Meditaciones: lunes de la 20.ª semana del Tiempo ordinario

Reflexión para meditar el lunes de la vigésima semana del Tiempo ordinario. Los temas propuestos son: seguir a Dios con el corazón; el vértigo de volar; quien deja entrar a Cristo no se pierde nada.

- Seguir a Dios con el corazón.

- El vértigo de volar.

- Quien deja entrar a Cristo no se pierde nada.


DESPUÉS de que Jesús bendijera a unos niños que le habían presentado, se acercó a él corriendo un «personaje distinguido» (Lc 18,18). Quizá llevaba varios días observando al Maestro. Tras haber contemplado aquel gesto de cariño con los más pequeños, sintió la necesidad de abrir su corazón al Señor. Por eso se arrodilló y le planteó una cuestión que le llevaría inquietando desde hacía tiempo: «¿Qué obra buena debo hacer para alcanzar la vida eterna?» (Mt 19,16).

Por lo general, la mayoría de los hombres necesitamos claridad cuando nos proponemos hacer algo. Queremos saber los pasos precisos que hay que seguir para cumplir un objetivo determinado. Dios sabe que somos así. Por eso le dio a Moisés unos mandamientos, para que los israelitas supieran con mayor luminosidad qué obras agradaban al Señor y cuáles no. De hecho, Jesús responde a la pregunta del joven remitiéndose al Decálogo: «Si quieres entrar en la Vida, guarda los mandamientos. No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no dirás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 19,17.18-19). Pero en cuanto el muchacho le dice que eso ya lo lleva guardando desde su adolescencia, el Señor contesta: «Si quieres ser perfecto, anda, vende tus bienes y dáselos a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos. Luego, ven y sígueme» (Mt 19,21).

Jesús pide a aquel joven que dé un paso más en su relación con Dios. Cumplir los mandamientos, por supuesto, es algo bueno y necesario; pero le invita a abandonarse en las manos del Señor y superar la seguridad que puede dar el hacer cosas buenas. Al fin y al cabo, la vida eterna no es alcanzar una meta debido a los propios méritos, sino que consiste en escuchar a Dios, seguirle de cerca y, en esa relación, comprender que servirle y gozar de su compañía es un regalo divino. Solo compartiendo la vida con él nos damos cuenta de la magnitud de su amor, que va más allá de unas leyes. Cristo, con su misma muerte y su resurrección, nos abre las puertas del cielo. Y es él quien, con su gracia, sostiene nuestras buenas obras y nos impulsa a tomar caminos nuevos. Por eso Jesús llama a esa persona a una total comunión con él. «Seguir a Cristo no es una imitación exterior, porque afecta al hombre en su interioridad más profunda. Ser discípulo de Jesús significa hacerse conforme a él»[1]. El Señor quiere ayudar a ese joven a que su trato con Dios no se reduzca solamente a unas normas que cumplir, sino que sea el centro de su propia existencia. Y esto es lo que le llenará de una felicidad que ninguna realidad terrena le podrá proporcionar. «¡Esa es toda la grandeza de la vida que Dios nos pide: no podemos llevar una vida chata! (...) Quiere que conozcamos aquel amor de Cristo hacia nosotros, que sobrepuja a todo conocimiento, para que seamos plenamente colmados de todos los bienes de Dios»[2].


AL OÍR la propuesta de Jesús de dejarlo todo y seguirlo, san Mateo señala que el joven «se marchó triste, porque tenía muchas posesiones» (Mt 19,22). El entusiasmo inicial dio paso a la amargura. Aquella persona se había ilusionado porque pensaba que por fin había dado con la respuesta que saciaría su sed de felicidad. Pero en cuanto Dios le pidió el corazón y, con él, todo lo que llevaba dentro, no supo qué decir. Estaba dispuesto a hacer cualquier obra buena para entrar en la vida eterna. Pero entregarse él mismo, volar en compañía del Señor, le suponía un vértigo que no era capaz de afrontar.

