Meditaciones: 2.º domingo de Cuaresma (Ciclo A)

Reflexión para meditar el segundo domingo de Cuaresma. Los temas propuestos son: el desierto y el monte son lugares de silencio; Dios nos diviniza en la oración; el misterio de Dios se nos revela progresivamente.


LA LITURGIA del domingo pasado nos presentaba a Jesús y al demonio frente a frente en el desierto. En este segundo domingo de Cuaresma, por otra parte, nos trasladamos al monte Tabor para asistir al acontecimiento glorioso de la Transfiguración del Señor. Si en el desierto «vemos a Jesús plenamente hombre, que comparte con nosotros incluso la tentación», en el Tabor «lo contemplamos como Hijo de Dios, que diviniza nuestra humanidad»[1]. Sin embargo, a pesar del contraste, ambos sucesos anticipan el misterio pascual: «La lucha de Jesús con el tentador preludia el gran duelo final de la Pasión, mientras la luz de su cuerpo transfigurado anticipa la gloria de la Resurrección»[2].

El desierto y el monte tienen en común que son lugares apartados, en donde reina la soledad. A ellos se retira Jesús, empujado por el Espíritu Santo, para orar con el Padre. La Sagrada Escritura nos muestra que en esos espacios, vacíos de ruido, Dios se revela de una manera especial. Por eso, todos necesitamos espacios y tiempos de silencio en los que, apagando los ruidos que nos envuelven, podamos propiciar un recogimiento interior en el que se escuche el susurro de Dios. «El silencio es capaz de abrir un espacio interior en lo más íntimo de nosotros mismos, para hacer que allí habite Dios, para que su Palabra permanezca en nosotros, para que el amor a Él arraigue en nuestra mente y en nuestro corazón, y anime nuestra vida»[3].

Es normal sentir un cierto temor al silencio, porque nos exige entrar en nuestro interior para descubrir la verdad de nuestra existencia. Es normal, también, que al principio nos cueste bajar el nivel de ruido en esos momentos. Pero, cuando lo buscamos en medio del ajetreo diario, entre el ir y el venir tantas veces acelerado, estamos abriendo un camino a la presencia de Dios. El Señor espera muchas veces nuestro silencio para revelarse.


PEDRO, Santiago y Juan, al subir al Tabor, se ven inmersos inesperadamente en la oración de Jesús. Ellos habían contemplado muchas veces en el pasado el rostro del Maestro; le habían mirado mientras oraba, cuando predicaba la llegada del Reino o curaba muchos enfermos. Quizás habían visto reflejados en el rostro de Cristo los sentimientos que llenaban su corazón. Sin embargo, en la cima del Tabor ven de una manera nueva ese rostro tan amado.

Jesús revela su gloria a los tres amigos: «Se transfiguró ante ellos, de modo que su rostro se puso resplandeciente como el sol, y sus vestidos blancos como la luz» (Mt 17,2). Es tal la impresión que les produjo la contemplación del cuerpo glorioso del Señor, que Pedro, entusiasmado, exclamó sin saber lo que decía: «Qué bien estamos aquí; si quieres haré aquí tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (Mt 17,4). Los discípulos se sintieron endiosados. «La oración es la elevación del alma a Dios»[4], señala san Juan Damasceno, en una expresión recogida por el Catecismo de la Iglesia; es un espacio de silencio ante Dios, a donde acudimos para llenarnos de él, para saciar nuestra sed.

Los discípulos fueron arrebatados por lo que veían en el Tabor. «La oración nos dará el endiosamiento bueno, humilde, santo –escribía san Josemaría–; y podremos trabajar en todos los ambientes (...). Por ese seguimiento continuado, perseverante, de lo divino, el Señor nos dará a manos llenas la riqueza de sus dones, la divinización buena»[5]. «Al mismo tiempo, no es sana una oración que sea ajena de la vida. Una oración que nos enajena de lo concreto de la vida se convierte en espiritualismo, o, peor, ritualismo. Recordemos que Jesús, después de haber mostrado a los discípulos su gloria en el monte Tabor, no quiere alargar ese momento de éxtasis, sino que baja con ellos del monte y retoma el camino cotidiano. Porque esa experiencia tenía que permanecer en los corazones como luz y fuerza de su fe; también una luz y fuerza para los días venideros: los de la Pasión»[6].


COMO había sucedido durante el Bautismo del Señor en el río Jordán, también en el monte Tabor «apareció toda la Trinidad: el Padre en la voz, el Hijo en el hombre, el Espíritu en la nube luminosa»[7]. Sorprendidos por lo que sucedía delante de sus ojos, los tres discípulos de Jesús reciben una revelación que tardarán más tiempo en comprender: que el único Dios es, al mismo tiempo, una Trinidad de personas. El misterio de Dios se nos desvela progresivamente en la oración, preparada muchas veces con la lectura espiritual y por la formación personal. De esa manera dejaremos allanaremos el camino al Espíritu Santo para que sea él quien purifique progresivamente nuestra idea de Dios, y nos enseñe a tratarle con sencillez y confianza. El Espíritu Santo hará de nosotros «hombres y mujeres transfigurados»[8], que se han dejado regenerar, corregir y consolar.

Cuando Pedro todavía estaba hablando, «una nube de luz los cubrió y una voz desde la nube dijo: “Este es mi Hijo, el Amado, en quien me he complacido: escuchadle”. Los discípulos al oírlo cayeron de bruces llenos de temor» (Mt 17,5-6). Son unas palabras y unos momentos que los apóstoles nunca olvidaron. Unidos a la oración de Jesús, también nosotros descubrimos la maravilla de escucharle y de comprender nuestra condición de hijos de Dios. «La oración es la relación viva de los hijos de Dios con su Padre infinitamente bueno, con su Hijo Jesucristo y con el Espíritu Santo (...) Es estar habitualmente en presencia de Dios, tres veces Santo, y en comunión con Él»[9]. María, que se dejó moldear interiormente por la gracia, nos puede ayudar a encontrar esos momentos de silencio en los que podamos profundizar en nuestra condición de hijos.


[1] Benedicto XVI, Ángelus, 17-II-2008.

[2] Ibíd.

[3] Benedicto XVI, Audiencia, 7-III-2012.

[4] San Juan Damasceno, De fide orthodoxa, 3, 24.

[5] San Josemaría, Cartas 2, n. 54.

[6] Francisco, Audiencia, 9-VI-2021.

[7] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, c. 45, a. 4, ad 2.

[8] San Juan Pablo II, Homilía, 11-III-2001.

[9] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2565.