Parte de la fascinación que Jesús generaba en sus contemporáneos se debía a su capacidad de curar lo incurable. El Señor atraía también mucho interés por lo sorprendente de algunos prodigios, por la fuerza y originalidad de su predicación, por su simpatía y buen humor, porque aparecía como el Mesías prometido en las Escrituras…, pero muchos se acercaban a su figura sobre todo por los milagros que hacía con los enfermos. Se había corrido la voz de que leprosos, paralíticos, ciegos, sordomudos o personas con problemas de movilidad habían sanado gracias a sus palabras y sus gestos.
Pero aquel misterioso médico devolvía la salud a los cuerpos también para mostrar un poder más grande: curar las almas. Jesús reconcilia como solo lo podría hacer Dios: viene a sanar el fondo de nuestro corazón. «¿Qué es más fácil, decir: “Tus pecados te son perdonados”, o decir: “Levántate y anda”? Pues para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar los pecados —se dirigió al paralítico—, a ti te digo: levántate, toma tu camilla y marcha a tu casa» (Lc 5, 23-24). Al Señor le interesa, sobre todo, curar nuestra ceguera interior: la que nos impide darnos cuenta de todo lo que recibimos de él; quiere curar nuestra mudez, nuestra incapacidad de poner palabras al mal que hay en nosotros; la sordera que nos impide atender a la voz de Dios y a las necesidades de nuestro prójimo; nuestra parálisis para movernos hacia lo que nos puede hacer verdaderamente libres; o la lepra que nos hace creernos indignos de un Dios que nunca se cansa de buscarnos. Cada momento de la vida de Cristo, y en especial su pasión y su resurrección, manifiesta su deseo de curar. Lo único que necesita es encontrar en nosotros ese mismo deseo. La curación solo es posible si no escondemos nuestra herida ante quien tiene el poder de sanar.
Dios es más grande que nuestro corazón
«Todo proviene de Dios, que nos reconcilió con él por medio de Cristo y nos confirió el ministerio de la reconciliación», escribe san Pablo a los de Corinto. «Porque en Cristo, Dios estaba reconciliando al mundo consigo, sin imputarle sus delitos, y puso en nosotros la palabra de reconciliación» (2Co 5,18-19). Las primeras comunidades cristianas, quizá por el contraste con la dura lógica social que las rodeaba, fueron comprendiendo que la reconciliación con Dios y con los demás era un don que solo podía venir de lo alto. Se daban cuenta de que nosotros no podemos «causar» el perdón de Dios con nuestra penitencia o con nuestros actos de reparación, sino que solamente podemos aceptar con agradecimiento el regalo gratuito —la «gracia»— que él nos ofrece.
Es fácil que, sin darnos cuenta, nos encontremos aplicando al perdón de Dios la lógica de un perdón demasiado humano. Para una mentalidad estrictamente legal, lo importante es el pago de una sanción, la cantidad que se tiene que reparar, el esfuerzo por regresar a un equilibrio anterior al daño. Pero precisamente esa lógica, con la desesperación silenciosa que puede generar en quien no tiene cómo reparar, es lo que Jesús vino a superar. «¡Mira qué entrañas de misericordia tiene la justicia de Dios! —Porque en los juicios humanos, se castiga al que confiesa su culpa: y, en el divino, se perdona»[1].
La primera carta de san Juan también da cuenta de esta noticia consoladora, con unas palabras que nos pueden llenar de paz: «En su presencia tranquilizaremos nuestro corazón, aunque el corazón nos reproche algo, porque Dios es más grande que nuestro corazón y conoce todo» (1Jn 3,19-20). Jesús repite una y otra vez que ha venido a salvarnos y no a condenarnos[2], pero aun así pueden surgir fácilmente en nuestro interior voces que traten de inquietarnos: la de una esperanza débil, que invita a tirar la toalla, porque no acaba de creerse que Dios puede perdonarlo todo; o la de la soberbia, que no soporta constatar una vez más la propia debilidad.
El Papa nos alienta a salir al paso de esas voces: «Tú, hermana, hermano, si tus pecados te asustan, si tu pasado te inquieta, si tus heridas no cicatrizan, si tus continuas caídas te desmoralizan y parece que has perdido la esperanza, por favor, no temas. Dios conoce tus debilidades y es más grande que tus errores. Dios es más grande que nuestros pecados, es mucho más grande. Te pide una sola cosa: que tus fragilidades, tus miserias, no las guardes dentro de ti; sino que las lleves a él, las coloques ante él, y de motivos de desolación se convertirán en oportunidades de resurrección»[3].
En ese mismo sentido, san Josemaría nos invitaba a fijarnos en los personajes que se acercan a Jesús, conscientes de que no tienen ninguna posibilidad de pagar la factura de su curación, ni física ni espiritual. Pero esa convicción les abre las puertas de la verdadera vida espiritual, el espacio de la gratuidad, en donde esa «gracia» es lo más importante: «¿Piensas que tus pecados son muchos, que el Señor no podrá oírte? No es así, porque tiene entrañas de misericordia (…). Observad lo que nos cuenta san Mateo, cuando a Jesús le ponen delante a un paralítico. Aquel enfermo no comenta nada: solo está allí, en la presencia de Dios. Y Cristo, removido por esa contrición, por ese dolor del que sabe que nada merece, no tarda en reaccionar con su misericordia habitual: ten confianza, que perdonados te son tus pecados»[4].
