Llegar a la persona en su integridad: el papel de los afectos (II)

Los actos voluntarios contribuyen a crear una connaturalidad afectiva con el bien hacia el que se mueve la voluntad. Para ello, resulta fundamental querer el bien verdadero y contar con el tiempo. De este modo se vive plenamente la realidad, que nos permite descubrir el inmenso panorama del mundo interior.

«Revestíos del Señor Jesucristo» (Rom 13,14). Hacer realidad este anhelo de San Pablo es algo más que ponerse un traje. Implica una conversión del corazón, una transformación de la persona en respuesta a la acción de la gracia, supone abandonar las obras de las tinieblas y revestirse de las armas de la luz (cfr. Rom 13,12): una formación profunda e integral.

En el editorial precedente nos detuvimos a considerar que llegar a la persona en su integridad requiere que la formación alcance no solo a la inteligencia y a la voluntad, sino también a los afectos[1]. Vimos además que la formación de los afectos –aprender a gozar del bien– requiere la intervención de la voluntad –y por tanto de la inteligencia– que, sin embargo, tiene un control solo indirecto –político­– sobre los sentimientos. Ese control lo ejerce en ocasiones tratando de provocar una emoción concreta.

Pero también hay otro tipo de influjo más a largo plazo, que se produce incluso sin que el sujeto se lo proponga, que tiene más importancia para nuestra reflexión. Esto sucede porque los actos voluntarios no solo pueden causar algo en el mundo externo a nosotros, sino que sobre todo producen un efecto interior: contribuyen a crear una connaturalidad afectiva con el bien hacia el que se mueve la voluntad. Explicar cómo esto se produce excede el planteamiento de estos artículos, pero en todo caso, nos interesa resaltar dos puntos.

Querer el bien

El primero de esos puntos es que el bien hacia el que la voluntad se mueve –y con el que se crea la connaturalidad– puede ser muy distinto del que se percibe desde fuera. Dos personas que realizan un mismo encargo pueden estar haciendo dos cosas muy distintas: una puede estar sencillamente intentando no quedar mal ante quien se lo ha encomendado, mientras la otra tiene la intención de servir. La segunda está formando una virtud y la primera no, porque el bien que persigue y con el que se configura es el de evitar quedar mal ante la autoridad. Es cierto, sin embargo, que esa actuación puede suponer un paso adelante respecto a una actitud precedente (negarse a hacerlo), pero mientras no sea seguida de pasos ulteriores, no estará formando la virtud, por numerosas que sean las repeticiones del acto. Por eso es tan importante rectificar, purificar constantemente la intención para ir progresivamente apuntando a los motivos por los que realmente vale la pena hacer algo y así configurarnos afectivamente con ellos.

No forma tanto el hacer, sino el querer: no solo importa lo que hago, sino también lo que quiero cuando lo hago

Todos tenemos experiencia, propia o ajena, de cómo limitarse a respetar unas reglas acaba fácilmente convirtiéndose en un peso. El ejemplo del hijo mayor de la parábola nos previene de ese peligro (cfr. Luc 15,29-30). Mientras que buscar sinceramente el bien que esas reglas tratan de promover, alegra y libera. En definitiva, podríamos decir que no forma el hacer, sino el querer: no solo importa lo que hago, sino también lo que quiero cuando lo hago[2]. La libertad es, pues, decisiva: no basta hacer algo, hay que querer hacerlo, hay que hacerlo «porque nos da la gana, que es la razón más sobrenatural»[3], porque solo así formamos la virtud, es decir, aprendemos a disfrutar del bien. Un mero cumplimiento que se traduzca en «cumplo y miento»[4], no promueve la libertad, ni el amor, ni la alegría. En cambio, sí los promueve entender por qué esa actuación es grandiosa y vale la pena, y dejarse guiar por esas razones al actuar.

