- El Buen Pastor nos conoce a cada uno.
- Confianza de saberse guiado por el Señor.
- Formamos parte de la familia de Cristo.
ESTE CUARTO DOMINGO de Pascua es denominado tradicionalmente Domingo del Buen Pastor. Leemos en el Evangelio de la Misa de hoy que, durante la fiesta de la Dedicación, Jesús pronunció estas palabras en el pórtico de Salomón del Templo de Jerusalén: «Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y me siguen. Yo les doy vida eterna; no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las dio, es mayor que todos; y nadie puede arrebatarlas de la mano del Padre» (Jn 10,27-30).
La Iglesia entera se alegra porque Cristo resucitado es su Pastor y nos conoce a cada uno. «Él nos hizo y somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño» (Sal 99,3). Sabe perfectamente cómo somos con «un conocimiento del corazón, propio de quien ama y de quien es amado; de quien es fiel y de quien sabe que, a su vez, puede fiarse»[1]. El Señor resucitado nos comprende «con la ciencia más “interior”, con el mismo conocimiento con que el Hijo conoce y abraza al Padre y, en el Padre, abraza la verdad infinita y el amor»[2].
Las ovejas del rebaño reconocen la voz de su pastor, responden a su llamada y le siguen. Al escuchar la voz y los silbidos de su pastor las ovejas sienten alivio, porque saben que se encuentran seguras. «El misterio de la voz es sugestivo: pensemos que desde el seno de nuestra madre aprendemos a reconocer su voz y la del papá; por el tono de una voz percibimos el amor o el desprecio, el afecto o la frialdad. La voz de Jesús es única. Si aprendemos a distinguirla, él nos guía por el camino de la vida»[3].
CON ESTA CERTEZA de fe partieron los primeros apóstoles por el mundo conocido. Se sabían testigos de este amor único, se sentían seguros en las manos de Dios. Cuando se les cerraban los caminos, ellos abrían otros con valentía. Así hicieron Pablo y Bernabé en Antioquia de Pisidia, al toparse con la cerrazón y la envidia de algunos judíos: «Teníamos que anunciaros primero a vosotros la palabra de Dios; pero como la rechazáis y no os consideráis dignos de la vida eterna, sabed que nos dedicamos a los gentiles. Así nos lo ha mandado el Señor» (Hch 13, 46-47).
Nada malo nos puede suceder si confíamos en Cristo y dejamos que sea él quien nos guíe, como buen pastor, con su mano poderosa. De este modo, sus ovejas «ya nunca tendrán hambre ni sed, ni caerá sobre ellos el sol ni calor sofocante alguno, porque el Cordero que está en medio del trono los apacentará y conducirá a las fuentes de las aguas de la vida. Y enjugará Dios toda lágrima de sus ojos» (Ap 7,16-17).
Esto no quiere decir que el cristiano deje de experimentar dificultades. El mismo Jesús advierte a sus apóstoles: «Os entregarán a los tribunales, y seréis azotados en las sinagogas, y compareceréis por causa mía ante los gobernadores y reyes» (Mc 13,9). Un hijo de Dios afronta las contrariedades inevitables de todo camino sabiendo que Jesús «conoce nuestras fortalezas y nuestras debilidades, y está siempre listo para cuidar de nosotros, para sanar las llagas de nuestros errores con la abundancia de su gracia»[4]. Por eso es el Buen Pastor, porque «se preocupa por sus ovejas, las reúne, venda la que está herida, cura la que está enferma»[5].
SIRVIÉNDOSE DE LA IMAGEN del Buen Pastor, Jesús revela su unidad con el Padre: «Yo y el Padre somos uno (…). El Padre está en mí y yo en el Padre» (Jn 10,30.38). Las autoridades judías le habían preguntado: «¿Hasta cuándo nos vas a tener en vilo? Si tú eres el Cristo, dínoslo claramente» (Jn 10,24). La respuesta del Maestro es tan audaz y sorprendente que les escandaliza: «Tú, siendo hombre, te haces Dios» (Jn 10,33). Muchos de los oyentes que lo escucharon reaccionan con fe, pero algunos, en especial los jefes del pueblo, lo rechazan con odio, hasta el punto de coger piedras para lapidarle.
La unidad entre el Padre y el Hijo es un punto central del misterio de Dios. El Padre lo «santificó y envió al mundo» (Jn 10,36), y le ha encargado cuidar de las ovejas. Formamos parte de la familia de Cristo porque él mismo nos ha escogido (cfr. Ef 1,4). «Venimos a su redil, atraídos por sus voces y silbidos de Buen Pastor, con la certeza de que solo a su sombra encontraremos la verdadera felicidad temporal y eterna»[6]. El Señor sale al encuentro de todos porque «le importan, ¡y mucho!, todas sus ovejas, y no cierra las puertas a las que están heridas, a las sarnosas, cuando vuelven con ánimo de dejarse curar»[7].
Por eso, nos conmueve la queja de Jesús ante la obstinación de algunos corazones: «Os lo he dicho y no lo creeis» (Jn 10,25). La fe requiere una voluntad atenta y libre, un corazón que quiera escuchar la voz del pastor. «Puedo ver gracias a la luz del sol; pero si cierro los ojos, no veo: esto no es por culpa del sol sino por culpa mía, porque al cerrar los ojos impido que me llegue la luz solar»[8]. María nos ayudará a abrir de par en par el corazón al amor de Dios, para escuchar con alegría la voz del Buen Pastor que nos llama por nuestro nombre.
[1] Benedicto XVI, Homilía, 29-IV-2007.
[2] San Juan Pablo II, Homilía, 27-IV-1980.
[3] Francisco, Regina Caeli, 21-IV-2013.
[4] Francisco, Regina Caeli, 25-IV-2021
[5] Ibidem.
[6] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 22.
[7] San Josemaría, Mientras nos hablaban en el camino, n.279.
[8] Santo Tomás de Aquino, Sup. Ev. Ioann. in loc.