Meditaciones: 2.º domingo del tiempo ordinario (Ciclo C)

Reflexión para meditar el domingo de la 2.ª semana del tiempo ordinario. Los temas propuestos son: Dios nos llama por nuestro nombre; la unidad surge de querer enriquecernos de los demás; María cuida la unidad.


CUANDO CONOCEMOS a alguien, lo primero que le preguntamos es cómo se llama. Todo nombre propio esconde dos dimensiones. Por una parte, es lo que le permite distinguirse como un individuo único e irrepetible. Y, al mismo tiempo, dar a conocer nuestro nombre nos permite entablar una relación con otra persona, nos permite formar una comunidad.

«Los pueblos verán tu justicia, y los reyes tu gloria; te pondrán un nombre nuevo, pronunciado por la boca del Señor» (Is 62,2). Estas palabras del profeta Isaías, dirigidas a Jerusalén, pueden ser también referidas a nuestras vidas. En el rito de acogida del Bautismo se pregunta por el nombre del que va a recibir el sacramento porque «Dios llama a cada uno por el nombre, amándonos individualmente, en la concreción de nuestra historia»1. Cada uno de nosotros es querido por Dios con un amor de predilección. Nuestro nombre está en su boca como el de un niño en los labios de su madre cuando quiere hacerlo sonreír o consolarlo por una caída. Sigue diciendo el profeta: «Ya no te llamarán “Abandonada”, ni a tu tierra “Devastada”; a ti te llamarán “Mi predilecta”, y a tu tierra “Desposada”, porque el Señor te prefiere a ti» (Is 62,4). ¿Sentimos habitualmente en nuestro interior las palabras de ánimo y de consuelo que nos dirige el Señor en todo momento?

En ocasiones podemos pensar que nuestra oración consiste sobre todo en dirigir palabras hacia Dios. Pero, antes, quizás nos haría bien escuchar cómo Dios pronuncia nuestro nombre y nos invita a que abramos nuestra vida a su presencia. Nuestra vocación está anclada en esa relación amorosa con Dios. Y así como cada uno de nosotros tiene un nombre personal que nos vuelve únicos ante los ojos de la Santísima Trinidad, también conocemos cómo se llama Dios: «Amor es el nombre propio de Dios»2.


«HAY DIVERSIDAD de carismas, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos» (1 Co 12,4-5). Son conocidas estas palabras de san Pablo, de la segunda lectura de la Misa de hoy, con las que busca subrayar la unidad de la Iglesia que sostiene su rica pluralidad. Dios invita a cada uno a seguirlo en un camino personal, de íntima unión con él, y por eso nos llama por nuestros nombres. Le importan nuestras biografías, los talentos que nos ha regalado y las limitaciones que percibimos cuando intentamos poner por obra lo que nos sugiere. Pero, al mismo tiempo, la llamada de Dios tiene como uno de sus más sabrosos frutos la formación de una familia a la que pertenecen personas con distintos dones y sensibilidades. ¡Qué alegría podemos experimentar al sabernos parte de una familia con tanta riqueza!

«La legítima diversidad no se opone de ningún modo a la unidad de la Iglesia, sino que por el contrario aumenta su honor y contribuye no poco al cumplimiento de su misión»3. En la Iglesia existen diversos modos de anunciar el Evangelio porque su unidad se funda en un amor creativo. Nuestros nombres, que Dios pronuncia con tanto cariño, nos abren a los demás para que ellos también puedan llamarnos y, entre todos, llevemos el buen olor de Cristo a todos los rincones del mundo.

«No me he cansado de repetir desde 1928 –explicaba san Josemaría–, que la diversidad de opiniones y de actuaciones en lo temporal y en lo teológico opinable, no es para la Obra ningún problema: la diversidad que existe y existirá siempre entre los miembros del Opus Dei es, por el contrario, una manifestación de buen espíritu, de vida limpia, de respeto a la opción legítima de cada uno»4. También en esta partecica de la Iglesia –la Obra– queremos admirarnos ante la gran variedad de sensibilidades. Ser cada día una familia más unida consiste, precisamente, en fomentar nuestro propio modo de ser y de pensar; y, al mismo tiempo, manifestar un interés real por querer enriquecernos con las visiones y las actitudes de quienes nos rodean.


EL EVANGELIO DE la Misa de hoy nos introduce en el pintoresco ambiente de una boda judía en Caná de Galilea. Llama la atención que, poco después de escoger a sus primeros discípulos, Jesús los invita a participar en una celebración con un tan hondo significado comunitario. También a cada uno de nosotros, al mismo tiempo que nos impulsa a sentir una profunda responsabilidad personal en nuestra familia y en nuestra vida profesional, nos recuerda esa otra dimensión: el sentido de comunidad. Ser parte de la Iglesia, de la familia de Dios, consiste también en saber disfrutar en compañía de los demás.

En medio de la animada celebración se acaba el vino. Solo una mujer discreta y delicada se da cuenta de la gran angustia que están experimentando los organizadores del evento. En un breve instante, el ambiente distendido y alegre podría haberse convertido en una gran decepción. Pero María intercede ante su Hijo y le dice: «No tienen vino» (Jn 2,3). En una fiesta, el vino puede ser una imagen de unidad, de concordia, y nuestra Madre, que cuida a la Iglesia con preocupación infatigable, no quiere que se acabe. Ella siempre intercede para que nuestra diversidad sea fuente de comprensión y admiración mutua, en lugar de dificultarla.

«Haced lo que él os diga» (Jn 2,5). Con estas palabras, María nos regala una frase que podría condensar toda nuestra vida. Nuestra llamada de Dios –ese nombre que nos ha regalado– nos lleva a construir la Iglesia con nuestras vidas entregadas. «La vocación divina nos da una misión, nos invita a participar en la tarea única de la Iglesia, para ser así testimonio de Cristo ante nuestros iguales los hombres y llevar todas las cosas hacia Dios»5. Podemos pedir a nuestra Madre, la del dulce nombre, que también nosotros queramos cuidar la unidad de la Iglesia, en la medida en que vivimos con alegría y cariño nuestra propia vocación.


Francisco, Audiencia, 18-IV-2018.
Benedicto XVI, Homilía, 3-V-2010.
San Juan Pablo II, Ut unum sint, n. 50.
San Josemaría, Conversaciones, n. 38.
San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 45.