LA SÚPLICA a Dios sin respuesta, en muchas ocasiones, nos resulta difícil de aceptar. Acostumbrados a la inmediatez que nos ofrece la tecnología, la espera se nos hace ardua, pues nos parece lógico que todo deseo o petición se vea satisfecho de inmediato. Sin darnos cuenta, este ritmo acelerado puede moldear también nuestra forma de relacionarnos con Dios, y nos lleva a esperar de él la misma prontitud en la respuesta. No obstante, la vida de los santos nos revela una lógica distinta. Ellos oraron durante años o incluso décadas por intenciones magnánimas, con la certeza de que la perseverancia en la oración siempre da fruto, aunque ese fruto no siempre se manifieste de inmediato ni de la forma que esperamos. Así, del corazón de san Josemaría brotaba en numerosas ocasiones la expresión llena de confianza: «Clama, ne cesses»[1]. Con estas palabras recordaba que, aunque la respuesta divina pueda demorarse, la oración insistente abre siempre caminos. Es más, esa espera puede ser ocasión para hacer crecer en nosotros el deseo de lo que pedimos y unirnos más al Señor.
¿Por qué, entonces, cuesta tanto aceptar el silencio de Dios como respuesta? Tal vez por este motivo Jesús cuenta la parábola del juez injusto. En ella, el Señor subraya un aspecto concreto: «La necesidad de orar siempre y no desfallecer» (Lc 18,1). Para ilustrarlo, presenta el diálogo insistente entre un juez poderoso –«que no temía a Dios ni respetaba a los hombres» (Lc 18,2)– y una viuda indefensa que le pedía con sencillez: «Hazme justicia ante mi adversario» (Lc 18,3). El juez, cansado de su insistencia, accede finalmente, no por un sentido de justicia, sino para librarse de ella. Con esta imagen, Jesús muestra que la perseverancia en la oración es esencial: de este modo manifestamos que lo que pedimos no nace de un capricho pasajero, sino de un deseo firme de acudir a él y de no rendirnos. «Dios escucha el grito de quien lo invoca. También nuestras peticiones tartamudeadas, las que quedan en el fondo del corazón, que tenemos también vergüenza de expresar, el Padre las escucha y quiere donarnos el Espíritu Santo, que anima toda oración y lo transforma todo»[2].
UNA VEZ explicada la necesidad de la perseverancia, el Señor señala también cuál es el fundamento de la oración: la fe. La verdadera constancia nace de la confianza en Dios. Nuestra insistencia no es fruto del egoísmo, sino de la fe en la fuerza divina. Es posible, sin embargo, que nuestra fragilidad nos haga creer que ese poder es relativo. Jesús percibió esta sensación entre la gente de su entorno, de ahí que exclamara: «Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?» (Lc 18,8).
Dios, a través de su Hijo, ha querido abrir de par en par las puertas del paraíso y derramar sobre la humanidad dones inmensos. La única llave capaz de hacer descender esa gracia es la fe. Así lo expresaba san Josemaría: «Se oye a veces decir que actualmente son menos frecuentes los milagros. ¿No será que son menos las almas que viven vida de fe?»[3]. Esta observación sigue siendo actual: lo que a menudo falta no es el poder divino, sino la confianza.
Por eso, la santidad puede parecernos a veces un camino imposible. Reconocemos que existe un abismo entre lo que Dios pide y lo que nosotros podemos alcanzar con nuestro propio esfuerzo. La vida de los santos, por el contrario, nos muestra que lo decisivo no es lo mucho que ellos hicieron, sino la fe que tuvieron en la gracia divina. Esa fue la experiencia de santa Teresa de Lisieux: «Sigo teniendo la misma confianza audaz de llegar a ser una gran santa, pues no me apoyo en mis méritos –que no tengo ninguno–, sino en aquel que es la virtud y la santidad mismas. Solo él, conformándose con mis débiles esfuerzos, me elevará hasta él y, cubriéndome con sus méritos infinitos, me hará santa»[4].
ADEMÁS de la perseverancia y la confianza, la oración cristiana tiene otro rasgo característico: es comunitaria. «Aunque la oración del discípulo sea confidencial, nunca cae nunca en el intimismo. En el secreto de la conciencia, el cristiano no deja el mundo fuera de la puerta de su habitación, sino que lleva en su corazón personas y situaciones»[5]. Cuando los apóstoles pidieron a Jesús que les enseñara a orar, él les transmitió una plegaria que subraya, entre otros, este aspecto: el padrenuestro. En ella se invoca a Dios como Padre, no para presentar peticiones individuales, sino compartidas: venga a nosotros tu reino, danos hoy nuestro pan, perdona nuestras ofensas.
De este modo, el diálogo con el Señor va configurando nuestro corazón con el suyo. «No se puede rezar a Dios como “Padre” –señala el Papa León XIV– y después ser duros e insensibles con los demás, sino que es importante dejarse transformar por su bondad, por su paciencia, por su misericordia, para reflejar como en un espejo su rostro en el nuestro»[6]. Ya desde los primeros siglos, la comunidad cristiana comprendió la fuerza de esta dimensión común de la oración. Un Padre de la Iglesia narra cómo, después de la proclamación del Evangelio en la Misa, «todos juntos y oramos por nosotros… y por todos los demás donde quiera que estén a fin de que seamos hallados justos en nuestra vida y nuestras acciones y seamos fieles a los mandamientos para alcanzar así la salvación eterna»[7].
Todavía hoy la liturgia conserva esta misma conciencia. En el rito de la comunión, la Iglesia pide a Dios la paz y la unidad con una súplica que resume la confianza de todo el pueblo de Dios: «No tengas en cuenta nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia, y, conforme a tu palabra, concédele la paz y la unidad». Esta oración, repetida en cada celebración eucarística, manifiesta que la fuerza de la fe no es solo individual, sino comunitaria. Y a la cabeza de esta familia se encuentra la Virgen María, que abrió la senda para toda la Iglesia con el acto de confianza más fecundo de la historia: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38).
[1] San Josemaría, En diálogo con el Señor, n. 86.
[2] Francisco, Audiencia, 9-XII-2020.
[3] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 190.
[4] Santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz, Obras completas, ed. Monte Carmelo, Burgos 2006, p. 139.
[5] Francisco, Audiencia, 13-II-2019.
[6] León XIV, Ángelus, 27-VII-2025.
[7] San Justino, Apología 1, 65-67

