Meditaciones: jueves de la 3.ª semana del tiempo ordinario

Reflexión para meditar el jueves de la 3ª semana del tiempo ordinario. Los temas propuestos son: somos portadores de la luz de Cristo; difundir el Evangelio con el trabajo ordinario; la naturalidad del apostolado.


JESÚS HABLA el lenguaje de quienes le escuchan, un lenguaje empapado de vida ordinaria. Pregunta, por ejemplo: «¿Acaso se enciende la lámpara para ponerla debajo de un celemín o debajo de la cama? ¿No se pone sobre un candelero?» (Mc 4,21). Muchos de sus oyentes tendrían en casa un celemín, que era un pequeño cubo de madera con forma rectangular y capacidad para unos nueve litros. En este recipiente se vertía sobre todo el trigo o la harina; era indispensable para hacer pequeños negocios, así como para calcular los diezmos prescritos por la ley. Por su parte, las lámparas de uso doméstico solían ser de terracota o de bronce, con formas variadas, aunque la más corriente era una base circular con un agujero en el centro, por donde se echaba el aceite. Finalmente, los candeleros eran a menudo un simple nicho en la pared. Según algunos arqueólogos, los hebreos acostumbraban a dejar una lámpara encendida en sus casas, probablemente para mantener alejados a los merodeadores.

Cada cristiano ha recibido la luz de Cristo, que vino al mundo para disipar las tinieblas del mal y de la muerte. Por gracia y misericordia del Señor, hemos acogido esa luz en nuestros corazones y, como hijos de Dios, estamos llamados a ser «portadores de la única llama capaz de iluminar los caminos terrenos de las almas»1. Es un gran don y una tarea inmensa. En cierto sentido, «de nosotros depende que muchos no permanezcan en tinieblas, sino que anden por senderos que llevan hasta la vida eterna»2. «Un discípulo y una comunidad cristiana son luz en el mundo cuando encaminan a los demás hacia Dios, ayudando a cada uno a experimentar su bondad y misericordia. El discípulo de Jesús es luz cuando sabe vivir su fe fuera de los espacios estrechos (...). Hacer luz. Pero no mi luz, sino la luz de Jesús: somos instrumentos para que la luz de Jesús llegue a todos»3.


QUERRÍAMOS PONER al Señor en un lugar muy alto para que su luz alcance a todos. Pero, ¿cómo llevar a la práctica esta exhortación evangélica? San Josemaría explicaba que, para la inmensa mayoría de los cristianos, difundir la luz de Cristo no consiste en dejar las ocupaciones normales y dedicarse solamente a predicar la Palabra de Dios; tampoco consiste simplemente en dedicar algunos tiempos diarios o semanales a las prácticas de piedad o a las actividades apostólicas. El fundador del Opus Dei proponía un camino más ambicioso: ser santos y apóstoles en el ejercicio de la propia profesión u oficio.

«Tú y yo somos cristianos –escribía–, pero a la vez, y sin solución de continuidad, ciudadanos y trabajadores, con unas obligaciones claras que hemos de cumplir de un modo ejemplar, si de veras queremos santificarnos (…). El trabajo profesional –sea el que sea– se convierte en un candelero que ilumina a vuestros colegas y amigos. Por eso suelo repetir a los que se incorporan al Opus Dei, y mi afirmación vale para todos los que me escucháis: ¡qué me importa que me digan que fulanito es buen hijo mío –un buen cristiano–, pero un mal zapatero! Si no se esfuerza en aprender bien su oficio, o en ejecutarlo con esmero, no podrá santificarlo ni ofrecérselo al Señor; y la santificación del trabajo ordinario constituye como el quicio de la verdadera espiritualidad para los que –inmersos en las realidades temporales– estamos decididos a tratar a Dios»4.

Es muy alentador saber que nuestro trabajo, realizado por amor a Dios y con espíritu de servicio a los demás, nos convierte en personas que transmiten la luz divina a los demás. «Si observas la composición de un aparato eléctrico, encontrarás un ensamblaje de hilos grandes y pequeños, nuevos y gastados, caros y baratos. Si la corriente eléctrica no pasa a través de todo ello, no habrá luz. Estos hilos somos tú y yo. Dios es la corriente. Tenemos poder para dejar pasar la corriente a través de nosotros, dejarnos utilizar por Dios, dejar que se produzca luz en el mundo o bien rehusar ser instrumentos y dejar que las tinieblas se extiendan»5.


«NO HAY COSA escondida que no vaya a saberse, ni secreto que no acabe por hacerse público» (Mc 4,22), sigue diciendo el Señor. Son palabras con valor escatológico, pero también nos ayudan a considerar el reflejo que, en nuestra vida diaria, manifiesta la luz que Cristo ha encendido en nuestro interior. Cuando un cristiano procura mantener vivo su diálogo con Dios, su amor a las almas le impulsa a hablar, a compartir, a comunicar con naturalidad lo que ha significado en su vida el encuentro con Jesús. Esto sucede a menudo sin ningún esfuerzo especial. Pero quizá, en otras ocasiones, será necesario considerar la grandeza de lo que está en juego para vencer la propia timidez.

«Proponer la verdad de Cristo y de su reino, más que un derecho es un deber del evangelizador –decía san Pablo VI–. Y es, a la vez, un derecho de sus hermanos recibir a través de él, el anuncio de la Buena Nueva de la salvación. Esta salvación viene realizada por Dios en quien él lo desea, y por caminos extraordinarios que sólo él conoce. En realidad, si su Hijo ha venido al mundo ha sido precisamente para revelarnos, mediante su palabra y su vida, los caminos ordinarios de la salvación. Y él nos ha ordenado transmitir a los demás, con su misma autoridad, esta revelación. No sería inútil que cada cristiano y cada evangelizador examinasen en profundidad, a través de la oración, este pensamiento: los hombres podrán salvarse por otros caminos, gracias a la misericordia de Dios, si nosotros no les anunciamos el Evangelio; pero ¿podremos nosotros salvarnos si por negligencia, por miedo, por vergüenza –lo que san Pablo llamaba avergonzarse del Evangelio–, o por ideas falsas omitimos anunciarlo?»6.

Pidamos a nuestra Madre del cielo la humildad necesaria para abrir con sencillez nuestra alma a Jesús; y que, a través de aquel encuentro, muchos de quienes nos rodean puedan llegar a recibir con naturalidad la luz de Dios.


San Josemaría, Forja, n. 1.
Ibíd.
Francisco, Ángelus, 9-II-2020.
San Josemaría, Amigos de Dios, n. 61.
Santa Teresa de Calcuta, El amor más grande, Ediciones Urano, Barcelona 2003, c. 67
San Pablo VI, Evangelii nuntiandi, n. 80.