- Mostrar a Cristo con nuestra vida.
EN UNO de esos momentos íntimos en los que el Señor conversa con sus discípulos mientras caminan de aldea en aldea, les pregunta: «¿Quién dicen los hombres que soy yo?» (Mc 8,27). Se ve que ya habían pensando sobre el tema porque parece que responden rápido: «Unos, Juan Bautista; otros, Elías; y otros, uno de los profetas» (Mc 8,28). Pero esa pregunta es solo una preparación para profundizar en aquello que más importa a Jesús. ¿Qué piensan los mismos discípulos? ¿También ellos creen que el Señor es un profeta? ¿Cuánto les influyen las opiniones de los demás y qué convicción tienen después de haber presenciado su poder de manera más cercana? Así, Cristo les pregunta: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». A lo que Pedro se avanza, toma la palabra y responde: «Tú eres el Mesías» (Mc 8,29). Jesús no es solo un profeta: es el mismo Dios hecho hombre para salvarnos del pecado.
Nosotros somos también discípulos del Señor. Quizá llevamos unos años tratándole en la intimidad de la oración y de los sacramentos. En esos momentos Jesús nos puede formular una pregunta similar. «¿Quién soy yo para ti, que has abrazado la fe pero todavía tienes miedo de remar mar adentro en mi Palabra? ¿Quién soy yo para ti, que eres cristiano desde hace mucho tiempo pero, cansado por la costumbre, has perdido tu primer amor? ¿Quién soy yo para ti, que estás pasando por un momento difícil y necesitas sacudirte para continuar?»[1].
Jesús quiere ser el amor de nuestra vida. No es un enviado más, ni tampoco un amor entre otros, sin más. Se trata de aquel que da sentido a todas nuestras acciones y nuestros pensamientos. «Tenemos la experiencia de que sin Cristo la vida es incompleta, de que falta algo, la realidad fundamental»[2]. En cambio, cuando le abrimos de par en par las puertas de nuestra alma, hallamos una alegría que el mundo no puede dar. «Quizá ayer eras una de esas personas amargadas en sus ilusiones, defraudadas en sus ambiciones humanas –comentaba san Josemaría–. Hoy, desde que él se metió en tu vida –¡gracias, Dios mío!–, ríes y cantas, y llevas la sonrisa, el Amor y la felicidad dondequiera que vas»[3].
COMO los discípulos, cada uno de nosotros contrasta su experiencia directa del Señor con las opiniones que le rodean. Quizá la idea de quienes no han conocido a Jesús o se han alejado de él se limita a una consideración positiva pero meramente humana: Cristo como una figura extraordinaria de nuestra historia. Pero «si fuera solo un personaje histórico, imitarlo hoy sería imposible: nos encontraríamos frente al gran foso del tiempo y, sobre todo, ante su modelo, que es como una montaña altísima e inalcanzable; deseosos de escalarla, pero sin las capacidades ni los medios necesarios».[4]
Los cristianos podemos mostrar a los demás quién es Jesús a través de nuestras palabras y de nuestras obras. En este sentido, san Josemaría señalaba: «Ojalá fuera tal tu compostura y tu conversación que todos pudieran decir al verte o al oírte hablar: este lee la vida de Jesucristo»[5]. Una manera de dar a conocer a Cristo con la propia vida «es tratar siempre con la máxima caridad a los otros, empezando por los tuyos. Es atender con la mayor delicadeza a los que sufren, a los enfermos, a los que padecen. Es contestar con paciencia a los cargantes e inoportunos. Es interrumpir o modificar nuestros programas, cuando las circunstancias –los intereses buenos y justos de los demás, sobre todo– así lo requieran»[6].
Al mismo tiempo, en muchas ocasiones las personas que nos rodean también serán testigos de nuestros defectos y errores. Si luchamos por ser coherentes, eso mostrará a los demás que el camino que lleva a Cristo no es una montaña altísima e inalcanzable, reservada solo a unos pocos hombres extraordinarios. El Señor no es alguien que exija una existencia sin ninguna equivocación; él comprende «nuestra debilidad y nos atrae hacia sí, como a través de un plano inclinado, deseando que sepamos insistir en el esfuerzo de subir un poco, día a día»[7]. De esta manera, nuestras obras buenas adquieren otra perspectiva: los demás perciben que, además de nuestro empeño personal, contamos con la ayuda de Jesús, quien nos sostiene en el día a día.
DESPUÉS de la confesión de Pedro, el Señor anunció a los apóstoles su Pasión redentora: «Comenzó a enseñarles que el Hijo del Hombre debía padecer mucho, ser rechazado por los ancianos, por los príncipes de los sacerdotes y por los escribas, y ser llevado a la muerte y resucitar después de tres días» (Mc 8,31). Sin embargo, Pedro no lograba conciliar la idea del Mesías con la cruz. Creía que ese sufrimiento y esa humillación que el Señor iba a padecer eran incompatibles con su condición de Hijo de Dios. Por eso, en otro acto de audacia, decidió tomar aparte a Jesús y reprenderle por lo que acababa de decir. No obstante, fue Cristo quien se dirigió a Pedro delante de los discípulos: «¡Apártate de mí, Satanás!, porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres» (Mc 8,33).
Al igual que Pedro, en algunos momentos podemos pensar que estar cerca del Señor nos ahorra ciertas desgracias de la vida. En parte se trata de una mentalidad que estaba presente en tiempos de Jesús. De algún modo, se creía que si una persona tenía riquezas y salud entonces era dichosa a los ojos de Dios; en cambio, la pobreza y la enfermedad se percibían como un castigo divino por las obras malas de una persona o de sus padres. Por eso Pedro se escandaliza ante el anuncio de Cristo: en su mente nada malo podría ocurrirle al Hijo de Dios, y mucho menos ser condenado a muerte como un malhechor.
Jesús aprovechó la intervención del apóstol para mostrar el valor salvífico de las situaciones dolorosas que podamos atravesar. «Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y que me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará» (Mc 8,34-35). Detrás de los sufrimientos que se presentan en nuestra vida, y que como Pedro quizá no entendemos, se esconde algo grande que el Señor quiere darnos, aunque en un primer momento probablemente no seamos capaces de percibir. «Lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito»[8]. Ni siquiera a la Virgen María se le ahorró la experiencia del dolor. Ella vio morir a su Hijo de la manera más cruel e injusta. Pero sabía que con ese sacrificio estaba abriendo a los hombres las puertas de la vida eterna.
[1] Francisco, Ángelus, 29-VI-2021.
[2] Benedicto XVI, Discurso, 13-V-2005.
[3] San Josemaría, Surco, n. 81.
[4] Francisco, Ángelus, 27-VIII-2023.
[5] San Josemaría, Camino, n. 2.
[6] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 138.
[7] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 75.
[8] Benedicto XVI, Spe Salvi, n. 37.