- Remover el corazón de Dios.
- La perseverancia en la oración
EN LA PRIMERA lectura de la misa, leemos el pasaje del Génesis en el que Abraham intercede por los justos de Sodoma y Gomorra. El diálogo es una de las páginas más conmovedoras del Antiguo Testamento. El Señor está por destruir la ciudad, sumida en el pecado. Pero el patriarca, en un tono a la vez reverente y confiado, insiste en su petición de misericordia con audacia creciente, como si estuviera introduciéndose en el corazón Dios para sondear su compasión y al mismo tiempo para suscitarla.
Ya en el Antiguo Testamento, la esencia de la oración es esta: el hombre se sitúa entre el bien y el mal, el pecado y la culpa, la justicia y la misericordia de Dios, y mueve al Señor a perdonar o a dispensar sus dones. Esta intercesión tiene un punto de misterio: por una parte, es verdad que nuestras súplicas no pueden cambiar a Dios, infinitamente perfecto; por otra, sin embargo, al haber establecido una alianza con los hombres, el Señor ha querido de alguna manera hacerse vulnerable: no es ajeno ni indiferente a nuestros ruegos, sino que, por el amor que nos tiene, nos ha da dado el poder de remover su corazón, para que nos conceda lo que pedimos o para hacer más leve el castigo que nos merecíamos. Es lo que vemos muchas veces cuando los patriarcas interceden por el pueblo elegido.
En el Evangelio, Jesús asume este modo confiado de hacer oración, pero perfeccionándolo con una decisiva novedad. Cuando los apóstoles le piden que les enseñe a orar, el Señor les hace ver que la primera condición para rezar es llamar a Dios “Padre”, sentirse hijos suyos. Era una convicción arraigada en los primeros cristianos saber que podían dirigirse a Dios como hijos amados. «La Vida nueva, traída por Cristo, se presentaba ante los ojos de aquellos primeros creyentes como una vida de hijos amados de Dios. No era esta una verdad teórica o abstracta, sino algo real que les llenaba de una desbordante alegría. Buena muestra de ello es el grito que se le escapa al apóstol san Juan en su primera carta: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!” (1 Jn 3,1)»[1].
SAN LUCAS refiere que los apóstoles preguntaron a Jesús cómo rezar tras verle hacer su oración “en cierto lugar” (Lc 11,1), que tradiciones muy antiguas sitúan en la cima del Monte los Olivos. Contemplando esta escena del Evangelio, el fundador del Opus Dei consideraba que, también en nuestro caso, cuando en las distintas etapas de nuestra existencia deseamos tener una auténtica vida de oración, es el Señor mismo quien nos enseñará a orar con fruto: «Acude a Jesús como acudían sus discípulos: ¡enséñanos a hacer oración! (…). No me he inventado nada cuando – a lo largo de mi ministerio sacerdotal – he repetido y repito incansablemente ese consejo. Está recogido de la Escritura Santa, de ahí lo he aprendido: ¡Señor, que no sé dirigirme a Ti! ¡Señor, enséñanos a orar! Y viene toda esa asistencia amorosa –luz, fuego, viento impetuoso– del Espíritu Santo, que alumbra la llama y la vuelve capaz de provocar incendios de amor»[2].
El padrenuestro es la oración principal del cristiano. Al enseñarla a los apóstoles, «Jesús no nos deja una fórmula para repetirla de modo mecánico. Como en toda oración vocal, el Espíritu Santo, a través de la Palabra de Dios, enseña a los hijos de Dios a hablar con su Padre. Jesús no sólo nos enseña las palabras de la oración filial, sino que nos da también el Espíritu por el que estas se hacen en nosotros “espíritu y vida” (Jn 6,63). Más todavía: la prueba y la posibilidad de nuestra oración filial es que el Padre “ha enviado a nuestros corazones el Espíritu del Hijo que clama: ‘Abbá, Padre’” (Gal 4,6)»[3]
Un modo de considerar con frecuencia nuestra filiación divina, que san Josemaría vivió y aconsejaba, es llevar esta oración a la meditación personal, de manera que nos ayude a ser contemplativos: «Comienzas: Padre. Y te detienes a considerar un ratito qué quiere decir esta palabra. Piensas en lo que es para ti tu padre, y que además de ese padre de la tierra tienes otro en el Cielo: Dios. Y te llenas de orgullo santo.
