2 de diciembre – Tercer día de la Novena a la Inmaculada

Reflexiones para meditar durante la novena de preparación a la festividad de la Inmaculada Concepción. Los temas propuestos son: los magos descubren la mansedumbre; la ira de Herodes; la tierra de los mansos.


«BIENAVENTURADOS los mansos, porque ellos heredarán la tierra» (Mt 5,4). Los Reyes Magos vieron cumplida esta bienaventuranza en Belén, muchos años antes del día en que la pronunciara Cristo. Es probable que, al llegar al portal, se sorprendieran al ver el ambiente que rodeaba a quien pretendían adorar. Quizá imaginaban encontrar a otros grandes monarcas de la época, impacientes por conocer a aquel salvador esperado desde hacía tantos años. En cambio, lo único que contemplan es a un niño recostado en un pesebre junto a sus padres. Solamente unos pastores se han acercado a ofrecer los pocos dones que tenían. Este era el cortejo que acompañaba al Mesías.

Los magos habían dejado atrás muchas cosas, al menos por un tiempo, para recorrer el camino que les llevaba hasta Cristo: comodidades, bienes terrenos, proyectos personales… Ahora se dan cuenta de que para descubrir al Niño Rey tienen que desprenderse también de algo mucho más profundo: su modo de entender el ejercicio del poder y de la realeza. Buscaban a alguien poderoso, y encuentran a un pequeño indefenso. Comprenden que aquel rey en el pesebre no se impone con la fuerza, sino con la mansedumbre. No domina, sino que asume la fragilidad de la naturaleza humana para acercarnos hacia él.

«No son los violentos los que heredan la tierra, al final corresponde a los mansos: ellos tienen la gran promesa, y así nosotros debemos estar seguros de la promesa de Dios, de que la mansedumbre es más fuerte que la violencia»[1]. Aquella escena en el portal probablemente cambió los esquemas que regían la vida de los magos. Quién sabe si desde entonces ejercerían su realeza de otro modo, a partir de lo que vieron en Belén. Quizás se quedarían también maravillados por la actitud de la Virgen María. «Si alguien se merece ser importante, tendría que ser ella», podrían haber concluido. Y en cambio verían la familiaridad de la Madre con el hijo. Ella, precisamente por su mansedumbre, acogió con fe la promesa divina y se dejó transformar por Dios. Le podemos pedir que, en este tercer día de la Novena por su Inmaculada Concepción, nos consiga de Dios esa misma actitud mansa y humilde.


CUANDO Herodes se enteró de que los magos buscaban a un rey de los judíos, «se inquietó, y con él toda Jerusalén» (Mt 2,3). Tenía miedo de que aquel a quien buscaban esos misteriosos personajes fuese un competidor para él y para su descendencia. El peligro que suponía para su reino era alto, y decidió que ese niño no podía seguir viviendo. De ahí que, bajo la apariencia de interés por adorarle, pidiese a los magos que le indicaran su paradero en cuanto lo averiguasen. Pero cuando se enteró de que regresaron por otro camino, «se irritó mucho y mandó matar a todos los niños que había en Belén» (Mt 2,16).

Herodes, además del miedo por perder su poder, se deja llevar por la ira. Cree que es con la violencia como se asegurará la posesión de su reino. Y aunque este gesto pudo ser visto como una manifestación de su dominio temporal, en realidad perdió algo mucho más importante: la paz, la confianza que podía tener su gente. «Un momento de ira puede destruir muchas cosas; se pierde el control y no se valora lo que es realmente importante, y se puede arruinar la relación con un hermano, a veces sin remedio. Por la ira, tantos hermanos no se hablan, se alejan uno del otro. Es lo contrario de la mansedumbre. La mansedumbre reúne, la ira separa»[2].

La mansedumbre contempla las dificultades en su justo contexto, nos ayuda a no pretender que las personas o las circunstancias se ajusten siempre a lo que nosotros esperamos. La mansedumbre no ansía dominar a los demás, sino facilitar el camino de aquel corazón hacia Dios. De este modo, si algo de otra persona puede molestar en algún momento, esta virtud ayuda a priorizar la relación, sabiendo que la unidad está por encima de las diferencias. Esto no quiere decir, sin embargo, que la mansedumbre lleve a la desgana, es decir, a vivir con indiferencia lo que sucede a nuestro alrededor. De hecho, a veces su nota característica será, como decía san Josemaría, la rebeldía: «No me da la gana protestar por todo sin dar una solución positiva, no me da la gana llenar de desorden la vida. ¡Me rebelo contra todo eso! Quiero ser hijo de Dios, tratar a Dios, portarme como un hombre que sabe que tiene un destino eterno y además pasar por la vida haciendo el bien que pueda, comprendiendo, disculpando, perdonando, conviviendo... ¡esta es mi rebeldía!»[3].


EN CUANTO José supo por el ángel que buscaban a Jesús para matarlo, «tomó de noche al niño y a su madre y huyó a Egipto» (Mt 2,14). Esta situación parece contradecir la bienaventuranza que proclamaría más tarde el Señor sobre quiénes serán los herederos de la tierra. Esta vez, los mansos se han visto obligados a dejar su lugar, mientras que la ira de Herodes se ha extendido en todo su territorio. A primera vista parece que ha vencido el más fuerte, el que se quiere imponer por la violencia.

Pero la bienaventuranza no se refiere tanto a un lugar físico, sino a algo mucho más valioso. «El manso es aquel que “hereda” el más sublime de los territorios. No es un cobarde, un “perezoso” que se encuentra una moral cómoda para no meterse en problemas. ¡Nada de eso! Es una persona que ha recibido una herencia y no quiere dispersarla. El manso no es una persona complaciente, sino el discípulo de Cristo que ha aprendido a defender otra tierra bien distinta. Defiende su paz, defiende su relación con Dios, defiende sus dones»[4]. Como dice el salmista: «Señor, tú eres el lote de mi heredad y de mi copa: tú sostienes mi parte. Me ha tocado en suerte un lote hermoso; me agrada mi heredad» (Sal 16,5-6). Este es el territorio que, a fin de cuentas, llegará a poseer el manso: Dios mismo.

La Virgen María supo vivir ese momento de peligro con mansedumbre porque confiaba en el Señor. Lógicamente, experimentaría cansancio e incertidumbre, pero acogió esas dificultades con serenidad, sin perder la paz: sabía que nada escapaba del plan de Dios. Seguramente Jesús pudo ser testigo de esa mansedumbre de su madre en muchas circunstancias ordinarias. Por eso, cuando más adelante diría «soy manso y humilde de corazón», podemos suponer que, en parte, lo habría aprendido de María. Eso fue lo que atrajo «la mirada de la Trinidad Beatísima sobre su Madre y Madre nuestra»[5].


[1] Benedicto XVI, Encuentro con sacerdotes, 23-II-2012.

[2] Francisco, Audiencia, 19-II-2020.

[3] San Josemaría, Encuentro con jóvenes en Perú, 13-VII-1974.

[4] Francisco, Audiencia, 19-II-2020.

[5] San Josemaría, Surco, n. 726.