Meditaciones: viernes de la 9.ª semana del Tiempo ordinario

Reflexión para meditar el 9.º viernes del Tiempo ordinario. Los temas propuestos son: Jesús nos revela su identidad; reconocer la realeza de Cristo; la grandeza y cercanía de Dios

- Jesús nos revela su identidad.

- Reconocer la realeza de Cristo.

- La grandeza y cercanía de Dios.


EN ALGUNAS escenas del Evangelio, Jesús parece querer esconder su verdadera identidad. Hace callar a los demonios cuando pronuncian su nombre (cfr. Mc 3,12), pide a los curados por él que no cuenten a nadie el milagro (cfr. Mc 1,44), e incluso algunas de sus enseñanzas se dirigen solo a sus apóstoles y no a la muchedumbre, al menos en un inicio (cfr. Mt 16,20). Cristo sabe que, detrás del título de Mesías, pueden proyectarse las más dispares aspiraciones y esperanzas de los hombres. A fin de cuentas, todos anhelamos algún tipo de liberación, por lo que es natural buscar el auxilio de un salvador.

A pesar de esto, en algunos momentos Jesús sí da a entender a quienes se reunían en el Templo cuál es su verdadera identidad, e intenta reconducir la concepción limitada que pudieran tener. Algunos escribas, en efecto, siguiendo la tradición del pueblo judío, esperaban a un personaje de buen linaje y dignidad, proveniente de la casa de David; debía ser alguien imponente, pues tenía que restaurar la casa de Israel. Pero Jesús trata de ir más allá y da a entender que los títulos de Mesías, Señor e Hijo de David son incompletos sin otro que está en el origen de su identidad: el de Hijo de Dios. Por eso, citando uno de los salmos, se hace la pregunta retórica: «El mismo David le llama Señor. Entonces, ¿cómo va a ser hijo suyo?» (Mc 12,37).

Jesús es el hijo querido del Padre. En esa relación se funda su identidad. Cada vez que oramos, cuando entablamos una conversación íntima con Dios, un primer paso puede consistir en darnos cuenta de con quién estamos hablando: es Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo que desean entablar un diálogo de amor con nosotros. Sin embargo, puede ocurrir que, ante tanta cercanía divina, nos acostumbremos a su presencia o que formalicemos esa relación hasta el punto de encerrar a Dios en un título que merece honor y respeto, pero con el que podemos perder el sabor de familiaridad. Podemos pedirle en este rato de oración que nos mantenga siempre encendido el asombro y que vivamos en esa cercanía que tenía Jesús con su Padre Dios.


RECONOCER a Jesucristo como el Hijo de Dios permite comprender en qué sentido él es también nuestro Señor y de qué modo nuestras vidas pueden estar al servicio de su realeza. Es consolador saber que su reinado está fundado y construido en el amor, por lo que no tenemos ninguna razón para dudar de su autoridad ni de sus propósitos. Por el contrario, encontramos en ese poder de Dios la paz de nuestras almas, que nos lleva a darle gracias por todo lo que sucede en nuestras vidas, también por aquello que quizás no comprendemos con claridad. San Josemaría, en una ocasión, escuchó en el fondo de su alma: Si Deus nobiscum, quis contra nos? Si Dios está con nosotros, «ni la falta de medios materiales o de salud, ni la precariedad del empleo en muchos lugares, ni las complicaciones familiares o externas al hogar, ¡nada!, han de hacer mella en nosotros»[1]. Esa es la confianza que proviene de habitar en el hogar de un Dios que es Padre y que ama con locura a sus hijos.

