- La humildad, morada de la caridad.
EN EL EVANGELIO de la Misa de hoy, leemos una parábola de Jesús que contrapone dos posibles actitudes ante Dios. Dos hombres subieron al templo a orar: uno era fariseo y el otro publicano. El fariseo, quedándose de pie, oraba para sus adentros: «Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni como ese publicano» (Lc 18,10-11). Este personaje es una caricatura del hombre religioso que cumple con Dios, en su caso brillantemente –al menos así lo considera él–, y que piensa por tanto que la perfección estriba en cumplir los preceptos sin más. Él no se siente pecador ni en deuda con el Señor y eso hace que sea incapaz de experimentar la misericordia divina y de ser él mismo misericordioso con los demás, a los que juzga desde el pedestal de su pretendida superioridad moral.
«El publicano, quedándose lejos, ni siquiera se atrevía a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: “Oh Dios, ten compasión de mí, que soy un pecador”» (Lc 18, 13). Los publicanos ocupaban uno de los últimos puestos en el ranquin de aprecio social de aquellos tiempos. Eran despreciados por fariseos como el de la parábola y por una parte considerable de la población. Eso acentúa todavía más la fuerza de la conclusión de Jesús: «Os digo que este bajó justificado a su casa, y aquel no. Porque todo el que se ensalza será humillado, y todo el que se humilla será ensalzado» (Lc 18,14).
La humildad forma parte esencial de la vida cristiana. Como enseñaba san Agustín, esta virtud «es la morada de la caridad»[1]. Y añadía el santo de Hipona: «Si me preguntáis qué es lo más esencial en la religión y en la disciplina de Jesucristo, os responderé: lo primero es la humildad, lo segundo, la humildad, y lo tercero, la humildad»[2]. Sin esta virtud, los frutos espirituales o apostólicos de nuestra vida cristiana son solo aparentes. Un clásico de la literatura como Cervantes lo entendió bien: «La humildad es la base y fundamento de todas las virtudes y sin ella no hay alguna que lo sea», escribe en una de sus Novelas ejemplares. Y prosigue describiendo sus efectos: «Ella allana inconvenientes, vence dificultades, y es un medio que siempre a gloriosos fines nos conduce; de los enemigos hace amigos, templa la cólera de los airados y menoscaba la arrogancia de los soberbios; es madre de la modestia y hermana de la templanza; en fin, con ella no pueden atravesar triunfo que les sea de provecho los vicios, porque en su blandura y mansedumbre se embotan y despuntan las flechas de los pecados»[3].
SAN PABLO, cuando ve que probablemente se está acercando el final de su vida, escribe lo siguiente a Timoteo: «He peleado el noble combate, he alcanzado la meta, he guardado la fe» (2Tm 4,7). En estas palabras nada hay de la jactancia del fariseo de la parábola, pues, desde el momento de su conversión, san Pablo se ha considerado a sí mismo un pecador y ha entendido la centralidad de la gracia y de la caridad en la vida cristiana. Por eso, ahora que está por concluir su caminar terreno, reconoce con agradecimiento el protagonismo de Dios: «El Señor me asistió y me fortaleció para que, por medio de mí, se proclamara plenamente el mensaje y lo oyeran todos los gentiles (...). El Señor me librará de toda obra mala y me salvará para su reino celestial. A él la gloria por los siglos de los siglos» (2Tm, 17-18).
La virtud de la humildad crea el espacio para que el Señor pueda obrar en nosotros, al igual que hizo con san Pablo. Solo si nos consideramos, como somos, pecadores, podemos experimentar profundamente la misericordia de Dios y llenarnos de esperanza. Así lo expresaba san Josemaría: «¿Piensas que tus pecados son muchos, que el Señor no podrá oírte? No es así, porque tiene entrañas de misericordia. Si a pesar de esta maravillosa verdad percibes tu miseria, muéstrate como el publicano: ¡Señor, aquí estoy, tú verás!»[4].
