tuvo como perseguidor en la tierra»[10]. Acudamos a santa María, reina de los apóstoles: ella nos dará la caridad y la fortaleza del primero de los mártires.


[1] San Fulgencio de Ruspe, Sermón 3.

[2] Francisco, ex. ap. Evangelii gaudium, nn. 9-10.

[3] Ibíd., n. 11.

[4] San Fulgencio de Ruspe, Sermón 3.

[5] San Josemaría, Carta 24-III-1930, n. 3b.

[6] San Josemaría, Apuntes íntimos, n. 74, 21-VII-1930.

[7] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 72.

[8] Ibíd., n. 30.

[9] San Josemaría, Surco, n. 864.

[10] San Fulgencio de Ruspe, Sermón 3.