Desde pequeña, Laura Ramió Lluch siempre tuvo un espíritu inquieto. Creció en Girona, entre peleas en el colegio público y escapadas a la granja de su abuelo, donde aprendió el amor por los animales y descubrió el valor de la fe. Fue en la adolescencia cuando, sin darse cuenta al principio, se vio envuelta en un ambiente de formación cristiana en el Club Rocabruna. "Yo estaba allí como en una familia, a mis anchas", recuerda.
El descubrimiento del Opus Dei no fue un impacto repentino, sino una revelación natural. Para ella, era un espacio de crecimiento, una continuidad de los valores que su abuelo le había transmitido antes de fallecer. A los 18 años, cuando decidió hacerse numeraria, llegó el momento difícil: contarle a su familia. "Mi madre se enfadó mucho, mucho, mucho", dice con énfasis. La relación con ella se volvió tensa, al punto de que durante años dejó de hablarle.
"Yo hago las cosas porque yo quiero"
Laura siguió adelante, convencida de que su vocación no era una imposición externa, sino una decisión propia. "Si ser del Opus Dei es algo muy bueno, ¿por qué os enfadáis tanto?", se preguntaba. Con el tiempo, su madre empezó a darse cuenta de que su hija era feliz. En los viajes a congresos, madre e hija compartieron momentos clave que suavizaron las tensiones. "Mamá, es que a mí no me controla nadie", le decía cuando ella insistía en que no fuera a misa durante un viaje.
Cuando tuvo la oportunidad de hacer una estancia en el prestigioso Roslin Institute de Edimburgo, su familia temió que el Opus Dei no le permitiera ir por no haber un centro cercano. Pero Laura, con su determinación intacta, lo dejó claro: "¿Qué significa que no me dejarán ir?". Se mudó a Escocia, vivió su fe a su manera y demostró que su vocación no era una carga, sino una elección.
Hoy, la relación con su familia es más fuerte que nunca. Con sus sobrinos, con su hermana amante de los caballos y con su madre, quien finalmente entendió que Laura no vive bajo órdenes externas, sino con la libertad de quien ha encontrado su propio camino.