Meditaciones: Domingo 5.º de Pascua (ciclo A)

Reflexión para meditar el domingo de la quinta semana de Pascua. Los temas propuestos son: podemos fiarnos de Jesús; fuimos creados para el cielo; mirar nuestra propia vida.

Podemos fiarnos de Jesús.

Fuimos creados para el cielo.

Mirar nuestra propia vida.


JESÚS sabe que, en pocas horas, será apresado por los soldados, así que se prepara para vivir la Pasión. Decide pasar sus últimos momentos con quienes había compartido más tiempo en esta tierra, aquellos a quienes amaba de manera especial: los apóstoles. A ellos, al acabar la Última Cena, les abre su intimidad: es perfectamente consciente de que llegará el dolor, el abandono, la tristeza, pero no deja que cunda el dramatismo entre sus discípulos. «No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios, creed también en mí» (Jn 14,1).

Esta es la clave que el Señor da a sus discípulos para afrontar lo que está por venir: fiarse de él. Puede parecer una indicación demasiado genérica, pero en realidad responde a una necesidad esencial en el ser humano: la búsqueda de referencias, la necesidad de apoyarse en alguien. Cuando una persona, por ejemplo, se pierde por la calle, primero trata de localizar un lugar que le resulte familiar para, desde ahí, volver a trazar la ruta hacia su punto de destino. Jesús les recomienda lo mismo a los apóstoles para cuando se sientan perdidos en las jornadas de la Pasión: creer en él. Es decir, saber que no será un sufrimiento en vano, sino que, como había anunciado, será para darnos la vida.

También nosotros, como los apóstoles, podemos experimentar situaciones en las que sentimos la ausencia de Jesús. El cansancio, la incomprensión, o la enfermedad pueden superar nuestras fuerzas y hacernos creer que estamos solos. Y es en esos momentos cuando el Señor nos pide que confiemos en él, «que no nos apoyemos en nosotros mismos sino en él. Porque la liberación del turbamiento pasa por la confianza. Encomendarse a Jesús, dar el “salto”. Y esta es la liberación de la angustia. Jesús ha resucitado y está vivo precisamente para estar siempre a nuestro lado. Ahora podemos decirle: “Jesús, creo que has resucitado y que me acompañas. Creo que me escuchas. Te traigo todo lo que me turba, mis problemas: tengo fe en ti y me encomiendo a ti”»[1].


EN SU discurso de despedida durante la Última Cena, Jesús indica también otro motivo de consuelo para vivir los días de la Pasión: «En la casa de mi Padre hay muchas moradas. De lo contrario, ¿os hubiera dicho que voy a prepararos un lugar? Cuando me haya marchado y os haya preparado un lugar, de nuevo vendré y os llevaré junto a mí, para que, donde yo estoy, estéis también vosotros» (Jn 14,2-3). El Señor se dispone a morir para reservarnos un puesto en el cielo, un sitio que excede todas las expectativas que podamos forjar con nuestra imaginación. Apenas conocemos que será para siempre –aunque el tiempo también será un misterio– y que estaremos junto a Dios.

La resurrección de Cristo no fue un milagro cualquiera. No consistió sin más en volver a dar vida a un cuerpo muerto, como había ocurrido antes con Lázaro (cfr. Jn 11,1-44) o el joven de Naín (cfr. Lc 7,11-17), pues ellos, al cabo de un tiempo, volverían a morir. Jesús ha roto las cadenas «para ir hacia un tipo de vida totalmente nuevo, a una vida que ya no está sujeta a la ley del devenir y de la muerte, sino que está más allá de eso; una vida que ha inaugurado una nueva dimensión del hombre»[2].

Al inaugurar esta nueva dimensión, la vida que Jesús nos ha conseguido no responde a la lógica de acumular sufrimientos aquí abajo para después gozar en el Paraíso. Todos los santos, en muy diversas circunstancias y épocas, han sido personas felices, por lo que escribía san Josemaría que «la felicidad del Cielo es para los que saben ser felices en la tierra»[3]. Cristo nos ha preparado un futuro que ilumina el presente y que nos llena de alegría también en nuestro caminar terreno. De este modo, podemos reconocer el amor de Dios en toda situación: en la pobreza y en la riqueza, en el honor y en la calumnia, en la salud y en la enfermedad, en la paz y en la persecución; en cada instante de nuestra vida nos estamos preparando para esa nueva morada porque, en realidad, fuimos creados para el cielo.


TOMÁS responde a las palabras de Jesús con una pregunta llena de sentido común: «¿Cómo podremos saber el camino?» (Jn 14,5). Efectivamente, las dos propuestas del Maestro –confiar en él y la promesa del cielo– no parecen tan sencillas de vivir en la práctica. Tomás, como cualquiera, está buscando un poco más de seguridad. De algún modo, es como si se cuestionara: «¿Cómo sabré si estoy siguiendo a Dios o bien me estoy autoconvenciendo de que esto es lo correcto cuando en realidad no lo es?».

Felipe también quiere una confirmación y pide: «Muéstranos al Padre y nos basta» (Jn 14,8). Jesús, sin embargo, replica con una pregunta: «¿Tanto tiempo como llevo con vosotros y no me has conocido?» (Jn 14,9). Quizá habría sido más sencillo contestar directamente, pero lo que desea Cristo es que el apóstol encuentre la respuesta mirando a su propia vida. La experiencia de su relación con Jesús es mucho más fuerte que cualquier discurso. El recuerdo de los episodios vividos juntos –la alegría cuando le llamó a seguirle, los primeros milagros que vio y obró, las conversaciones a solas– es lo que le llevará a confiar en Jesús cuando se presenten situaciones como las de la Pasión.

En estas semanas de Pascua podemos volver «allí donde comenzó nuestra historia de amor con Jesús, donde fue el primer llamado. (...) Volver a ese momento, esa situación, esa experiencia en la que encontramos al Señor, sentimos su amor y recibimos una mirada nueva y luminosa sobre nosotros mismos, sobre la realidad, sobre el misterio de la vida»[4]. Entonces se nos hará más fácil confiar en Jesús y en sus promesas. Probablemente la Virgen recordaría con frecuencia los momentos que marcaron su existencia, sobre todo los relacionados con su Hijo. Ella nos ayudará a caminar sin perder de vista el amor que ha alimentado nuestra vida y que lo continúa haciendo.


[1] Francisco, Regina Coeli, 10-V-2020.

[2] Benedicto XVI, Jesús de Nazaret III, Ediciones Encuentro, p. 284.

[3] San Josemaría, Forja, n. 1005.

[4] Francisco, Homilía, 8-IV-2023.