Os digo, pues: Todo aquel que se declare por mí ante los hombres, también el Hijo del hombre se declarará por él ante los ángeles de Dios, pero si uno me niega ante los hombres, será negado ante los ángeles de Dios.
Todo el que diga una palabra contra el Hijo del hombre podrá ser perdonado, pero al que blasfeme contra el Espíritu Santo no se le perdonará.
Cuando os conduzcan a las sinagogas, ante los magistrados y las autoridades, no os preocupéis de cómo o con qué razones os defenderéis o de lo que vais a decir, porque el Espíritu Santo os enseñará en aquel momento lo que tenéis que decir».
Comentario al Evangelio
Hoy leemos, en el Evangelio, unas palabras de Jesús que pueden suscitar interrogantes a quienes las leen: “al que blasfeme contra el Espíritu Santo no se le perdonará”.
El dicho del Señor es de una enorme profundidad y difícil de entender. En cualquier caso, subraya la centralidad del Espíritu Santo. Como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: “nuestro nacimiento a la vida divina se nos da en el Espíritu Santo”[1].
Acoger al Espíritu Santo es acoger la vida. Rechazar el Espíritu Santo es rechazar la vida. No es que no haya perdón por parte del Señor, sino que al rechazar al Espíritu Santo se rechaza la salvación.
Y, al acoger al Espíritu Santo se acoge la salvación. Como dijo en una ocasión san Juan XXIII: “¡Oh, cada uno de los santos es una obra maestra de la gracia del Espíritu Santo!”[2].
Hagamos nuestro el consejo de san Josemaría: «Frecuenta el trato del Espíritu Santo –el Gran Desconocido– que es quien te ha de santificar»[3].
Es, como nos dice Jesús, el que nos enseña todo: “El Espíritu Santo os enseñará en aquel momento lo que tenéis que decir”.
El Paráclito nos va guiando por la vida para que luchemos por hacer el mayor bien que podamos. Porque como enseña san Pablo: “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado” (Romanos 5, 5). El modo más habitual de su actuación son sus inspiraciones que se escuchan en la intimidad del corazón. Muchas veces serán cosas pequeñas: una pequeña mortificación, una sonrisa, acabar bien un trabajo, etc. Así nos va guiando a la plenitud de la vida cristiana.
[1] Catecismo Iglesia Católica 694.
[2] Juan XXIII, Aloc. 5-VI-1960.
[3] San Josemaría, Camino 57.