»Padre nuestro. No sólo es tuyo: es nuestro, de todos. Luego tú eres hermano de las demás criaturas que hay por la tierra. Por tanto, debes querer a la gente, debes ayudarles a ser buenos hijos de Dios, porque todos juntos constituimos la familia de nuestro Padre del Cielo.
»Que estás en los cielos… Y enseguida recuerdas lo que me has oído decir: que está también en el Sagrario y en nuestra alma en gracia…»[4].
DESPUÉS DE TRANSMITIRNOS el padrenuestro, Lucas refiere una parábola que contó el Señor para exhortarnos a rezar de modo confiado y perseverante. La breve historia es bastante pintoresca. Tiene como escenario una casa de la Palestina de entonces, compuesta de una sola habitación en la que por la noche se extendían esteras para dormir en ese espacio toda la familia. Cuando ya se han acostado, llega de repente un amigo que llama a la puerta para pedir tres panes, podemos suponer que despertando a todos. El padre de familia no puede disimular su fastidio y le hace notar lo inoportuno de su petición. Pero Jesús concluye: «Os digo que, si no se levanta a dárselos por ser su amigo, al menos por su impertinencia se levantará para darle cuanto necesite. Así pues, yo os digo: pedid y se os dará; buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá» (Lc 11,8-9).
Consideraba san Gregorio Magno que Dios, aunque conozca perfectamente nuestras necesidades en cada momento, sin embargo «quiere ser rogado, quiere ser coaccionado, quiere ser vencido por una cierta inoportunidad»[5]. Y San Agustín enseñaba que el Señor quiere más concedernos su misericordia que nosotros recibirla[6]. Por eso, aconsejaba: «Llama con tu oración al Señor mismo con quien descansa su familia, pídele, insístele. Él se levantará y te dará, pero no vencido por la importunidad como el amigo de la parábola. Él quiere darte (…). Y difiere darte lo que desea darte para que, al diferírtelo, lo desees más ardientemente, no sea que, otorgándotelo enseguida, te parezca cosa de poco valor»[7].
La oración es siempre eficaz. Aunque el Señor no siempre nos conceda con prontitud lo que le pedimos, rezar nos ayuda a mantener y acrecentar nuestra amistad con Él, a poner nuestra confianza en Dios porque estamos seguros de que nos ama y nos escucha. «La oración siempre transforma la realidad, siempre. Si las cosas no cambian a nuestro alrededor, al menos nosotros cambiamos, cambiamos nuestro corazón (…). Rezar es ya desde ahora la victoria sobre la soledad y la desesperación»[8]. Es cierto que a veces tenemos que seguir viviendo en la incertidumbre sin recibir aún lo que pedimos, pero así el Señor nos acompaña más de cerca en nuestras necesidades y, sobre todo, sabemos que al final de una vida de oración nos espera un Padre bueno con los brazos abiertos. «Que el Señor Jesús nos dé la gracia de entender que la oración conmueve el corazón de Dios, Padre compasivo, que nos ama y nos da su Espíritu Santo; y que la Virgen Santa nos ayude a ser hombres y mujeres de oración, y a confiar en la bondad del Señor que siempre nos escucha»[9].
[1] Lucas Buch, Nuevos mediterráneos, p. 6.
[2] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 244.
[3] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2766.
[4] San Josemaría, Apuntes tomados en una reunión familiar, 27-X-1972.
[5] San Gregorio Magno, Comentario a los Salmos, 8,2.
[6] Cfr. san Agustín, Sermón 105,1.
[7] San Agustín, Sermón 105, 3.
[8] Francisco, Audiencia, 9-I-2019.
[9] Íbidem.