- La inhabitación divina en el alma.
- El Espíritu Santo y la paz.
- Con el fuego del Espíritu Santo.
EL TIEMPO de Pascua llega poco a poco a su fin. A lo largo de estas semanas hemos recordado algunos encuentros de Cristo resucitado con los apóstoles y las santas mujeres. Se acercan ya la Ascensión y Pentecostés, y la Iglesia nos invita a prepararnos interiormente para estas dos solemnidades. En el Evangelio leemos las palabras que, a modo de despedida, Jesús pronunció durante la última cena: «Todavía un poco más y el mundo ya no me verá, pero vosotros me veréis porque yo vivo y también vosotros viviréis. Ese día conoceréis que yo estoy en el Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros» (Jn 14,19-20).
Jesús manifiesta la inmensidad del amor de Dios por nosotros, revelando el misterio de la inhabitación divina en el alma: estamos llamados a ser templo y morada de la Santísima Trinidad. «¿A qué grado mayor de comunión con Dios podría aspirar el hombre? ¿Qué prueba mayor que esta podría dar Dios de querer entrar en comunión con el hombre? Toda la historia milenaria de la mística cristiana, aun teniendo sublimes expresiones, solo puede hablarnos imperfectamente de esta inefable presencia de Dios en lo más íntimo del alma»[1].
Dios nos manifiesta su cercanía. No se conforma con estar junto a nosotros: quiere estar dentro, llenando con su presencia nuestro corazón. «Dios está aquí con nosotros, presente, vivo –escribió san Josemaría–: nos ve, nos oye, nos dirige, y contempla nuestras menores acciones, nuestras intenciones más escondidas»[2]. Recordarlo con frecuencia nos ayudará a experimentar su presencia, a ser fieles en las pequeñas y grandes cosas que componen nuestra existencia: «Tratándole de esta manera, con esa intimidad, llegarás a ser un buen hijo de Dios y un gran amigo suyo: en la calle, en la plaza, en tus negocios, en tu profesión, en tu vida ordinaria»[3].
«SI ME AMÁIS, guardaréis mis mandamientos; y yo rogaré al Padre y os dará otro Paráclito para que esté con vosotros siempre: el Espíritu de la verdad» (Jn 14,15-17). La Iglesia nace del misterio pascual de Cristo, y es guiada y vivificada continuamente por el Espíritu Santo. En su caminar histórico, a pesar de las fragilidades de los hombres, nunca cesa la asistencia de la tercera persona de la Trinidad.
Posiblemente, ante la inminente partida de Jesús, los apóstoles estarían preocupados. El contraste entre la magnitud de la empresa confiada y sus capacidades era grande. ¿Cómo iban a cumplir la misión de llevar su palabra por todo el mundo? Por eso Jesús, tras haber anunciado el envío del Espíritu Santo, procura infundir serenidad en sus discípulos: «La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde» (Jn 14,27).
Con el Espíritu Santo, Jesús les dona la paz. Una paz que es don de Dios y que por eso va más allá de lo que podemos conseguir con las solas fuerzas humanas. Muchas veces en la tierra «hay solo apariencia de paz, equilibrio de miedo, compromisos precarios»[4]. En cambio, la paz que el Señor nos regala es ante todo consecuencia de la caridad que el Paráclito derrama en nuestros corazones (cfr. Rm 5,5). «La paz del Señor sigue el camino de la mansedumbre y de la cruz: es hacerse cargo de los otros. Cristo, de hecho, ha tomado sobre sí nuestro mal, nuestro pecado y nuestra muerte. Ha tomado consigo todo esto. Así nos ha liberado. Él ha pagado por nosotros. Su paz no es fruto de algún acuerdo, sino que nace del don de sí»[5].
CUANDO los apóstoles se enteraron de que los samaritanos habían escuchado la palabra de Dios, pero todavía no habían recibido el Paráclito, mandaron a Pedro y Juan. «Estos, nada más llegar, rezaron por ellos, para que recibieran el Espíritu Santo, pues aún no había descendido sobre ninguno de ellos, sino que solo estaban bautizados en el nombre del Señor Jesús. Entonces les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo» (Hch 8,15-17).
Ese impulso misionero, continuamente renovado, aparece a lo largo de toda la historia de la Iglesia. Y es un motivo de esperanza en la tarea de evangelización en la que nosotros también estamos inmersos. «El Espíritu acompaña a la Iglesia en el largo camino que se extiende entre la primera y la segunda venida de Cristo: “Me voy y volveré a vosotros” (Jn 14,28), dijo Jesús a los apóstoles. Entre la “ida” y la“vuelta” de Cristo está el tiempo de la Iglesia, que es su Cuerpo; están los dos mil años transcurridos hasta ahora. Tiempo de la Iglesia, tiempo del Espíritu Santo: él es el Maestro que forma a los discípulos y los hace enamorarse de Jesús, los educa para que escuchen su palabra, para que contemplen su rostro»[6].
Durante sus primeros años de sacerdocio, san Josemaría tenía en su breviario unas estampas que usaba para señalar las páginas. Un día le pareció que se estaba apegando a ellas y las sustituyó por unos papeles, en los que más tarde escribió: Ure igne Sancti Spiritus!, ¡quema con el fuego del Espíritu Santo! «Los he usado durante muchos años –recordaba–, y cada vez que los leía, era como decirle al Espíritu Santo: ¡enciéndeme!, ¡hazme una brasa!»[7]. Con esos mismos deseos nos podemos preparar, perseverando en oración junto a María (cfr. Hch 1,14), para recibir al Espíritu Santo en nuestros corazones. Así, encendidos en nuestro amor a Dios y a los demás, sabremos el calor divino a todas las personas, como hicieron los apóstoles.
[1] San Juan Pablo II, Homilía, 5-V-1986.
[2] San Josemaría, Surco, n. 658.
[3] San Josemaría, Notas tomadas en una tertulia, 17-XI-1972.
[4] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 73.
[5] Francisco, Audiencia, 13-IV-2022.
[6] Benedicto XVI, Homilía, 13-V-2007.
[7] Salvador Bernal, Josemaría Escrivá de Balaguer, Rialp, 1980, p. 337.