Meditaciones: Natividad de la Virgen María

Reflexión para meditar en la festividad de la natividad de la Virgen. Los temas propuestos son: alegría por el nacimiento de María; la obra maestra de la creación; Dios es fiel y no falta a sus promesas.

- Alegría por el nacimiento de María.

- La obra maestra de la creación.

- Dios es fiel y no falta a sus promesas.


«CELEBREMOS con alegría el Nacimiento de la bienaventurada Virgen María: de ella salió el Sol de justicia, Cristo, nuestro Dios»[1]. Con estas palabras comienza la celebración eucarística de esta fiesta. Así como la aurora anuncia en cada amanecer la llegada de un nuevo día, así el nacimiento de la Madre de Dios es «esperanza y aurora de salvación»[2]. Con el nacimiento de María la redención es ya inminente. Generación tras generación, los piadosos israelitas esperaron la llegada de la Madre del Mesías; esperaron, como profetizó Miqueas, «el tiempo en que dé a luz la que ha de dar a luz» (Mi 5,2).

«Quizá se logre entender mejor lo que representa el nacimiento de la Virgen para la humanidad si se tiene en cuenta la condición de un encarcelado. Los días del encarcelado son largos, interminables… Cuenta los minutos de la última noche que transcurre en la cárcel. Después, finalmente, las puertas se abren: ¡ha llegado la hora tan esperada de la libertad! Esos minutos interminables, contados uno a uno, nos recuerdan las páginas evangélicas de la genealogía de Jesús. Unos nombres se suceden a otros con monotonía (...). Hasta que suena, finalmente, la hora querida por Dios: es la plenitud de los tiempos, el inicio de la luz, la aurora de la salvación: “Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, el llamado Cristo” (Mt 1,16)»[3].

Esta fiesta mariana es una invitación a la alegría. Como dice el salmista: «Desbordo de gozo con el Señor» (Sal 12,6). Al conmemorar el cumpleaños de María, exclama un Padre de la Iglesia: «Que toda la creación, pues, rebose de contento (…) y que la festeje con gozo todo lo que hay en el mundo y por encima del mundo. Hoy, en efecto, ha sido construido el santuario del Creador de todas las cosas, y la creación, de un modo nuevo y más digno, queda dispuesta para hospedar en sí al supremo Hacedor»[4].


MARÍA nace para convertirse, a través de su fiat generoso, en la Madre del Redentor. Ella era una pieza clave en el plan que Dios había trazado para rescatar a la humanidad. El Señor preparó con delicadeza, siglo tras siglo, a los hombres y a las mujeres de su estirpe. Desde el primer momento de su concepción, a ella la santificó de manera admirable haciéndola «llena de gracia» (Lc 1,28); nace inmaculada por privilegio divino para ser la madre del Hijo de Dios. Aunque ninguno de sus conciudadanos se diera cuenta, «esta niña, todavía pequeña y frágil, es la “mujer” del primer anuncio de la redención futura, contrapuesta por Dios a la serpiente tentadora (cfr. Gn 3,15)»[5].

Por eso, como han repetido los santos a través de los tiempos, podemos decir, sin temor a exagerar, que esta «niña» es la obra maestra de la creación, la más hermosa de todas las criaturas. San Juan Damasceno, por ejemplo, señala que «hoy, en la tierra, aquel que en un tiempo separó el firmamento de las aguas y lo elevó a lo alto, ha creado un cielo de la naturaleza terrena, y este cielo es con mucho divinamente más espléndido que el primero»[6].

La Virgen es la criatura más amada por Dios, la puerta a través de la cual él hace su entrada en esta tierra. Sin embargo, aunque predestinada por la Trinidad a una misión altísima, Dios quiso esperar la respuesta libre de María. «Considerad ahora el momento sublime en el que el Arcángel San Gabriel anuncia a Santa María el designio del Altísimo –escribe san Josemaría–. Nuestra Madre escucha, y pregunta para comprender mejor lo que el Señor le pide; luego, la respuesta firme: fiat! —¡hágase en mí según tu palabra!—, el fruto de la mejor libertad: la de decidirse por Dios»[7].


JUNTO a la alegría por la noticia de su nacimiento, la liturgia subraya la providencia del Señor con nosotros. Él nos ofrece sus cuidados a lo largo de toda nuestra historia personal y como pueblo de Dios. No nos abandona a nuestra suerte. «Esta fiesta nos recuerda que Dios es fiel a sus promesas y que, a través de María Santísima, ha querido habitar entre nosotros»[8]. La genealogía de Jesucristo que se lee en el Evangelio no es una simple lista de nombres que, partiendo desde Abrahán, llega hasta Jesús, sino que entraña un significado más profundo. En esta relación destacan figuras luminosas, como los patriarcas, que fueron fieles a la voz de Dios; pero también encontramos entre esos nombres historias oscuras, personas que se comportaron de manera mezquina.

De este pasaje brota una vez más la evidencia de que, en palabras de san Josemaría, «así como los hombres escribimos con la pluma, el Señor escribe con la pata de la mesa, para que se vea que es él el que escribe: eso es lo increíble, eso es lo maravilloso»[9]. Para Dios no existen callejones sin salida. Aunque respeta siempre nuestra libertad, el Señor «sabe encontrar en nuestro fracaso nuevos caminos para su amor. Dios no fracasa. Así esta genealogía es una garantía de la fidelidad de Dios, una garantía de que Dios no nos deja caer y una invitación a orientar siempre de nuevo nuestra vida hacia Él, a caminar siempre nuevamente hacia Cristo»[10].

Contemplar a María es mirarnos en el modelo que Dios mismo nos ha dado. En las letanías del rosario la invocamos con el título de «Virgen fiel» y «Causa de nuestra alegría»: le podemos pedir en su cumpleaños que nos ayude a ser felices siendo fieles cada día a los planes de Dios, siempre nuevos.


[1] Antífona de entrada.

[2] Oración después de la comunión.

[3] Joseph Ratzinger, El Rostro de Dios, ed. Sígueme, Salamanca, 1983.

[4] San Andrés de Creta, Sermón 1, PG. 97, nn. 806-810.

[5] San Juan Pablo II, Homilía, 8-IX-1980.

[6] San Juan Damasceno, Homilía sobre la Natividad de María, PG 96, 661 s.

[7] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 25.

[8] Francisco, Audiencia general, 8-IX-2021.

[9] San Josemaría, Meditación, 2-X-1962.

[10] Benedicto XVI, Homilía, 8-IX-2007.