Cúrame, Señor, de lo que se me oculta
La convicción de que Dios siempre nos perdona vibra también en el corazón del salmista: «Te declaré mi pecado, no te oculté mi delito. Dije: “Confesaré mis culpas al Señor”. Y Tú perdonaste mi culpa y mi pecado» (Sal 32,5). Así nos acercamos nosotros al misterio de la santa Misa: para poder unirnos a la cruz de Jesús, para entrar en su transformación amante de todo el mal de la historia, empezamos por reconocer con humildad nuestra culpa; y nos golpeamos el pecho al hacerlo, como para que el corazón despierte[5].
En esta insistencia por reconocer nuestros pecados, conscientes o inconscientes, algunos han querido ver un posible desequilibrio psicológico o un afán por cargar pesos innecesarios en el alma. En realidad, aunque hay tendencias escrupulosas que bloquean el crecimiento de la vida interior, existe también un sano sentimiento de culpa, indispensable para desplegar las alas del corazón. Solamente hay libertad allí donde hay responsabilidad, donde nuestras acciones son tomadas en serio. Todo proceso de crecimiento espiritual pasa por mirar de frente, con realismo, a nuestras propias acciones; también a aquellas en las que experimentamos inquietud o remordimiento. Necesitamos ver, junto a Dios, nuestros pensamientos, palabras, obras y omisiones[6]: comprender en qué hemos podido herir —o, casi peor, tratar con indiferencia— a Dios y a los demás; en qué nos hemos hecho daño a nosotros mismos, dejando que crezca en nuestra alma la cizaña. Porque solo la verdad nos libera (cfr. Jn 8,32), especialmente la verdad sobre nuestra propia vida.
En esta tarea habremos de evitar tres tentaciones: primero, la de minimizar nuestra culpa, por un examen de conciencia superficial, o por rehuir al silencio interior en el que nos espera el Espíritu Santo para mostrarnos nuestra propia verdad; segundo, la de transferir la culpa a los demás o a las circunstancias, de manera que aparezcamos habitualmente como víctimas, o como si nunca hiciéramos daño a nadie; y, en último lugar, una tentación que parece contraria a la anterior, pero que acaba por llevar a la misma complacencia estéril: la que desvía nuestro arrepentimiento de Dios y de los demás para centrarlo en nuestro orgullo herido, en el hecho de habernos fallado de nuevo a nosotros mismos.
«¿Quién conoce sus faltas? Purifícame de lo que se me oculta. Preserva a tu siervo de la arrogancia, para que no me domine: así quedaré limpio e inocente del gran pecado» (Sal 19,13-14). En el fondo de un sano sentimiento de culpa no se encuentra la actitud de «un maníaco coleccionista de una hoja de servicios inmaculada»[7], sino la humildad de quien quiere descubrir qué es lo que le aleja de Dios, qué es lo que crea división en su alma y a su alrededor, qué es lo que le impide dar y recibir amor. No confesamos nuestra «imperfección» sino nuestra indiferencia o nuestro poco cariño, manifestados en detalles concretos: «¿Ha habido algo en mí que te pueda a ti, Señor, amor mío, doler?»[8]. De esa actitud puede salir la luz que nos lleve a descubrir serenamente nuestra propia verdad: a mirar en lo más profundo de nuestro corazón, donde ya se encuentra, queriendo abrirse camino en nosotros, el reino de Dios (cfr. Lc 17,21). Un saludable sentido de culpa es un aliado en nuestro afán por ser más de Dios; un catalizador de nuestras «sucesivas conversiones»[9], siempre que recordemos que sin él no podemos hacer nada.
Un sacramento que devuelve la belleza al mundo
San Agustín decía que «la Iglesia es el mundo reconciliado»[10]. De ahí que la familia de Dios se desarrolle «reconciliando el mundo con Dios. Esa es la gran misión apostólica de todos»[11]. Y el sacramento de la Reconciliación es uno de los centros neurálgicos de ese gran movimiento de reconstrucción, de pacificación, de perdón. Es el mejor lugar desde el que podemos tomar distancia de nuestra culpa; ahí nos damos cuenta de que, aunque somos pecadores, no somos nuestro pecado; y de que, ante un Padre que nos ama sin condiciones, no necesitamos ocultar nada. El sacramento de la Reconciliación nos ayuda a enfrentarnos con nuestra fragilidad, nuestras contradicciones, nuestras heridas; y a mostrarlas al único médico que puede curarlas. San Pablo lo hacía con una seguridad sin límites: «Por eso, con sumo gusto me gloriaré más todavía en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo» (2Co 12,9).