Nada podemos sin la gracia de Dios. Pero, con su ayuda, somos capaces de alcanzar la santidad, si nos fiamos de su amor por nosotros. Es la confianza, y no la perfección lograda por nuestras obras, lo que podrá llevarnos al cielo: «No te preocupe conocerte como eres: así, de barro. No te preocupe. Porque tú y yo somos hijos de Dios (...), escogidos por llamada divina desde toda la eternidad: “Nos escogió el Padre, por Jesucristo, antes de la creación del mundo, para que seamos santos en su presencia” (Ef 1,4). Nosotros, que somos especialmente de Dios, instrumentos suyos a pesar de nuestra pobre miseria, seremos eficaces si no perdemos la humildad, si no perdemos el conocimiento de nuestra flaqueza»[5].
A LO LARGO de su vida, Jesucristo nos dio ejemplo de humildad: siendo Dios, quiso hacerse semejante en todo a los hombres, excepto en el pecado, y vivió durante treinta años siendo sencillamente el hijo del artesano de una localidad irrelevante de Galilea. «Esa debe ser la aspiración de cada uno de nosotros, hijos míos –escribió san Josemaría–: pasar inadvertidos, imitar a Cristo (...), imitar a María que, siendo Madre de Dios, gusta de llamarse su esclava: ecce ancilla Domini (Lc 1,38). El Señor nos quiere humildes: esa humildad no significa que no lleguéis a donde debéis llegar en el terreno profesional, en el trabajo ordinario, y, desde luego, en la vida espiritual. Es preciso llegar, pero sin buscaros a vosotros mismos, con rectitud de intención. No vivimos para la tierra, ni para nuestra honra, sino para la honra de Dios, para la gloria de Dios, para el servicio de Dios: solo esto nos mueve»[6].
Para ser humildes como Jesús, el camino es servir, vivir para los demás, preocuparse de los problemas de quienes nos rodean así como nos ocupamos de los nuestros. De esta manera, nuestro corazón se amplía a través de la humildad para dar más cabida a Cristo, que desea vivir en nosotros (cfr. Gal 2,20), y al prójimo, y estaremos en condiciones de extender su reino de amor y de paz por toda la tierra. «Buen Jesús –así rezaba san Josemaría–, si he de ser apóstol, es preciso que me hagas muy humilde. El sol envuelve de luz cuanto toca: Señor, lléname de tu claridad, endiósame: que yo me identifique con tu voluntad adorable, para convertirme en el instrumento que deseas… Dame tu locura de humillación: la que te llevó a nacer pobre, al trabajo sin brillo, a la infamia de morir cosido con hierros a un leño, al anonadamiento del sagrario. –Que me conozca: que me conozca y que te conozca. Así jamás perderé de vista mi nada»[7].
El Papa León XIV ha subrayado que, en el Evangelio, la humildad s como la forma más plena de la libertad (cfr. Lc 14,11), pues nos libra de mirarnos continuamente a nosotros mismos y nos permite orientar nuestros ojos en primer lugar hacia Dios: «Quien se engrandece, en general, parece no haber encontrado nada más interesante que sí mismo y, en el fondo, tiene poca seguridad en sí. Pero quien ha comprendido que es muy valioso a los ojos de Dios, quien se siente profundamente hijo o hija de Dios, tiene cosas más grandes de las que gloriarse y posee una dignidad que brilla por sí sola»[8]. Podemos pedir a nuestra Madre del cielo que nos consiga del Señor esa profunda humildad.
[1] San Agustín, La santa virginidad, n. 51.
[2] San Agustín, Carta 118.
[3] Miguel de Cervantes, Novelas ejemplares III, p. 258, Editorial Castalia, 1987.
[4] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 253.
[5] San Josemaría, Carta 2, n. 20.
[6] San Josemaría, Carta 1, nn. 20-21.
[7] San Josemaría, Surco, n. 273.
[8] León XIV, Ángelus, 31-VIII-2025.

