Meditaciones: 27.° domingo del Tiempo Ordinario (ciclo C)

Reflexión para meditar el domingo de la vigésima séptima semana del Tiempo ordinario. Los temas propuestos son: pedir con audacia y serenidad; personas que son semillas de mostaza; vivir ocupados en Dios y en los demás

- Pedir con audacia y serenidad.

- Personas que son semillas de mostaza.

- Vivir ocupados en Dios y en los demás.


ENSÉÑANOS a orar. Explícanos la parábola. Muéstranos al Padre. Son tres peticiones que los apóstoles dirigen a Jesucristo y que recogen los evangelios. La familiaridad con que se expresan contrasta con la angustia que manifiesta el profeta Habacuc en la primera lectura de este domingo. El profeta se queja con una pregunta en forma de lamento: «¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio sin que me escuches? ¿Gritaré a Ti: “¡Violencia!”, sin que me salves?» (Ha 1,2). Su desconsuelo contrasta con la audacia de los apóstoles que piden en forma imperativa: enséñanos, explícanos, muéstranos.

También nosotros podemos acercarnos al Señor con esa confianza, y esperar con serenidad su respuesta, sin dejarnos llevar por angustias precipitadas que, más que nacer de la esperanza segura de quien sabe que Dios ha escuchado su oración, brotan de una cierta desesperanza, como si él no nos escuchara. No nos toca a nosotros verificar cómo es la respuesta de Dios, habitualmente diversa a lo que uno podría esperar. «La oración tiene su centro y hunde sus raíces en lo más profundo de la persona; por eso no es fácilmente descifrable y, por el mismo motivo, se puede prestar a malentendidos y mistificaciones. También en este sentido podemos entender la expresión: rezar es difícil. De hecho, la oración es el lugar por excelencia de la gratuidad, del tender hacia el Invisible, el Inesperado y el Inefable. Por eso, para todos, la experiencia de la oración es un desafío, una “gracia” que invocar, un don de aquel al que nos dirigimos»[1].

El Evangelio de hoy recoge otra petición de los discípulos al Maestro: «Auméntanos la fe». Y escuchamos la sorprendente respuesta del Señor: «Si tuvierais fe como un grano de mostaza, diríais a esta morera: arráncate y plántate en el mar, y os obedecería». (Lc 17,6). Una vez más, la sabiduría divina no se pliega a una respuesta de manual, sino que se despliega en la novedad de una propuesta transformadora. Cada vez que rezamos, cada vez que pedimos al Señor, él nos escucha y, si la petición es sincera, nos responde. Pero no con el estilo de respuesta que nosotros podemos esperar, sino con la que él nos quiere transformar. «La fe, por su propia naturaleza, requiere renunciar a la posesión inmediata que parece ofrecer la visión; es una invitación a abrirse a la fuente de la luz, respetando el misterio propio de un Rostro, que quiere revelarse personalmente y en el momento oportuno»[2].


UNA SEMILLA de mostaza es pequeña y frágil, pero encierra dentro sí una fuerza silenciosa que la hará crecer y convertirse en un árbol grande. Del mismo modo, quizá en nuestra vida conocemos a muchas personas que son como semillas de mostaza: gente sencilla, humilde, que no llama la atención, pero cuya fe firme y perseverante les permite atravesar pruebas difíciles sin perder la esperanza ni el amor. No presumen tanto de sus méritos o capacidades, pues saben que todo lo han recibido de Dios. Es más, se limitan a decir lo que enseña Jesús en el Evangelio: «Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer». «Así es el reino de Dios: una realidad humanamente pequeña, compuesta por los pobres de corazón, por los que no confían solo en su propia fuerza, sino en la del amor de Dios, por quienes no son importantes a los ojos del mundo; y, sin embargo, precisamente a través de ellos irrumpe la fuerza de Cristo y transforma aquello que es aparentemente insignificante»[3].

Un hombre de fe no pretende imponer a Dios sus propios planes ni forzarle a actuar según sus expectativas humanas. Sabe que su visión es limitada, que sus deseos pueden estar marcados por el pecado, y por eso no se aferra a ellos como si fueran absolutos. Su actitud se asemeja a la de un siervo fiel: se mantiene atento a la voz de su Señor, dispuesto a obedecer, a esperar y a actuar cuando sea necesario. Reconoce que su grandeza, que todo lo que da sentido a su existencia, radica en saberse amado y sostenido por Dios. «La fe comparable al grano de mostaza es una fe que no es orgullosa ni segura de sí misma (…). Es una fe que en su humildad siente una gran necesidad de Dios y, en la pequeñez, se abandona con plena confianza a él. Es la fe la que nos da la capacidad de mirar con esperanza los altibajos de la vida, la que nos ayuda a aceptar incluso las derrotas y los sufrimientos, sabiendo que el mal no tiene nunca, no tendrá nunca la última palabra»[4].


«LA FE es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios»[5]. Sin embargo, como seres humanos limitados, no siempre vivimos esa adhesión con la constancia y la plenitud que desearíamos. Nuestra búsqueda de Dios se ve a veces interrumpida por distracciones, debilidades o cansancio. San Josemaría lo expresaba con sinceridad en una de sus cartas: «El resumen que saco siempre al final del día, al hacer mi examen, es pauper servus et humilis! Y esto cuando no he de decir: Josemaría, Señor, no está contento de Josemaría. Pero, como la humildad es la verdad, son muchas las veces que −lo mismo que os sucede a vosotros− pienso: Señor, ¡si no me he acordado para nada de mí, si he pensado solo en ti y, por ti, me he ocupado solo en trabajar por los demás! Entonces nuestra alma de contemplativos exclama con el Apóstol: vivo autem iam non ego: vivit vero in me Christus; no soy yo el que vivo, sino que vive en mí Cristo»[6].

Con frecuencia, también a nosotros nos pasa algo parecido: transcurre el día entre múltiples ocupaciones –la atención a la familia, el trabajo profesional, los imprevistos de la jornada–, y al llegar la noche nos invade la impresión de no haber estado del todo a la altura. Tal vez pensemos que podríamos haber rezado mejor, haber amado más, haber servido con mayor generosidad. Y quizá sea cierto. Pero también puede ser verdad, como decía san Josemaría, que sin darnos cuenta hemos vivido volcados en Dios y en los demás, buscando identificarnos con Cristo, que «no vino a ser servido, sino a servir» (Mt 20,28). Esa es, en el fondo, la alegría del siervo humilde: haber pasado su jornada –entre luces y sombras– dándose a su Señor, como lo hizo nuestra Madre. «Mirad a María. Jamás criatura alguna se ha entregado con más humildad a los designios de Dios. La humildad de la ancilla Domini, de la esclava del Señor, es el motivo de que la invoquemos como causa nostrae laetitiae, causa de nuestra alegría. Eva, después de pecar queriendo en su locura igualarse a Dios, se escondía del Señor y se avergonzaba: estaba triste. María, al confesarse esclava del Señor, es hecha Madre del Verbo divino, y se llena de gozo. Que este júbilo suyo, de Madre buena, se nos pegue a todos nosotros: que salgamos en esto a Ella –a Santa María–, y así nos pareceremos más a Cristo»[7].


[1] Benedicto XVI, Audiencia, 11-V-2011.

[2] Francisco, Lumen Fidei, n. 13

[3] Benedicto XVI, Audiencia, 17-VI-2012.

[4] Francisco, Ángelus, 6-X-2019.

[5] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 150.

[6] San Josemaría, Carta 3, n. 90.

[7] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 109.