Evangelio del martes: ¿a qué se parece el reino de Dios?

Comentario del martes de la 30.ª semana del tiempo ordinario. “Es como la levadura que tomó una mujer y la mezcló con tres medidas de harina hasta que fermentó todo”. Nuestro trabajo ofrecido a Dios, hecho con empeño, con sus defectos y sus brillos, es una semilla que nos santifica, trasforma nuestra familia y mejora la sociedad.

Evangelio (Lc 13 18-21)

Y decía:

—¿A qué se parece el reino de Dios y con que lo compararé? Es como un grano de mostaza, que tomó un hombre y lo echó en su huerto y creció y llegó a hacerse un árbol, y las aves del cielo anidaron en sus ramas.

—Y dijo también:

—¿Con qué compararé el Reino de Dios? Es como la levadura que tomó una mujer y la mezcló con tres medidas de harina hasta que fermentó todo.


Comentario:

La acción santificadora del Espíritu Santo puede pasarnos inadvertida. El crecimiento de la vida interior es paulatina. Dios cuenta con el tiempo, conoce nuestra fragilidad y las dificultades que van a presentarse en nuestra vida, pero la gracia, su amor, es constante. El bien es difusivo y así es la santidad. El Señor nos pone la imagen de las aves del cielo, que vienen a posarse en las ramas de la semilla de mostaza que se ha hecho árbol. Igual ocurre con los hijos de Dios, si procuran ser fieles. Muchos acudirán a ampararse en el amor de Dios que se manifiesta en sus vidas.

Hemos de perseverar en la lucha, una lucha cotidiana, casi siempre en cosas pequeñas, que deja el alma dispuesta para recibir la semilla divina y dar fruto. No importa que nuestros deseos de santidad sean efímeros e inconstantes. Dios es tan bueno, que con un poquito de buena voluntad, construye el edificio de nuestra santidad. Solía decir san Josemaría que cada vez que hacía un acto de contrición, recomenzaba. Experimentamos constantemente nuestra imperfección, pero lejos de desanimarnos sabemos que nuestra debilidad atrae al amor divino, un amor que le lleva a clamar: "¿Puede una mujer olvidarse de su niño de pecho, no compadecerse del fruto de sus entrañas? ¡Pues aunque ellas se olvidaran, Yo no te olvidaré"[1].

Dios actúa como el fermento en la masa. Aplica a nuestra naturaleza caída los méritos infinitos de su Redención y la transforma, la diviniza. Así hemos de actuar nosotros en medio del mundo: ser fermento en la masa, santificando nuestras ocupaciones diarias, aprovechando esas circunstancias para crecer en santidad y santificar a los demás. La santidad consiste en amar. El fermento del amor hará emerger una nueva civilización, una nueva cultura que alboree en el mundo, llevada a cabo por los hijos de Dios, porque, como afirma el Apóstol: 'la creación espera anhelante la manifestación de los hijos de Dios'[2].


[1] Is, 15

[2] Rom, 19

Miguel Ángel Torres-Dulce // Francesco Gallarot - Unsplash