Una formación de largo alcance

El segundo punto que nos conviene considerar es que el proceso de connaturalización afectiva con el bien es ordinariamente lento. Si la virtud consistiera solo en la capacidad de superar la resistencia afectiva para hacer el bien, podríamos alcanzarla en tiempos mucho más cortos. Pero ya sabemos que la virtud no está formada mientras el bien no tenga un reflejo positivo en la afectividad[5]. Consecuencia de esto es la necesidad de ser paciente en la lucha, porque alcanzar algunos de los objetivos que vale la pena proponerse, puede requerir un tiempo largo, quizás años. La resistencia al acto bueno que seguimos experimentando durante ese tiempo no hemos de interpretarla como un fracaso o como señal de que nuestra lucha no es sincera o es poco decidida. Se trata de un camino progresivo, en el que cada paso es ordinariamente pequeño y no es fácil apreciar el avance que supone. Solo después de un cierto tiempo, mirando hacia atrás, advertiremos que hemos recorrido más camino del que nos parecía.

Si, por ejemplo, tenemos reacciones de ira que querríamos superar, comenzaremos esforzándonos por reprimir sus manifestaciones externas; quizás al principio nos parecerá que no conseguimos nada, pero si somos constantes, las ocasiones en que vencemos –inicialmente escasas– irán haciéndose más y más frecuentes y, al cabo de un tiempo –quizá largo– llegaremos a conseguirlo de modo habitual; pero no basta, porque nuestra meta no era reprimir unas manifestaciones externas, sino modelar una reacción interna, ser más mansos y pacíficos, de modo que esa reacción más serena sea la propia de nuestro modo de ser. La lucha es, por tanto, mucho más larga, pero ¿quién podría negar que es mucho más bonita, liberadora e ilusionante? Es una lucha que apunta a alcanzar una paz interior en la búsqueda y puesta en práctica de la voluntad de Dios y no al mero sometimiento violento de los sentimientos.

Un mero cumplimiento que se traduzca en «cumplo y miento», no promueve la libertad, ni el amor, ni la alegría

El Papa Francisco, al explicar su principio de que el tiempo es superior al espacio[6],señala que «darle prioridad al tiempo es ocuparse de iniciar procesos más que de poseer espacios»[7]. En la vida interior vale la pena poner en marcha procesos realistas y generosos. Y hay que saber esperar a que produzcan sus frutos. «Este principio permite trabajar a largo plazo, sin obsesionarse por resultados inmediatos. Ayuda a soportar con paciencia situaciones difíciles y adversas, o los cambios de planes que impone el dinamismo de la realidad. Es una invitación a asumir la tensión entre plenitud y límite»[8]. Nos interesa mucho, efectivamente, que la conciencia de nuestra limitación no paralice nuestra aspiración a la plenitud que Dios nos ofrece. Como nos importa también que esta noble ambición no ignore ingenuamente que somos limitados.

Apuntar alto en la formación, proponerse no solorealizar actos buenos, sino ­ser buenos, tener un buen corazón, nos permitirá distinguir el acto virtuoso de lo que podríamos denominar el acto conforme a una virtud. Este último sería el acto que corresponde a una virtud y contribuye paso a paso a formarla, pero que, al no proceder todavía de un hábito ya maduro, requiere frecuentemente sobreponerse a una afectividad que empuja en dirección contraria. El acto virtuoso sería en cambio el de quien goza en la realización de ese bien, incluso cuando le supone un esfuerzo. Este es el objetivo.

Una formación integral, que alcanza a modelar la afectividad, es lenta. Quien quiere formarse así no cae en la ingenuidad de pretender someter los sentimientos a la propia voluntad, pisoteando los que no le gustan o tratando de provocar los que desearía tener. Entiende que su lucha debe centrarse más bien en las decisiones libres con las que, al intentar seguir la voluntad de Dios, da respuesta a esos sentimientos, acogiendo o rechazando la sugerencia de comportamiento que conllevan. Porque son esas decisiones las que –indirectamente y a largo plazo– acaban modelando la interioridad de la que proceden esos afectos.

