- Jesús es el rey del Universo y de cada uno de nosotros.
- La aparente debilidad del reinado de Cristo.
- El servicio es el verdadero poder.
LLEGA EL FIN del año litúrgico con la solemnidad de Cristo Rey. Estas semanas en las que la Iglesia nos ha propuesto considerar las verdades últimas nos conducen hacia una certeza: Jesucristo es el Señor de la historia universal y, al mismo tiempo, de cada historia personal. «Su dominio es eterno y no pasa, y su reino no tendrá fin» (Dn 7,14). Nada de lo que sucede escapa a su conocimiento. Ninguno de nuestros afanes o deseos se pierden porque él gobierna todo.
Regnare Christum volumus, eligió como lema episcopal el beato Álvaro del Portillo: queremos que Cristo reine. Es una de las jaculatorias que repetía san Josemaría desde muy joven. «Cristo debe reinar, antes que nada, en nuestra alma –decía–. Pero, qué responderíamos si él preguntase: tú, ¿cómo me dejas reinar en ti? Yo le contestaría que, para que él reine en mí, necesito su gracia abundante. Únicamente así hasta el último latido, hasta la última respiración, hasta la mirada menos intensa, hasta la palabra más corriente, hasta la sensación más elemental se traducirán en un hosanna a mi Cristo Rey»1.
«Jesús hoy nos pide que dejemos que él se convierta en nuestro rey. Un rey que, con su palabra, con su ejemplo y con su vida inmolada en la Cruz, nos ha salvado de la muerte. Este rey nos indica el camino al hombre perdido, da luz nueva a nuestra existencia marcada por la duda, por el miedo y por la prueba de cada día. Pero no debemos olvidar que el reino de Jesús no es de este mundo. Él dará un sentido nuevo a nuestra vida, en ocasiones sometida a dura prueba también por nuestros errores y nuestros pecados, solamente con la condición de que nosotros no sigamos las lógicas del mundo y de sus “reyes”»2.
DURANTE EL PROCESO previo a la crucifixión, el Evangelio nos deja ver cómo la sorpresa de Pilato va en aumento durante su conversación con Cristo. No solo se trata de un acusado que mostraba una dignidad que jamás había encontrado, sino que Jesús, con sus palabras amables, llenas de mansedumbre, se ha adentrado en las profundidades de su alma. El brillo de la verdad deslumbra al procurador que no acierta a ver con claridad qué posición tomar. Cristo mismo es la verdad y ante su mirada ningún corazón queda igual que antes.
La contraposición en la escena es elocuente: de un lado, el poder del Imperio romano que dominará prácticamente todo el mundo hasta entonces conocido. De otro, el auténtico Señor del universo con la aparente imposibilidad de defenderse. Aquellas manos que han realizado milagros como dar la vista a los ciegos o resucitar a muertos, que han acariciado a los enfermos y han consolado las lágrimas de los afligidos, parecen ahora encadenadas. Podrían imperar sobre legiones de ángeles, han convertido el pan y el vino en su propio cuerpo y sangre, pero ahora se mantienen atadas.
Es un misterio que nos deslumbra: Cristo no se defiende. Su reinado es el de quien se entrega y solo así comienza la salvación. Jesús «quiere cumplir la voluntad del Padre hasta el final y establecer su reino, no con las armas y la violencia, sino con la aparente debilidad del amor que da la vida. El reino de Dios es un reino completamente distinto a los de la tierra»3. Esa «aparente debilidad» es la que conquista la libertad de las almas. Es la fragilidad del Señor la que infunde la vida en el mundo y en las gentes, la que sabe sacar bien del mal, la que infunde la gracia sin imponerse.
CADA CRISTIANO está llamado a ser Cristo que pasa entre los hombres. Mirar las manos atadas del Señor nos impulsa a darnos como él. Su ejemplo nos lleva a amar sin condiciones. Quien se entrega depone las armas, renuncia a defenderse. De ese modo, aprendemos a escuchar sin imponernos, a valorar lo bueno de cada persona, a ofrecer el propio tiempo y la alegría que tenemos dentro sin esperar nada a cambio.
En ese reinado de Cristo frente a Pilato descubrimos que de poco vale que pretendamos tener razón o salirnos con la nuestra; incluso el bien que hacemos pierde peso si no nos mueve un sincero afán de servir, como Cristo en su Pasión. «Servicio. ¡Cómo me gusta esta palabra! –decía san Josemaría–. Servir a mi Rey y, por él, a todos los que han sido redimidos con su sangre. ¡Si los cristianos supiésemos servir! Vamos a confiar al Señor nuestra decisión de aprender a realizar esta tarea de servicio, porque solo sirviendo podremos conocer y amar a Cristo, y darlo a conocer y lograr que otros más lo amen»4.
El arcángel san Gabriel predijo a María que su Hijo reinaría para siempre. Ella creyó antes de darlo al mundo. Más adelante, no sin perplejidades, comprendería qué tipo de realeza era la de Jesús. Le pedimos a nuestra Madre que comprendamos y vivamos, siempre con mayor profundidad, aquella manera suave con la que reina su Hijo.
1 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 181.
2 Francisco, Ángelus, 25-XI-2018.
3 Benedicto XVI, Homilía, 25-XI-2012
4 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 182.