Meditaciones: 5.º domingo de Cuaresma (Ciclo A)

Reflexión para meditar el quinto domingo de Cuaresma. Los temas propuestos son: la espera de Jesús ante la muerte de Lázaro; el Señor hace salir a Marta del sepulcro; la resurrección de Lázaro: abrazar la vida que ofrece Cristo.


JESÚS sabe que se acerca su hora. Lo ha anunciado ya en varias ocasiones a sus discípulos (cfr. Jn 8,21; 13,33-38). Pese a estos avisos, es consciente de que será un momento difícil de comprender para ellos. Por eso, para afianzar la fe de los apóstoles, cuando recibe la noticia de la enfermedad de su amigo Lázaro decide esperar. Y explica este comportamiento con un motivo que, a simple vista, no resulta evidente: «Esta enfermedad no es de muerte, sino para gloria de Dios, a fin de que por ella sea glorificado el Hijo de Dios» (Jn 11,4).

El Señor no es insensible al sufrimiento de Lázaro, ni tampoco al de sus hermanas. Al contrario, le vemos llorar ante la tumba de su amigo una vez que Marta y María le han abierto el corazón y han compartido con él sus penas y dolores. «Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano» (Jn 11,21), le expuso crudamente Marta. Podemos intuir que Cristo no acudió inmediatamente al recibir la llamada porque quería dar al sufrimiento de esas personas una dimensión insospechada. Marta sabía que Lázaro podría volver a la vida «en la resurrección del último día» (Jn 11,24), pero no se esperaba volver a disfrutar de la compañía de su hermano ya mismo.

«Jesús podría haber evitado la muerte de su amigo Lázaro, pero quiso hacer suyo nuestro dolor por la muerte de nuestros seres queridos y, sobre todo, quiso mostrar el dominio de Dios sobre la muerte. En este pasaje del Evangelio vemos que la fe del hombre y la omnipotencia de Dios, el amor de Dios, se buscan y, finalmente, se encuentran»[1]. Con su espera Jesús responde al dolor más profundo de sus amigos. No solo devolverá la vida a Lázaro, sino que les mostrará que él siempre tiene la última palabra. Quien pone su esperanza en Dios no tiene nada que temer, pues él es «la resurrección y la vida» (Jn 11,25). «Nada podrá preocuparnos –decía san Josemaría–, si decidimos anclar el corazón en el deseo de la verdadera Patria: el Señor nos conducirá con su gracia, y empujará la barca con buen viento a tan claras riberas»[2].


PODEMOS imaginar la tristeza que llenó el hogar de Betania cuando Lázaro murió. Aquella casa que tantos momentos de alegría había acogido se encuentra ahora marcada por el dolor. Marta y María se ayudarían mutuamente a llevar este sufrimiento, acentuado también por la ausencia de Jesús; no ya solo porque quizá habría sanado a Lázaro, sino porque su sola presencia les llenaría de consolación. Por eso, «en cuanto Marta oyó que Jesús venía, salió a recibirle» (Jn 11,20). La tristeza de Marta no le llevó a encerrarse en sí misma, a dar continuamente vueltas a aquello que no entendía y le llenaba de amargura. Sencillamente fue a contar a Cristo el motivo de su pena: «Si hubieras estado aquí…» (Jn 11,21). Era un lamento similar al del salmista: «Desde lo más profundo, te invoco, Señor. Señor, escucha mi clamor; estén atentos tus oídos a la voz de mi súplica» (Sal 130,1-2).

El primer milagro que obra Jesús es, en cierto sentido, el de hacer salir del sepulcro a Marta. No le reprocha ni una sola de las lágrimas derramadas por la muerte de su hermano. En ese momento de dolor le dirige unas palabras que buscan afianzar el motivo de su esperanza. «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque hubiera muerto, vivirá, y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre. ¿Crees esto?» (Jn 11,25-26). En estas circunstancias, podríamos decir que no parece la pregunta más indicada. Marta no está en las mejores condiciones emocionales para afirmar aquello que le propone Jesús. No obstante, responde: «Sí, Señor. Yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que has venido a este mundo» (Jn 11,27). En medio del llanto, Marta sigue teniendo fe. Independientemente de que su hermano viva o no, ella ya cree que quien está con Cristo no morirá. La tristeza por el fallecimiento de Lázaro y la incomprensión por la inacción de su amigo no le han impedido reconocer que Jesús es el Mesías, aquel que da sentido a su vida. San Josemaría, quien experimentó en muchas ocasiones un dolor similar al de Marta, escribió: «Por mi miseria, me quejaba yo a un amigo de que parece que Jesús está de paso... y de que me deja solo. Al instante, reaccioné con dolor, lleno de confianza: no es así, Amor mío: yo soy quien, sin duda, se apartó de ti: ¡ya no más!»[3].


CUANDO Jesús llegó al sepulcro pidió a los allí presentes que quitaran la piedra. Marta, en cambio, mostró cierta reticencia: «Ya huele muy mal, pues lleva cuatro días» (Jn 11,39). El Señor, que todavía tenía reciente la conversación que ha tenido con ella, respondió: «¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?» (Jn 11,40). Entonces retiraron la piedra y Jesús, después de dirigirse a su Padre, «gritó con voz fuerte: “¡Lázaro, sal afuera!”. Y el que estaba muerto salió con los pies y las manos atados con vendas, y con el rostro envuelto en un sudario» (Jn 11,43-44).

Cristo no se resigna a los sepulcros que en ocasiones nos hemos construido, en nuestro caso, con errores u ofuscaciones. Como a Lázaro, nos invita a salir de la tumba para abrazar la vida que él nos ofrece. «Nos llama insistentemente a salir de la oscuridad de la prisión en la que estamos encerrados, contentándonos con una vida falsa, egoísta, mediocre»[4]. Pero cuenta con nuestra libertad para acoger o no esta llamada. No nos obliga a levantarnos. Él nos tiende su mano y espera que nosotros la tomemos. «Lázaro resucitó porque oyó la voz de Dios: y enseguida quiso salir de aquel estado. Si no hubiera querido moverse, habría muerto de nuevo. Propósito sincero: tener siempre fe en Dios; tener siempre esperanza en Dios; amar siempre a Dios..., que nunca nos abandona»[5].

El evangelista concluye esta escena señalando que muchos judíos, «al ver lo que hizo Jesús, creyeron en él» (Jn 11,45). Ahora los apóstoles y las hermanas entienden por qué el Señor no decidió venir antes. No solamente ellos han fortalecido su fe y su esperanza, sino que además otras muchas personas han empezado a creer en él. A partir de entonces los hermanos de Betania serán testigos de la vida que Jesús ofrece a quienes creen en él. Así vivió también la Virgen. Podemos apoyarnos en su fe para que sepamos transmitir a los demás la alegría de dejar entrar a Cristo en el sepulcro de nuestro corazón.


[1] Francisco, Ángelus, 29-III-2020.

[2] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 221.

[3] San Josemaría, Forja, n. 159.

[4] Francisco, Ángelus, 6-IV-2014.

[5] San Josemaría, Forja, n. 211.