Pero contemplar a Jesús como rey y Señor es también exigente. Necesitamos que sea así, pues es ardua la tarea de orientar nuestra vida –marcada por el pecado original– hacia Dios Padre. Al mismo tiempo, Dios nos ofrece todo su poder. Cuando estamos dispuestos a dejarnos transformar por él, cuando comprendemos que nos conviene que su señorío se manifieste en nosotros, entonces Cristo actúa en lo más profundo de nuestro corazón para establecer una intimidad y una realeza que también se manifiesta en las circunstancias concretas de nuestras vidas. «Reconocerlo como rey significa aceptarlo como aquel que nos indica el camino, aquel del que nos fiamos y al que seguimos. Significa aceptar día a día su palabra como criterio válido para nuestra vida. Significa ver en él la autoridad a la que nos sometemos»[2].

La tradición de la Iglesia ha descrito en algunas ocasiones la oración como un combate. Aceptar el señorío de Jesús supone purificar paso a paso las intenciones que guían nuestra vida, para que todo se vaya orientando a él con una actitud filial. Ese proceso de purificación interior es, al mismo tiempo, una tarea de Dios y una lucha desde nuestra libertad. Siempre podemos preguntarnos: Jesús, ¿en qué aspecto de mi vida todavía no eres Señor? ¿Qué actitudes o disposiciones interiores te impiden reflejar el amor del Padre en mi vida? Porque, como escribía san Josemaría, esa es precisamente nuestra misión: «El mismo Rey, Jesús, te ha llamado expresamente por tu nombre. Te pide que luches las batallas de Dios, poniendo a su servicio lo más elevado de tu alma: tu corazón, tu voluntad, tu entendimiento, todo tu ser»[3].


A PESAR del tenor serio con el que Jesús se refiere a su señorío, el Evangelio termina resaltando el gozo que sentía la gente de poder estar en su presencia. «Y una inmensa muchedumbre le escuchaba con gusto» (Mc 12,37). Llama la atención que, incluso cuando se atreve a corregir a los escribas, no haya nada en su tono de voz ni en su forma de expresarse que denote malestar. Por eso sería tan sencillo disfrutar de cada una de sus palabras y, a través de su belleza, abrirse al contenido de su verdad. Precisamente cuando aceptamos a Jesús como Hijo amado de Dios y como nuestro Señor, somos capaces de un goce mucho más profundo del que pueden darnos los bienes de este mundo. Poco a poco, nos iremos dando cuenta de que no podemos vivir sin oración, porque es el tiempo en el que gozamos sencillamente de la presencia de aquel que da sentido pleno a nuestra existencia.

De este modo, la vida de oración se alimenta de esa doble realidad que la hace fructífera. Por una parte, sentimos un gran asombro de que Jesucristo sea verdaderamente Dios y esté dispuesto a entablar un diálogo con nosotros. Es normal que nos veamos débiles y que pensemos que nos separa de él un gran abismo. Como Isabel ante la visita de María, también nosotros nos preguntamos: «¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme?» (Lc 1,43). Por otra parte, en cada rato de oración nos dejamos sorprender por esta otra gran verdad de nuestra fe: la cercanía de Dios. Estar con Jesús, compartir con él nuestras ilusiones y dificultades de corazón a corazón, es nuestra paz Entonces comprendemos muy bien la invitación de san Josemaría: «Todo, hasta lo más pequeño, desde ahora y para siempre, empéñate en hacerlo por dar gusto a Jesús»[4].

También la Virgen María alimentó su vida contemplativa a partir de la cercanía de Dios y de su grandeza. En la escena de la Anunciación la contemplamos sorprendida, pues no comprende que el Señor haya querido fijarse en ella. Pero rápidamente se rinde ante ese Dios que quiere hacerse niño, para que todos podamos gozar eternamente de su compañía. «Aprendamos de nuestra Madre, la Virgen María: ella siguió a su Hijo con la cercanía de su corazón, fue una sola alma con él y, aun sin comprender todo, junto a él se entregó plenamente a la voluntad de Dios Padre»[5].


[1] Mons. Javier Echevarría, Carta pastoral, 1-X-2016.

[2] Benedicto XVI, Homilía, 1-IV-2007.

[3] San Josemaría, Surco, n. 962.

[4] San Josemaría, Forja, n. 1041.

[5] Francisco, Ángelus, 2-IV-2023.