- La mirada puesta en el cielo.
- La vida eterna no nos separa del mundo.
«NO SE TURBE vuestro corazón. Creéis en Dios, creed también en mí» (Jn 14,1). Encontramos estas palabras en la Última Cena de Jesús. El Señor expresa su inmenso cariño por aquellos que lo habían seguido durante tres años. Al mismo tiempo, les advierte sobre algunos hechos dolorosos que se avecinan: la traición de uno de sus más íntimos y las negaciones de Pedro. Están por llegar momentos duros para sus discípulos, pero Jesús no quiere que sus corazones se derrumben. Ante la cercanía de las contradicciones, el Señor mueve a los suyos a dirigir la mirada hacia el cielo. «En la casa de mi Padre hay muchas moradas. De lo contrario, ¿os hubiera dicho que voy a prepararos un lugar?» (Jn 14,2).
El cielo es la meta hacia la que caminamos. Ciertamente, amamos este mundo que ha salido de las manos de Dios, y nuestro corazón se alegra con tantas cosas buenas que encontramos en él. Nos sabemos queridos por el Señor ya en esta tierra y esto nos colma de gozo. Pero sabemos que esta alegría se refuerza con la certeza de la alegría definitiva. «Estoy feliz –afirmaba san Josemaría– con la certeza del cielo que alcanzaremos, si permanecemos fieles hasta el final; con la dicha que nos llegará, quoniam bonus, porque mi Dios es bueno y es infinita su misericordia»[1].
Cuánto nos ayuda no perder de vista la esperanza del cielo. Así podremos valorar en su dimensión adecuada todo lo que nos sucede, tanto lo agradable como lo desagradable. «Solo la fe en la vida eterna nos hace amar verdaderamente la historia y el presente, pero sin apegos, en la libertad del peregrino que ama la tierra porque tiene el corazón en el cielo»[2]. La vida eterna es el premio que no decepciona, será el momento en que estaremos íntimamente unidos a Dios y a una multitud de gente. Todos los esfuerzos habrán valido la pena. «Digo que importa mucho, y el todo –dice santa Teresa de Jesús–, una grande y muy determinada determinación de no parar hasta llegar, venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabájese lo que se trabajare, murmure quien murmurare»[3].
¿CÓMO SERÁ el cielo? ¿En qué consiste la eternidad? ¿Cómo experimentaremos ese amor infinito sin cansancio? Sabemos por fe que será el momento de felicidad plena, la bienaventuranza esperada, pero no podemos comprender con claridad de qué modo. «La expresión vida eterna trata de dar un nombre a esta desconocida realidad conocida. Es por necesidad una expresión insuficiente que crea confusión. En efecto, eterno suscita en nosotros la idea de lo interminable, y eso nos da miedo; vida nos hace pensar en la vida que conocemos, que amamos y que no queremos perder, pero que a la vez es con frecuencia más fatiga que satisfacción, de modo que, mientras por un lado la deseamos, por otro no la queremos. Podemos solamente tratar de salir con nuestro pensamiento de la temporalidad a la que estamos sujetos y augurar de algún modo que la eternidad no sea un continuo sucederse de días del calendario, sino como el momento pleno de satisfacción, en el cual la totalidad nos abraza y nosotros abrazamos la totalidad. Sería el momento del sumergirse en el océano del amor infinito, en el cual el tempo –el antes y el después– ya no existe. Podemos únicamente tratar de pensar que este momento es la vida en sentido pleno, sumergirse siempre de nuevo en la inmensidad del ser, a la vez que estamos desbordados simplemente por la alegría»[4].
En cualquier caso, podemos tener la certeza de que el Señor en el momento de llamarnos a su presencia irá mucho más allá de nuestras expectativas. Después de todo, es él quien nos prepara un lugar (cfr. Jn 14,2). Pero pensar en el cielo no nos separa de las cosas del mundo. Al contrario: en nuestra entrega diaria a los demás, en detalles que a veces parecen menudos, vamos preparando nuestro corazón para recibir toda esa dicha que se derramará en nosotros. «La esperanza no me separa de las cosas de esta tierra –decía san Josemaría–, sino que me acerca a esas realidades de un modo nuevo»[5].
LAS PALABRAS que el Señor pronunció durante aquella noche resultaban difíciles de comprender para sus apóstoles. Tomás muestra su perplejidad sin tapujos: «Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podremos saber el camino?» (Jn 14,5). La respuesta de Jesús es muy concreta: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida (…); nadie va al Padre si no es a través de mí» (Jn 14,6).
En nuestro camino hacia la vida eterna siempre podemos dirigirnos hacia Jesús en busca de orientación. En él podemos confiar: «¡No tengáis miedo! Cristo conoce “lo que hay dentro del hombre”. ¡Solo él lo conoce!»[6]. Si Cristo es el camino, la verdad y la vida, entonces podemos intentar leer todo lo que sucede en nuestra existencia a la luz de su persona. En esta tarea ayuda mucho la lectura asidua de los evangelios. «El Señor nos ha llamado a los católicos –decía san Josemaría– para que le sigamos de cerca y, en ese texto santo, encuentras la vida de Jesús; pero, además, debes encontrar tu propia vida»[7]. Muchos santos han encontrado la clave para comprender lo que les sucedía después de haber leído algún pasaje del evangelio. Allí encontraremos la voz de Cristo para renovar el deseo de llegar al cielo con él.
Podemos pedir a nuestra Madre que nos ayude a «llevar a todos el Evangelio de la vida que vence a la muerte; que interceda por nosotros para que podamos adquirir la santa audacia de buscar nuevos caminos para que llegue a todos el don de la salvación»[8].
[1] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 208.
[2] Benedicto XVI, Ángelus, 1-XI-2012.
[3] Santa Teresa de Jesús, Camino de perfección, capítulo 21, 2.
[4] Benedicto XVI, Spe Salvi, n. 12.
[5] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 208.
[6] San Juan Pablo II, Homilía, 22-X-1978.
[7] San Josemaría, Forja, n. 754.
[8] Francisco, Mensaje, 4-VI-2017.