Esa confianza, sin embargo, va de la mano de la contrición, el sufrimiento del corazón por el mal que encuentra dentro de sí: «Lávame por completo de mi culpa, y purifícame de mi pecado. Pues yo reconozco mi delito, y mi pecado está de continuo ante mí» (Sal 51,4-5). La tradición católica suele diferenciar dos tipos de contrición: la que surge del amor a Dios —el arrepentimiento por haber rechazado el amor de la Trinidad, es decir, de las personas más importantes de mi vida—; o la que surge, de manera indirecta, ya sea por comprender el daño ocasionado con el pecado, sus consecuencias espirituales, o la confianza en la sabiduría de la Iglesia[12]. La primera es llamada «contrición perfecta»: por ella, Dios nos perdona los pecados, incluso graves, con tal de que nos propongamos acudir al sacramento de la Reconciliación cuando sea posible. La segunda es la llamada «contrición imperfecta»; también es un don de Dios que inicia un camino espiritual, porque nos dispone a recibir el perdón de los pecados en el sacramento. Los actos de contrición, que pueden ser breves oraciones improvisadas a lo largo del día —¡Perdón, Jesús!— despiertan ese dolor del corazón; nos preparan para recibir y para compartir más abundantemente la misericordia de Dios.
El catecismo de la Iglesia nos recuerda también que, junto al sacramento de la Penitencia, único lugar en el que Jesús nos libera de los pecados graves, también podemos recibir de otras maneras la reconciliación de los demás pecados. La Sagrada Escritura y los Padres citan, entre ellos, «los esfuerzos realizados para reconciliarse con el prójimo, las lágrimas de penitencia, la preocupación por la salvación del prójimo (cfr. St 5,20), la intercesión de los santos y la práctica de la caridad “que cubre multitud de pecados” (1P 4,8)»[13]. Sin embargo, la Iglesia no deja de recomendar la Confesión sacramental también para esas faltas menos graves. San Pablo VI recordaba que «la Confesión frecuente sigue siendo una fuente privilegiada de santidad, de paz y de alegría»[14]. Y san Josemaría: «Acudid semanalmente —y siempre que lo necesitéis, sin dar cabida a los escrúpulos— al santo sacramento de la Penitencia, al sacramento del divino perdón, (…) y redescubriremos el mundo con una perspectiva gozosa, porque ha salido hermoso y limpio de las manos de Dios, y así de bello lo restituiremos a él, si aprendemos a arrepentirnos»[15].
La Confesión frecuente nos permite afinar el corazón, y evita que nos acostumbremos a nuestra frialdad, a nuestras resistencias al amor de Dios. Benedicto XVI comentaba una vez: «Es verdad que nuestros pecados son casi siempre los mismos, pero limpiamos nuestras casas, nuestras habitaciones, al menos una vez por semana, aunque la suciedad sea siempre la misma, para vivir en un lugar limpio, para recomenzar; de lo contrario, tal vez la suciedad no se vea, pero se acumula. Algo semejante vale también para el alma, para mí mismo; si no me confieso nunca, el alma se descuida y, al final, estoy siempre satisfecho de mí mismo y ya no comprendo que debo esforzarme también por ser mejor, que debo avanzar. Y esta limpieza del alma, que Jesús nos da en el sacramento de la Confesión, nos ayuda a tener una conciencia más despierta, más abierta, y así también a madurar espiritualmente y como persona humana»[16].
«El sacramento de la Reconciliación necesita volver a encontrar el puesto central en la vida cristiana»[17], ha escrito el Papa Francisco. Más allá de la curación de las grandes heridas, es un necesario aliado en la vida cristiana diaria: nos ayuda a conocernos cada vez mejor, y a familiarizarnos con el corazón misericordioso de Dios. Difícilmente superaremos de manera inmediata todas las rutinas o disposiciones que nos llevan al mal: la gracia cuenta con la historia, y tiene que hacerse una cosa con la nuestra[18]. Por eso, sin expectativas irreales que nos pueden hacer desesperar de nuestra debilidad, o incluso de la gracia, tengamos siempre la mirada puesta en Jesús; no dejemos de acudir a quien quiere y puede curarnos. Porque la vida espiritual es «un continuo comenzar y recomenzar. —¿Recomenzar? ¡Sí!: cada vez que haces un acto de contrición»[19].
[1] San Josemaría, Camino, n. 309.
[2] Cfr. por ejemplo Jn 3,17; 12,47.
[3] Francisco, Homilía, 25-III-2022.
[4] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 253.
[5] Cfr. Misal romano, ritos iniciales.
[6] Ibíd.
[7] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 75.
[8] San Josemaría, Forja, n. 494.
[9] Es Cristo que pasa, n. 57.
[10] San Agustín, Sermón 96, n. 8.
[11] F. Ocáriz, Mensaje pastoral, 21-X-2023.
[12] Cfr. Catecismo de la Iglesia, nn. 1452-1453.
[13] Ibid., n. 1434.
[14] San Pablo VI, Ex. ap. Gaudete in Domino, n. 52.
[15] Amigos de Dios, n. 219.
[16] Benedicto XVI, Catequesis, 15-X-2005.
[17] Francisco, Misericordia et misera, n. 11.
[18] Cfr. Francisco, Gaudete et exsultate, n. 50.
[19] Forja, n. 384.