Evangelio del miércoles: ¿cuál es la gloria del Padre?

Comentario del miércoles de la 5.ª semana de Pascua. “En esto es glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto y seáis discípulos míos”. La gloria de Dios es que sus hijos den mucho fruto. Y para dar fruto, hemos de buscar que Jesús no solo sea el fin de nuestras acciones, sino también que las acompañe y esté presente en ellas desde el principio.

Evangelio (Jn 15, 1-18)

“Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el labrador. Todo sarmiento que en mí no da fruto lo corta, y todo el que da fruto lo poda para que dé más fruto. Vosotros ya estáis limpios por la palabra que os he hablado. Permaneced en mí y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada. Si alguno no permanece en mí es arrojado fuera, como los sarmientos, y se seca; luego los recogen, los arrojan al fuego y arden. Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y se os concederá. En esto es glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto y seáis discípulos míos”.


Comentario

Comencemos por el final: “en esto es glorificado mi Padre: en que deis mucho fruto y seáis discípulos míos”.

La gloria de todo un Dios, Omnipotente, Omnisciente, Eterno, es que unas pobres criaturas den fruto. Suena descabellado, pero lo dijo Dios mismo.

Esto es así porque Dios es Padre. Es más: de Él procede toda paternidad (cfr. Efesios 3, 15).

No olvidemos nunca que la paternidad de Dios no es una metáfora que utilizamos para explicar su forma de actuar, acudiendo a una palabra humana que nos evoca ternura y protección. Es exactamente al revés: la paternidad es una palabra divina que nosotros hemos decidido utilizar para denominar también a nuestros progenitores.

De ese modo, entendemos que la gloria del Padre es que demos mucho fruto: para un padre no hay mayor anhelo ni mayor orgullo que la fecundidad de sus hijos. Verlos crecer, cumplir sus sueños, acometer proyectos, dejar una huella. A los padres y madres se les llena el pecho y la boca de orgullo cuando hablan de los logros de sus hijos.

Pues nuevamente hemos de decir que eso no es más que una imagen de lo que le sucede a Dios: utilizando nuestro pobre lenguaje humano, podemos afirmar que el Padre Eterno tiene el pecho henchido de regocijo cada vez que piensa en nosotros. Es el labrador que se empeña por todos los medios para ver fructificar su campo: “¿Qué más se puede hacer por mi viña, que no haya hecho yo?” (Isaías 5, 4).

Pero dar fruto tiene una condición ineludible: reconocer en Cristo a la vid y estar unidos a Él. Que nuestros pensamientos, que nuestros anhelos, que nuestros miedos, que toda nuestra vida pasen por su Corazón. Que no haya ni un acierto ni un fallo que no pasemos por el crisol de su Amor. Que no haya en nuestra intención ni el más mínimo atisbo de vanagloria. Que Jesús, Alfa y Omega, no solo sea el fin de nuestras acciones, sino también el principio.

¿Cómo vivir así? La respuesta es clara: con la intervención del Espíritu Santo. Su misión es moldear en nosotros la imagen de Cristo, que es el Hijo Amado en quien se regocija plenamente el Padre. Ese es el sentido de nuestra vida: que Dios Padre, al mirarnos, vea a Jesús. Pero eso requiere saber que a todo el que da fruto, lo poda para que dé más fruto. Ser discípulo de Cristo implica compartir su destino: en nuestro caso, abrazando la Cruz en las modestas ocasiones que nos ofrece la vida ordinaria.

Luis Miguel Bravo / Photo: Voicu A - Unsplash