Meditaciones: jueves después de la Epifanía

Reflexión para meditar el jueves después de la epifanía. Los temas propuestos son: llevados por el Espíritu Santo; enviados a anunciar la Buena Nueva; amor a Dios y al prójimo

Llevados por el Espíritu Santo

Enviados a anunciar la Buena Nueva

Amor a Dios y al prójimo


CONTEMPLAMOS en estos días los comienzos del ministerio público del Señor. Después de superar las tentaciones en el desierto, regresó al lugar donde había crecido: «Jesús volvió a Galilea con la fuerza del Espíritu. Y su fama se extendió por toda la comarca» (Lc 4,14). El Evangelio resalta que lo hizo llevado por el Espíritu Santo ya que el Paráclito juega un papel insustituible en la obra de nuestra redención y santificación. Así nos lo enseña también san Cirilo en la liturgia de las horas de hoy: «Cuando el Creador del universo decidió restaurar todas las cosas en Cristo y devolver a su anterior estado la naturaleza del hombre, prometió que, al mismo tiempo que los restantes bienes, le otorgaría también ampliamente el Espíritu Santo. Determinó, por tanto, el tiempo en que habría de descender hasta nosotros y lo prometió al decir: En aquellos días –se refiere a los del Salvador– derramaré mi Espíritu sobre toda carne»[1].

Nos llama la atención que, explícitamente, la Escritura diga que Jesús fue al desierto llevado por el Espíritu Santo (cfr. Lc 4,1) y, al mismo tiempo, que «volvió a Galilea con la fuerza del Espíritu» (Lc 4,14). Si seguimos su ejemplo, nuestra fidelidad a Dios será más libre en cuanto más conscientes seamos de que se mueve al ritmo del Paráclito. «El discípulo se deja guiar por el Espíritu, por eso el discípulo es siempre un hombre de tradición y novedad, es un hombre libre. Libre. Nunca sujeto a ideologías, a doctrinas dentro de la vida cristiana, doctrinas que pueden discutirse... permanece en el Señor, es el Espíritu el que inspira»[2].

Una profunda libertad es el fruto de llenarnos del Espíritu Santo, que nos permite movernos en esta tierra como lo hizo Jesús. Por eso experimentamos «la necesidad de que Jesucristo se encuentre en el centro de nuestra vida. Para descubrir el sentido más profundo de la libertad, hemos de contemplarle a Él. Nos pasmamos ante la libertad de un Dios que, por puro amor, decide anonadarse tomando carne como la nuestra. Una libertad que se despliega ante nosotros, en su paso por la tierra hasta el sacrificio de la Cruz (…). Nuestra filiación divina hace que nuestra libertad pueda expandirse con toda la fuerza que Dios le ha conferido. No es emancipándonos de la casa del Padre como somos libres, sino abrazando nuestra condición de hijos»[3].


SAN LUCAS nos dice que Jesús «enseñaba en las sinagogas» (Lc 4,15). El Señor continúa su magisterio en la línea de lo que había revelado el Antiguo Testamento. Él es, al mismo tiempo, «mediador y plenitud de toda la revelación»[4], como declaró el Concilio Vaticano II. Por esa razón, sus enseñanzas llenaban de esperanza a las personas que le escuchaban «y todos lo alababan» (Lc 4,15).

Con ese telón de fondo, Jesucristo «fue a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura» (Lc 4,16). Jesús cumplía así el precepto sabático y se disponía a hacer la lectura de acuerdo con el ritmo litúrgico semanal, que incluía la lectura de un texto de la Torah o de los Profetas, seguida de un comentario. «Le entregaron el rollo del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor”» (Lc 4,17-19).

Orígenes comenta que «no es casualidad que Él abriera el rollo y encontrara el capítulo de la lectura que profetiza sobre Él, sino que también esto fue obra de la providencia de Dios»[5]. Jesús comienza su predicación pública haciendo suya la voluntad del Padre expresada en el Antiguo Testamento, llevando adelante la misión de evangelizar, de anunciar la buena nueva del Reino. De la misma manera, nosotros también queremos ser fieles a las inspiraciones que Dios nos regala en la oración, en la lectura del evangelio, o en tantos momentos a lo largo de nuestra jornada.


«Y, ENROLLANDO el libro se lo devolvió al ministro y se sentó. Todos en la sinagoga tenían los ojos fijos en él. Y comenzó a decirles: “Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír”. Todos daban testimonio en favor de él y se maravillaban de las palabras de gracia que procedían de su boca» (Lc 4,20-22). «Jesús mismo es “el hoy” de la salvación en la historia, porque cumple la plenitud de la redención. (...) Este pasaje “hoy” nos interpela también a nosotros. En nuestro tiempo dispersivo y distraído, este Evangelio nos invita a interrogarnos sobre nuestra capacidad de escucha. Antes de poder hablar de Dios y con Dios, es necesario escucharle»[6].

Durante nuestros momentos de diálogo con el Señor queremos seguir su ejemplo de atención a la Palabra divina revelada en la Sagrada Escritura. Por ejemplo, podemos detener nuestra atención en el consejo del apóstol san Juan que recuerda la liturgia de hoy: «Nosotros amemos a Dios, porque él nos amó primero. Si alguno dice: “Amo a Dios”, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve. Hemos recibido de él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano» (1Jn 4, 19-20).

Ese amor al prójimo debe notarse en manifestaciones concretas, como el mismo Jesús indicó en la última cena. «Lavar los pies los unos a los otros lleva consigo tantas cosas concretas, porque ese limpiar de que se habla nace del cariño; y el amor descubre mil formas de servir y de entregarse a quien se ama. En cristiano, lavar los pies significa, sin duda, rezar unos por otros, dar una mano con elegancia y discreción, facilitar el trabajo, adelantarse a las necesidades de los demás, ayudarse unos a otros a comportarse mejor, corregirse con cariño, tratarse con paciencia afectuosa y sencilla»[7]. A santa María le pedimos que nos ayude a acoger las inspiraciones divinas como llamadas de un Padre que solo quiere nuestra felicidad; y también que nos alcance del Señor la gracia de amar a nuestros hermanos como Jesús, movido por el Espíritu Santo, nos amó.


[1] San Cirilo de Alejandría, Sobre el evangelio de san Juan, 5, 2.

[2] Francisco, Homilía, 1-IV-2020.

[3] Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 9-I-2018, nn. 3-4.

[4] Constitución dogmática Dei Verbum, n. 2.

[5] Orígenes, Homilías sobre el Evangelio de Lucas, 32, 3.

[6] Benedicto XVI, Ángelus, 27-I-2013.

[7] Javier Echevarría, Eucaristía y vida cristiana, Rialp, Madrid 2005, p. 67.