Meditaciones: sábado de la 9.ª semana del Tiempo ordinario

Reflexión para meditar el 9.º sábado del Tiempo ordinario. Los temas propuestos son: la mirada de Jesús; la mirada de los demás; más allá de las apariencias.

- La mirada de Jesús.

- La mirada de los demás.

- Más allá de las apariencias.


PERCIBIR UNA MIRADA de otro puede generar los más diversos sentimientos y pensamientos en una persona. Cuando estamos un poco desanimados y, de pronto, descubrimos unos ojos sonrientes que manifiestan confianza en nosotros, es fácil que nos sintamos renovados. Por el contrario, una mirada apática o severa puede enfriar una relación y generar poca esperanza en el otro. Muchas veces, la falta de amor está precedida por unos ojos indiferentes o perdidos. Por eso resulta estimulante meditar sobre la mirada de Cristo, que nos revela, a su vez, la mirada de Dios Padre. Del sentimiento y de la convicción que despierte en nosotros esa mirada divina dependerá, en buena medida, qué tipo de relación entablaremos con él.

Hay una escena del Evangelio que nos descubre una característica de la mirada de Jesús (cfr. Mc 12,38-44). El Señor se encuentra frente al lugar donde se recogían las limosnas del Templo, contemplando a la muchedumbre que pasaba. Se trata de un gesto muy humano de Jesús; ¿quién no se ha entretenido alguna vez mirando a la gente que camina delante de uno e intentando imaginarse sus vidas? Pero a diferencia de nosotros, que muchas veces no podemos ir más allá del aspecto exterior de las personas, la mirada de Cristo se dirige con ternura hacia el corazón. Y después de que muchos ricos hayan echado lo que les sobra como ofrenda, los ojos de Jesús se quedan prendados del gesto de una pobre viuda que, en su miseria, ha regalado todo lo que tenía.

«¿No has visto las lumbres de la mirada de Jesús cuando la pobre viuda deja en el templo su pequeña limosna? –se preguntaba san Josemaría–. Dale tú lo que puedas dar –continuaba–: no está el mérito en lo poco ni en lo mucho, sino en la voluntad con que lo des»[1]. Si tenemos la impresión de que Dios nos controla y de que está especialmente pendiente de nuestros errores, es lógico que nuestro trato con él esté impregnado de miedo. Si, en cambio, descubrimos su mirada misericordiosa, que conoce las intenciones más profundas de nuestro corazón, nos llenaremos de su alegría y de su paz.


ANTES de fijarse en la ofrenda de la viuda, Jesús había pronunciado unas palabras muy duras ante los escribas. Detrás de su reputación de hombres de fe, se escondía muchas veces la vanidad de querer ser admirados por quienes les rodeaban. Por eso se vestían con largas túnicas, escogían los principales asientos de las sinagogas y se alegraban cuando muchos transeúntes los saludaban por las calles (cfr. Mc 12,38-40). Se trata de la mundanidad espiritual: cuando lo más sagrado, el servicio a Dios, se convierte en algo superficial, en donde solo se busca la complacencia de los demás.

También nosotros podemos volvernos dependientes de las miradas de los que nos rodean. En un ambiente piadoso, la soberbia buscará que nuestro trato con Dios se contamine con la vanidad de querer gozar de buena reputación. En cambio, si nuestro entorno es más hostil hacia la fe, buscará invadirnos con la vergüenza o el temor de que descubran algún gesto de piedad. Lógicamente, tener una cierta sensibilidad ante las miradas de los demás es algo positivo, porque significa que sabemos adecuar con prudencia nuestro comportamiento al lugar y a las personas que nos rodean. Pero, al mismo tiempo, es lógico dar a esas miradas ajenas el peso que les corresponde, de modo que no nos roben la libertad interior.

Sentir la mirada de Jesús a lo largo del día, vivir en una sana presencia de Dios, nos devuelve la libertad. Podemos imaginar que algunos habrían pensado mal de la pobre viuda, que solo fue capaz de ofrecer a Dios unas pocas monedas. O quizá por su aspecto habría pasado totalmente inadvertida para los presentes. Desde el punto de vista de la mujer, tal vez hubiese sido más razonable no donar nada, y así no pasar vergüenza si alguien lograba contabilizar la cantidad que depositaba. Pero esa viuda, que tenía puesto su corazón en el Señor, no se dejó influir por qué dirían o pensarían los otros: «No le queda nada, pero encuentra en Dios su todo. No teme perder lo poco que tiene, porque tiene la confianza en el tanto de Dios»[2].


AL FINAL de este pasaje, Jesús llama a sus apóstoles y les cuenta lleno de gozo lo que acaba de observar. Probablemente no quería solo alabar la conducta de la viuda y sacarla de su anonimato, sino también enseñar a sus discípulos a mirar a los demás como los ve Dios, desde la perspectiva del amor. En nuestro camino por ser personas de vida contemplativa en medio de la calle, rodeados de tanta gente, «aprendemos a mirar al otro no solo con nuestros ojos, sino con la mirada de Dios, que es la mirada de Jesucristo. Una mirada que parte del corazón y no se queda en la superficie; va más allá de las apariencias y logra percibir las esperanzas más profundas del otro: esperanzas de ser escuchado, de una atención gratuita; en una palabra: de amor»[3].

Para comprender la actuación de la viuda hacía falta al menos intuir con compasión sus circunstancias y sus motivaciones, quizá saber que era pobre y que había perdido a su marido, y entrever hasta qué punto Dios era el fundamento de su vida. Un juicio demasiado rápido normalmente no consigue tener en cuenta todos los elementos que explican una acción de otra persona. En muchas ocasiones, en una forma de ser o en una reacción determinada se esconde una historia que desconocemos. «A veces detrás de un determinado carácter hay unos sufrimientos que quizá explican esa manera de ser o de actuar. Dios conoce a fondo a cada uno, también los tramos dolientes, y nos mira a todos con ternura. Aprendamos del Señor a mirar así, a comprender a todos (...), a ponernos en el lugar del otro»[4].

Muchos gestos bondadosos que, aparentemente, son sencillos o de poco brillo, pueden presuponer un gran esfuerzo para quienes los realizan. Solo un corazón sencillo y compasivo, que habitualmente busca resaltar lo positivo de los demás, consigue ver en los pequeños detalles aquellos destellos ocultos del amor. «Vuelve a nosotros, esos tus ojos misericordiosos», rezamos con devoción a nuestra Madre. Le podemos pedir a ella que nuestra mirada también se llene de la misericordia y de la sabiduría de Dios.


[1] San Josemaría, Camino, n. 829.

[2] Francisco, Ángelus, 7-XI-2021.

[3] Benedicto XVI, Ángelus, 4-XI-2012.

[4] Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 16-II-2023.