- Jesús es el rey del Universo y de cada uno de nosotros.
- La aparente debilidad del reinado de Cristo.
- El servicio es el verdadero poder.
LLEGA EL FIN del año litúrgico con la solemnidad de Cristo Rey. Estas semanas en las que la Iglesia nos ha propuesto considerar las verdades últimas nos conducen hacia una certeza: Jesucristo es el Señor de la historia universal y, al mismo tiempo, de cada historia personal. «Es la imagen de Dios invisible, primogénito de toda creación, porque en él fueron creadas todas las cosas en los cielos y sobre la tierra» (Col 1,15-16). Nada de lo que sucede escapa a su conocimiento. Ninguno de nuestros afanes o deseos se pierden porque él gobierna todo.
Regnare Christum volumus, eligió como lema episcopal el beato Álvaro del Portillo: queremos que Cristo reine. Es una de las jaculatorias que repetía san Josemaría desde muy joven. «Cristo debe reinar, antes que nada, en nuestra alma –decía–. Pero, qué responderíamos si él preguntase: tú, ¿cómo me dejas reinar en ti? Yo le contestaría que, para que él reine en mí, necesito su gracia abundante. Únicamente así hasta el último latido, hasta la última respiración, hasta la mirada menos intensa, hasta la palabra más corriente, hasta la sensación más elemental se traducirán en un hosanna a mi Cristo Rey»[1].
«Jesús hoy nos pide que dejemos que él se convierta en nuestro rey. Un rey que, con su palabra, con su ejemplo y con su vida inmolada en la Cruz, nos ha salvado de la muerte. Este rey nos indica el camino al hombre perdido, da luz nueva a nuestra existencia marcada por la duda, por el miedo y por la prueba de cada día. Pero no debemos olvidar que el reino de Jesús no es de este mundo. Él dará un sentido nuevo a nuestra vida, en ocasiones sometida a dura prueba también por nuestros errores y nuestros pecados, solamente con la condición de que nosotros no sigamos las lógicas del mundo y de sus “reyes”»[2].
POCO antes de la muerte de Jesús, los jefes del pueblo y los soldados comenzaron a insultarle: «Si tú eres el Rey de los judíos, sálvate a ti mismo» (Lc 23,37). Su realeza permanece oculta a ojos de esos hombres. Ellos consideraban que el verdadero poder era el que dominaba políticamente gran parte del mundo conocido en occidente. No concebían que aquella persona, a punto de morir en la cruz, fuera alguien importante.
La respuesta del Señor ante esos insultos es elocuente: no se defiende. Su reinado es el de quien se entrega y solo así comienza la salvación. Jesús «quiere cumplir la voluntad del Padre hasta el final y establecer su reino, no con las armas y la violencia, sino con la aparente debilidad del amor que da la vida. El reino de Dios es un reino completamente distinto a los de la tierra»[3]. Esa «aparente debilidad» es la que conquista la libertad de las almas. Es la fragilidad del Señor la que infunde la vida en el mundo y en las gentes, la que sabe sacar bien del mal, la que infunde la gracia sin imponerse.
Quizá fue precisamente esa «debilidad» la que conquistó el corazón del «buen ladrón». Mientras su compañero de fechorías desafiaba a Jesús y le pedía que les salvara de la cruz, él se atrevió a hacer una súplica más audaz: «Acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino» (Lc 23,42). Había reconocido su reinado, pero sabía que no era de este mundo. Por eso se dirige a él, para que, allá donde ejerza su poder, se acuerde de su compañero de agonía. Y lo que obtiene de ese Rey es mucho más de lo que podía imaginar: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23,43).
CADA CRISTIANO está llamado a ser Cristo que pasa entre los hombres. Mirar al Señor en la cruz nos impulsa a darnos como él. Su ejemplo nos lleva a amar sin condiciones. Quien se entrega depone las armas, renuncia a defenderse. De ese modo, aprendemos a escuchar sin imponernos, a valorar lo bueno de cada persona, a ofrecer el propio tiempo y la alegría que tenemos dentro sin esperar nada a cambio.
En ese reinado de Cristo frente a los que se burlaban de él descubrimos que de poco vale que pretendamos tener razón o salirnos con la nuestra; incluso el bien que hacemos pierde peso si no nos mueve un sincero afán de servir, como Cristo en su Pasión. «Servicio. ¡Cómo me gusta esta palabra! –decía san Josemaría–. Servir a mi Rey y, por él, a todos los que han sido redimidos con su sangre. ¡Si los cristianos supiésemos servir! Vamos a confiar al Señor nuestra decisión de aprender a realizar esta tarea de servicio, porque solo sirviendo podremos conocer y amar a Cristo, y darlo a conocer y lograr que otros más lo amen»[4].
El arcángel san Gabriel predijo a María que su Hijo reinaría para siempre. Ella creyó antes de darlo al mundo. Más adelante, no sin perplejidades, comprendería qué tipo de realeza era la de Jesús. Le podemos pedir a nuestra Madre que comprendamos y vivamos, siempre con mayor profundidad, aquella manera suave con la que reina su Hijo.
[1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 181.
[2] Francisco, Ángelus, 25-XI-2018.
[3] Benedicto XVI, Homilía, 25-XI-2012
[4] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 182.