Las riquezas impidieron que el joven se atreviera a seguir a Jesús. Además, al observar su comportamiento, podemos intuir también otro motivo: un modo equivocado de concebir la relación con Dios. Quizá pensó que, para llegar a la vida eterna, era necesario sacrificar su felicidad en la tierra; es decir, no percibió que lo que el Señor le estaba pidiendo no era simplemente renunciar a sus posesiones: era una llamada a fundamentar su felicidad sobre la presencia constante y segura de Dios, y no tanto sobre la arena de las realidades terrenas. «Tu barca –tus talentos, tus aspiraciones, tus logros– no vale para nada, a no ser que la dejes a disposición de Jesucristo, que permitas que él pueda entrar ahí con libertad, que no la conviertas en un ídolo. Tú solo, con tu barca, si prescindes del Maestro, sobrenaturalmente hablando, marchas derecho al naufragio. Únicamente si admites, si buscas, la presencia y el gobierno del Señor, estarás a salvo de las tempestades y de los reveses de la vida. Pon todo en las manos de Dios: que tus pensamientos, las buenas aventuras de tu imaginación, tus ambiciones humanas nobles, tus amores limpios, pasen por el corazón de Cristo»[3].

La petición de Jesús al joven rico no fue algo arbitrario. Probablemente Cristo reconoció en su corazón la causa de que se arrodillara ahí delante de todos. Aunque el muchacho cumplía los mandamientos –y eso ya de por sí era motivo de gozo–, se sentía insatisfecho porque confiaba su felicidad terrena a las riquezas y la eterna a las obras buenas que realizaba. De ahí que el Señor le dirija una «llamada a una mayor madurez, a pasar de los preceptos observados para obtener recompensas al amor gratuito y total. Jesús le pide que deje todo lo que lastra el corazón y obstaculiza el amor. Lo que Jesús propone no es tanto un hombre despojado de todo sino un hombre libre y rico en relaciones. Si el corazón está abarrotado de posesiones, el Señor y el prójimo se convierten solo en una cosa entre otras. Nuestro tener demasiado y querer demasiado sofocan nuestro corazón y nos hacen infelices e incapaces de amar»[4].


A VECES se puede tener la impresión, como el joven rico, de que seguir a Jesús supone renunciar a cosas buenas para poder llegar a la felicidad eterna. Se percibe entonces el camino a la santidad como un continuo vencerse y perderse hasta llegar al cielo. Esta síntesis es una caricatura de una realidad muy diferente. Ciertamente, la vida cristiana supone lucha, combatir la propia inclinación cuando esta nos lleva a realizar actos malos; pero el objetivo no es simplemente tener una mayor capacidad de resistencia, sino formar una sensibilidad que nos permita gozar en el bien que realizamos. Cuando experimentamos cierta oposición a obrar virtuosamente, luchamos de otra manera cuando lo que estamos buscando es aprender a disfrutar del bien, aunque ahora suponga ir contra corriente, y no tanto acostumbrarnos a fastidiarnos. De este modo, la formación de las virtudes hace que las facultades y los afectos se centren en lo que verdaderamente puede satisfacer las aspiraciones más profundas, y otorguen lugares secundarios –siempre subordinados a los principales– a lo que simplemente está en el orden de los medios.

«Quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada –absolutamente nada– de lo que hace la vida libre, bella y grande. ¡No! Solo con esta amistad se abren las puertas de la vida. Solo con esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición humana. Solo con esta amistad experimentamos lo que es bello y lo que nos libera. (...) Abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida»[5]. En los santos vemos personas que han hecho del Señor el centro de su vida y han encontrado una felicidad que el mundo no puede dar. El cristiano, caminando como uno más en la sociedad, muestra que «el que sigue a Cristo es capaz –no por mérito propio, sino por gracia del Señor– de comunicar a los que le rodean lo que a veces barruntan, pero no logran entender: que la verdadera felicidad, el auténtico servicio al prójimo pasa solo por el corazón de nuestro Redentor»[6]. Podemos pedir a la Virgen María que nos ayude a abrir las puertas de nuestra alma a su Hijo, para que él nos lleve a la felicidad en la tierra y en el cielo.


[1] San Juan Pablo II, Veritatis Splendor, n. 21.

[2] San Josemaría, Carta 7, n. 32.

[3] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 21.

[4] Francisco, Mensaje, 29-VI-2021.

[5] Benedicto XVI, Homilía, 24-IV-2005.

[6] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 93.