- Pedro se fía de la palabra de Jesús.
- Tocar la grandeza y la debilidad.
PEDRO llega a la orilla después de toda una noche de fatiga y cansancio en vano, pues no ha pescado nada. Siguiendo la descripción de la escena que hace san Lucas, es fácil imaginar a Pedro y Andrés, a Santiago y Juan, alicaídos, agotados y enfadados mientras limpian las redes. Es uno de esos momentos en los que acuden a nuestra cabeza los miedos por el futuro, todas las preocupaciones se agolpan y al cansancio y al mal humor se une también la desesperanza. Quizá, incluso, dentro de ellos empezara a surgir un cierto reproche a Dios, que no los había ayudado en la faena. Sus familias dependen de esas pescas, pero ¿cómo van a sostenerlas si poniendo en juego todas sus artes de pescadores durante una larga noche, no han conseguido pescar nada? Dios, que siempre se ha ocupado de su pueblo, ¿no podría volver su rostro y mirar de vez en cuando al lago de Galilea?
Es en ese momento cuando aparece Jesús a su lado con una petición que, a primera vista, es de todo menos pertinente. Como la multitud allí presente es considerable y no tiene sitio en la orilla, necesita un lugar que le sirva de púlpito. Por eso se sube a la barca y pide a Pedro «que la apartase un poco de tierra» (Lc 5,3) para poder dirigirse a las gentes. Probablemente los pescadores se quedaron extrañados. Al cansancio después de una noche en vela que no ha servido para nada se unía la inoportuna intervención de aquel Maestro.
A veces el Señor se presenta así en nuestras vidas, con reclamos que parecen de lo más inconveniente: alguien que necesita que le demos una mano en un momento de mayor estrés; una luz que no terminamos de entender en la oración o en el acompañamiento espiritual; un hecho o dicho de otra persona que hace que nos dé un vuelco el alma… Se podría decir que son circunstancias en las que de algún modo Cristo juega con nosotros. Quiere que aprendamos a relativizar nuestros pequeños fracasos o nuestros puntos de vista para dejar que sea él quien tome el timón de nuestra barca. En esa persona necesitada, en la indicación que no comprendemos o en aquel suceso inesperado Jesús tiene algo que decirnos. «¡Señor, qué grande eres siempre! Pero me conmueves cuando te allanas a seguirnos, a buscarnos, en nuestro ajetreo diario. Señor, concédenos la ingenuidad de espíritu, la mirada limpia, la cabeza clara, que permiten entenderte cuando vienes sin ningún signo exterior de tu gloria»[1].
PEDRO ya conoce a Jesús. Lo ha escuchado en la sinagoga y lo ha recibido en su casa, donde ha curado a su suegra. Además, ha visto sanar a todos los enfermos de Cafarnaún que se acercaron a él al caer el sol (cfr. Lc 4, 38-44). Sabiendo quién es y, quizá, más en agradecimiento por haber sanado a su suegra que por ganas de escuchar un sermón, Pedro hace caso al Señor: se sube a la barca y la aparta lentamente de tierra. Podemos suponer que Pedro, por el cansancio, a duras penas consiguió prestar atención a lo que decía Cristo. En cuanto acabó el discurso, tal vez pensó que podría por fin dirigirse a casa, pero se encontró con otra inoportuna petición del Maestro: «Guía mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca» (Lc 5,4). Entonces Pedro intentó razonar: «Hemos estado bregando durante toda la noche y no hemos pescado nada» (Lc 5,5). Y podría haber añadido: Si nada hemos pescado de noche, menos aún lo haremos a plena luz del día. En cambio, empujado por la mirada de Jesús y por el recuerdo de los milagros que le ha visto hacer, respondió algo muy distinto: «Sobre tu palabra echaré las redes» (Lc 5,5).
El que sería cabeza de la Iglesia ha visto actuar a la palabra de Jesús y se fía de ella. Lo que el Señor pide no tiene mucho sentido, pero Pedro no se deja guiar por una lógica meramente humana, sino que pone su confianza en la palabra de Cristo. Y esta no se hace esperar: «Lo hicieron y recogieron gran cantidad de peces. Tantos, que las redes se rompían» (Lc 5,6). Esa sería una constante en la vida de Pedro: él hará lo que esté en su mano, y el Maestro se ocupará del resto. «No era una hora adecuada para pescar, era pleno día, pero Pedro confía en Jesús. No se apoya en las estrategias de los pescadores, que conocía bien, sino que se apoya en la novedad de Jesús. Aquel asombro que lo movía a hacer aquello que Jesús le decía. Lo mismo ocurre con nosotros: si acogemos al Señor en nuestra barca, podemos ir mar adentro. Con Jesús se navega por el mar de la vida sin miedo, sin ceder a la decepción cuando no se pesca nada, y sin ceder al “no hay nada más que hacer”. (...) Aceptemos, pues, la invitación: ahuyentemos el pesimismo y la desconfianza y entremos mar adentro con Jesús. Incluso nuestra pequeña barca vacía será testigo de una pesca milagrosa»[2].
LA ESCENA de la pesca milagrosa muestra que, cuando nos fiamos de la palabra de Jesús, él podrá superar nuestros propios planteamientos. «Así actúa con cada uno de nosotros: nos pide que lo acojamos en la barca de nuestra vida, para recomenzar con él a surcar un nuevo mar, que se revela cuajado de sorpresas. Su invitación a salir al mar abierto de la humanidad de nuestro tiempo, a ser testigos de la bondad y la misericordia, da un nuevo significado a nuestra existencia, que a menudo corre el riesgo de replegarse sobre sí misma»[3].
Estas maravillas que Dios puede llevar a cabo en nosotros es compatible con el conocimiento de nuestra propia debilidad. Pedro, al ver la abundancia de la pesca, se arrojó a los pies de Jesús y dijo: «Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador» (Lc 5,8). San Josemaría tenía una experiencia similar. En una ocasión, comentó: «Os aseguro que, al tropezar durante mi vida con tantos prodigios de la gracia, obrados a través de manos humanas, me he sentido inclinado, diariamente más inclinado, a gritar: Señor, no te apartes de mí, pues sin ti no puedo hacer nada bueno»[4].
Tocar la propia fragilidad puede contrastar con todo lo que Dios nos llama a hacer. Esta realidad, lejos de desanimarnos, nos impulsa a no querer separarnos de quien llena nuestra vida de grandeza. «No te asustes al notar el lastre del pobre cuerpo y de las humanas pasiones: sería tonto e ingenuamente pueril que te enterases ahora de que “eso” existe. Tu miseria no es obstáculo, sino acicate para que te unas más a Dios, para que le busques con constancia, porque él nos purifica»[5]. Cristo no rechaza a Pedro cuando le confiesa su pecado, sino todo lo contrario: le llama a una vida junto a él. «No temas; desde ahora serán hombres los que pescarás» (Lc 5,10). Y, confiando en la palabra de Jesús, como hizo nuestra Madre con su fiat, «ellos, sacando las barcas a tierra, dejadas todas las cosas, le siguieron» (Lc 5,11).
[1] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 313
[2] Francisco, Ángelus, 6-II-2022.
[3] Francisco, Ángelus, 10-II-2019.
[4] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 23.
[5] San Josemaría, Surco, n. 134.