Un mundo dentro de ti

A medida que la virtud se va formando, no solo se realiza el acto bueno con más naturalidad y gozo; también se posee mayor facilidad para identificar cuál es ese acto. «Para poder “distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto”(Rom 12,2), sí es necesario el conocimiento de la ley de Dios en general, pero esta no es suficiente: es indispensable una especie de “connaturalidad” entre el hombre y el verdadero bien (cfr. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 45, a. 2). Tal connaturalidad se fundamenta y se desarrolla en las actitudes virtuosas del hombre mismo»[9].

Esto se debe en buena parte a que la afectividad es la primera voz que oímos a la hora de valorar la oportunidad de un comportamiento: antes de que la razón examine si es o no conveniente realizar algo placentero, ya hemos experimentado su atracción. La virtud, en cuanto que hace afectivamente atractivo el bien, consigue que la voz de la afectividad incluya ya una cierta valoración moral –esto es, en referencia al bien global de la persona– del acto en cuestión. Hace que, por ejemplo, aunque nos atraiga la posibilidad de quedar bien, la mentira se nos presente como desagradable.

«El tiempo es superior al espacio: Este principio permite trabajar a largo plazo, sin obsesionarse por resultados inmediatos» (Papa Francisco)

De modo implícito, pero claro, lo encontramos expresado en un brevísimo punto de Camino: «¿Para qué has de mirar, si “tu mundo” lo llevas dentro de ti?»[10]. San Josemaría está poniendo una mirada exterior en relación con el mundo interior. Y es esa relación la que le permitirá valorar la mirada, que aparecerá como conveniente o inconveniente según esté constituido el mundo interior. Una mirada inadecuada, entonces, no hace falta ­reprimirla, porque ya aparece como innecesaria, porque el mundo interior –mi mundo– la rechaza. San Josemaría nos está diciendo que si se tiene una interioridad rica, lo que hace daño no solo se evita de hecho, sino que no presenta mayor peligro, porque repugna: no se percibe solo como malo, sino también –y antes– como feo, desagradable, desentonado, descolocado…; por supuesto que puede atraer de algún modo, pero es fácil rechazar esa atracción, porque rompe la armonía y la belleza del clima interior. En cambio, si ­no llevas un mundo dentro de ti, evitar esa mirada te supondrá un esfuerzo notable.

Realismo

Lo que venimos diciendo, muestra cómo el crecimiento en las virtudes nos va haciendo más y más realistas. Algunas personas tienen la idea –normalmente no formulada– de que vivir según las virtudes supone cerrar un ojo a la realidad, eso sí, por un motivo muy alto y porque de ese comportamiento, que implica cerrarse en parte a este mundo, esperamos un premio en el otro. Al contrario, vivir como Cristo, imitar sus virtudes nos abre a la realidad y no permite que nuestra afectividad nos engañe en el momento de valorarla y de decidir cómo responder a ella.

La pobreza, por ejemplo, no supone renunciar a considerar el valor de los bienes materiales en vista de la vida eterna; es más, solo la persona que vive desprendida valora los bienes materiales en su justa medida: ni piensa que son malos, ni les concede una importancia que no tienen. Quien, en cambio, no se esfuerza en vivir así, acabará otorgándoles un valor mayor del que poseen y eso incidirá en sus decisiones: será poco realista, aunque aparezca ante otros como un auténtico hombre de mundo, que sabe moverse en ciertos ambientes. La persona sobria, sabe disfrutar de una buena comida; la que no lo es, otorga a ese placer una importancia de la que objetivamente carece. Algo similar se podría decir de cualquier otra virtud. Como Jesús dijo a Nicodemo: «El que obra según la verdad viene a la luz» (Jn 3,21).

Un círculo virtuoso

En definitiva, orientar nuestra afectividad desarrollando las virtudes, es aclarar nuestra mirada, es como limpiar las gafas de las manchas que el pecado original y los pecados personales han dejado en ellas y que nos dificultan ver el mundo como realmente es. «Digámoslo tranquilamente: la irredención del mundo consiste precisamente en la ilegibilidad de la creación, en la irreconocibilidad de la verdad; una situación que lleva necesariamente al dominio del pragmatismo y, de este modo, hace que el poder de los fuertes se convierta en el dios de este mundo»[11].

