Meditaciones: sábado 4.ª semana de Pascua

Reflexión para meditar el sábado de la cuarta semana de Pascua. Los temas propuestos son: descubrir a Dios Padre en Jesús; renovar nuestro sentido de la filiación divina; rezar como hijos.

- Descubrir a Dios Padre en Jesús.

- Renovar nuestro sentido de la filiación divina.

- Rezar como hijos.


A LO LARGO de la vida pública del Señor, los apóstoles descubrieron cada vez con mayor claridad la relación especialísima que Jesús tenía con el Padre. Hablaba de él con una familiaridad llamativa, de tal manera que los jefes de Israel se escandalizaban. Animaba a la gente del pueblo a confiar en sus cuidados paternos, que son aún más delicados que los que tiene con las plantas del campo o las aves del cielo. Incluso han visto que Jesús actuaba con energía para defender la santidad del Templo, porque era la casa de su Padre. En la Última Cena, Jesús vuelve a hablar del Padre a sus apóstoles. Es en ese momento cuando finalmente uno de ellos, Felipe, se atreve a hacer una petición que tal vez estaba en el corazón de los demás: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta» (Jn 14,8).

Los apóstoles habían aprendido de Jesús que Dios tiene un rostro paterno. La oración de Israel cobraba así aún mayor fuerza: «Tenga Dios piedad de nosotros y nos bendiga, haga brillar su rostro sobre nosotros» (Sal 67,2). Por eso Felipe comprende que para tener una vida plena es suficiente ver el rostro del Padre: descubrir esa mirada de cariño, que nos afirma y nos llena de seguridad. Todo lo demás es consecuencia de ese encuentro. La respuesta de Jesús habrá sorprendido a los apóstoles: «El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14,9). Sin embargo, esa respuesta explica en realidad todo el comportamiento de Cristo: su ternura hacia los débiles, la fortaleza que transmitía en los momentos de dificultad, su paciencia para corregir y formar a los discípulos… Cada gesto y cada palabra eran manifestación del amor del Padre. Por eso el Catecismo de la Iglesia señala que «toda la vida de Cristo es Revelación del Padre»1.

La contemplación de este misterio nos mueve a hacer nuestra la misma convicción de Felipe. Para que nuestra vida sea plena, basta con que descubramos el rostro del Padre, es decir, basta que nos sepamos siempre y en todo momento hijos de Dios. Quizás en nuestra oración le podemos pedir a Jesús: ¡Muéstranos al Padre! ¡Ayúdame a descubrir su presencia en mi vida! ¡Que sea consciente de que su rostro me mira constantemente con un cariño infinito!


LA RELACIÓN DE Cristo con su Padre del cielo no se queda solamente dentro de su intimidad, sino que se desborda hacia afuera: «El Padre, que está en mí, realiza sus obras» (Jn 14,10). Jesús realizó su misión en unión perfecta con quien lo había enviado al mundo. Sus obras son, al mismo tiempo, obras del Padre. Y esta unión, en cierta manera, se extiende también a quienes seguimos a Cristo: «En verdad, en verdad os digo: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y las hará mayores que estas porque yo voy al Padre» (Jn 14,12).

Las obras de un cristiano son las obras de un hijo de Dios. Cuando se realizan con la conciencia de esta relación, se convierten en expresión de su maravilloso amor incondicional. Dios manifiesta la fuerza de su amor paternal en nuestra vida normal y corriente. Cuánto nos sirve, por tanto, renovar este sentido de filiación divina para encarar con entusiasmo y valentía nuestras jornadas. San Josemaría aconsejaba: «Llámale Padre muchas veces al día, y dile –a solas, en tu corazón– que le quieres, que le adoras: que sientes el orgullo y la fuerza de ser hijo suyo»2. Esta verdad sencilla y fundamental –que somos hijos de Dios– baña de luz nuestro quehacer diario: «Nos lleva a rezar con confianza de hijos de Dios, a movernos por la vida con soltura de hijos de Dios, a razonar y decidir con libertad de hijos de Dios, a enfrentar el dolor y el sufrimiento con serenidad de hijos de Dios, a apreciar las cosas bellas como lo hace un hijo de Dios»3. El valor de lo que hacemos no se mide por el éxito, los resultados, la imagen que damos hacia afuera, sino que descansa en nuestro interior, en nuestra dignidad de ser hijos amados.

Descubrimos también que compartimos esta dignidad de hijos amados de Dios con la gente que nos rodea. Cambia así nuestra mirada sobre los demás. «Hemos de portarnos como hijos de Dios con los hijos de Dios»4. Comprendemos que sus obras también tienen un valor altísimo, porque llevan la huella de alguien que tiene una relación especial con el Padre. Aumenta nuestra consideración por quienes nos rodean: apreciamos la contribución de nuestros compañeros de trabajo o cualquier servicio que otras personas nos prestan.


EL EVANGELIO de la Misa de hoy termina con una promesa alentadora: «Y lo que pidáis en mi nombre eso haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo» (Jn 14,13). Jesús dice a los apóstoles –y nos lo dice a nosotros– que la oración tiene una gran fuerza. Pero hemos de saber pedir en su nombre, es decir, pedir identificándonos con los sentimientos del Hijo. El Señor quiere que nuestra oración lleve siempre la tonalidad de un hijo que habla con su padre. Cuando Jesús enseñó a sus discípulos cómo tendrían que dirigirse a Dios, comenzó diciendo “Padre nuestro”. Empezamos esa maravillosa oración avivando en nosotros la conciencia de que somos hijos de Dios. Y solo después nos atrevemos a pedir tantas cosas: que Dios sea glorificado, que se haga su voluntad, que tengamos el pan diario, que no nos apartemos de él... Pero siempre con esta premisa: somos hijos que se dirigen a su Padre. «Buen Padre os tenéis –decía santa Teresa–, que os da el buen Jesús. No se conozca aquí otro padre para tratar de él»5.

Rezar en el nombre de Jesús implica que aprendamos, poco a poco, a pedir lo que un buen hijo pide. Nuestra oración filial, en cierto modo, va más allá de nuestras expectativas. Por eso, san Pablo dice que «el Espíritu acude en ayuda de nuestra flaqueza: porque no sabemos lo que debemos pedir como conviene; pero el mismo Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rm 8,26). En este sentido, también señalaba santa Teresa, al comentar la oración del Padrenuestro: «Por disparatado que ande el pensamiento, entre tal Hijo y tal Padre forzado ha de estar el Espíritu Santo, que enamore vuestra voluntad y os la ate tan grandísimo amor»6. Es bueno que mientras pedimos algo a nuestro Padre Dios le digamos que, en el fondo, queremos sobre todo lo que el Espíritu Santo sabe que es mejor y que quizá no alcanzamos ni siquiera a intuir. Podemos estar seguros de que aquello que llega de su mano es mejor de lo que esperábamos. Para nosotros, eso es suficiente. Y así decimos de nuevo con el apóstol Felipe: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta» (Jn 14,8).


Catecismo de la Iglesia Católica, n. 516.
San Josemaría, Amigos de Dios, n. 150.
Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 28-X-2020, n. 3.
San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 36.
Santa Teresa, Camino de perfección, cap. 24, n. 6.
Ibíd., n. 7.