Una afectividad ordenada ayuda a la razóna leer la creación, a reconocer la verdad, a identificar lo que verdaderamente nos conviene. Ese juicio correcto de la razón facilita la decisión voluntaria. El acto bueno que sigue a esa decisión, contribuye a connaturalizarnos con el bien perseguido y, por tanto, a ordenar la afectividad. Es un auténtico círculo virtuoso que conduce a sentirse progresivamente libres, señores de los propios actos y, en consecuencia, capacita para entregarse realmente al Señor, porque solo quien se posee puede entregarse.

El crecimiento en las virtudes nos va haciendo más y más realistas

La formación es integral solo cuando alcanza todos estos niveles. Dicho de otro modo, solo hay verdadera formación cuando las diversas facultades que intervienen en el actuar humano –la razón, la voluntad, la afectividad– están integradas: no pelean, sino que colaboran. Si no se alcanzara a modelar los afectos, es decir, si las virtudes se entendieran solo como una fuerza adicional en la voluntad que la hace capaz de ignorar el nivel afectivo, las normas morales y la lucha con que tratamos de vivirlas serían represivas y no se alcanzaría una auténtica unidad de vida, porque siempre experimentaríamos dentro de nosotros fuerzas que tiran poderosamente en sentidos contrarios y que generan inestabilidad. Una inestabilidad que conocemos bien, porque es nuestro punto de partida, pero que vamos superando paso a paso, a medida que conducimos esas fuerzas progresivamente hacia la armonía, de modo que llegue el momento en que esa razón más sobrenatural que es porque me da la gana, signifique porque me gusta, porque me atrae, porque cuadra con mi modo de ser, porque encaja con el mundo interior que me he formado; en definitiva, porque he ido aprendiendo a hacer míos los sentimientos de Jesucristo.

Caminamos así hacia la meta, a la vez altísima y atractiva, que San Pablo nos señala: «tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Fil 2,5), y nos damos cuenta de que así nos revestimos del Señor Jesucristo (cfr. Rom 13,14). «La vida de Cristo es vida nuestra (…). El cristiano debe —por tanto— vivir según la vida de Cristo, haciendo suyos los sentimientos de Cristo, de manera que pueda exclamar con San Pablo, non vivo ego, vivit vero in me Christus (Gal 2,10), no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí»[12]. Y ya que la fidelidad consiste precisamente en esto, en vivir, en querer, en sentir como Cristo, no porque nos disfracemos de Cristo, sino porque sea ese nuestro modo de ser, entonces, al seguir la voluntad de Dios, al ser fieles, somos hondamente libres, porque hacemos lo que nos va, lo que nos gusta, lo que nos da la gana. Profundamente libres y profundamente fieles. Profundamente fieles y profundamente felices.

Julio Diéguez

Foto: Ismael Martínez Sánchez


[1]Cfr. F. Ocáriz, Carta pastoral 14.II.2017, n. 8.

[2]En realidad, desde el punto de vista moral,lo que hago es precisamente lo que quiero cuando lo hago. Para nuestro objetivo, sin embargo, no es necesario que nos detengamos a explicar por qué esto es así.

[3] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 17.

[4] Cfr. Don Álvaro, Carta IX-1975, en Cartas de familia I, n. 8.

[5]Debería haber quedado claro en el artículo anterior que esto no significa que el bien no cueste ningún esfuerzo o, lo que es lo mismo, que el mal ya no tenga atractivo de ningún tipo.

[6]Cfr. Exhortación Apostólica Evangelii gaudium, nn. 222-225.

[7]Ibidem­, n. 223. La cursiva es del original.

[8]Ibidem.

[9]San Juan Pablo II, Encíclica Veritatis splendor, 6.VIII.1993, n. 64.

[10]San Josemaría, Camino, n. 184.

[11]Joseph Ratzinger - Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Volumen II, 7, 3.

[12]San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 103.