Su dormitorio es pobre y un lugar de paso. No llega a diez metros cuadrados: una cama de hierro, una mesilla de noche, una mesa con silla y sillón de madera, una lámpara de pie y una banqueta. Hay algún cuadro. En un azulejo se lee: “Aparta, Señor, de mí lo que me aparte de ti”. Colocó un timbre junto a su cama, diciendo: “No quiero morir sin los últimos sacramentos”.
Se despierta, reza de rodillas, besa el suelo y dice “serviré” (es como la orden del día). Muchos tiempos de oración en cada jornada: las tres partes del Rosario, lectura espiritual, meditación, rezo del oficio divino… y sobre todo la Eucaristía.
Vive la Santa Misa. Al subir al altar lo hace con impaciencia y amor. Él mismo dice: “subo al altar con ansia y más que poner las manos sobre él, lo abrazo con cariño y lo beso como un enamorado, que eso soy: ¡un enamorado!” A veces termina la Misa sudoroso y cansado, como quien ha hecho un gran esfuerzo por vivir el sacrificio con Jesús.
Su comida es frugal. El desayuno, café frío y un trozo de pan. La cena, o sopa o verdura y un trozo de queso o de tortilla y una fruta. El almuerzo un poco de verdura con unas gotas de aceite y sal, y un trozo de carne o pescado sin guarnición. El vino sólo en las fiestas.
En una ocasión le pusieron una botella de vino. Ve la etiqueta y se da cuenta de que aunque no es un vino selecto, es especial y él no admite excepciones. Se levanta de la mesa, da gracias a Dios y se va sin comer.
Termina el día con el rezo del Miserere, el famoso salmo 50 del arrepentimiento y luego tres avemarías de rodillas, con los brazos en cruz. Guardaba el crucifijo en el bolsillo del pijama para besarlo durante la noche.
Su ropa es pobre. Tenía dos sotanas. Usaba la más nueva para recibir visitas y usaba a diario la otra más vieja, una de las cuales le duró más de veinte años. De esta sotana dice Encarnación Ortega: “soy testigo ocular y hasta llegué a contar los remiendos de la sotana, que eran diecisiete”.
Nunca llevaba dinero en los bolsillos. Aparte de las limosnas, no le gustaba dar otras cosas de balde: “los hombres somos de una condición que lo que no nos costó dinero lo tenemos en poco… por eso nada de balde”. Si se trataba de pobres: “casi gratuitamente… muy barato… pero no gratis… es condición humana tener en poco lo que poco cuesta”.
Personalmente vivía la pobreza hasta tal punto que en su armario había tan poca ropa que, después de su muerte, en cinco minutos se recogieron todo lo que tenía para su uso personal.
Su obsesión fue la santificación de los laicos. Todos los hombres y mujeres dondequiera que estén tienen derecho ¡y obligación! de ser santos. La santidad sencilla de hacer todas las cosas para cumplir la voluntad de Dios.
El Señor mismo le regaló el tener verdaderos ratos de oración mística, precisamente en lo más ordinario, como es el leer el periódico: saltaba de las páginas de lo cotidiano al Creador.
No temía a la muerte y hablaba de la muerte repentina como de un regalo: si llegara de sopetón, impensadamente, sería para él un gozoso acontecimiento: “algo así como si el Señor nos sorprendiera por detrás y al volvernos, nos encontráramos en sus brazos”.
Decía también: “Yo le pido a Dios que me pueda vestir hasta el último día. Más razonable es que muera tranquilo, en la cama, como un burgués… pero por mi gusto, hasta con los zapatos”.
Así sucedió: cayó vestido cuando regresaba de la calle y en pocos minutos expiró. Sólo hubo que añadirle las vestiduras sacerdotales para velarlo y enterrarlo. En su humildad se llamaba a sí mismo “Borrico”, pensando en el que llevó a Jesús el Domingo de Ramos: “Cuando me presento delante de Dios reconozco que soy un borriquillo. Frente a Dios no sé nada, no valgo nada, no puedo nada… con Él lo puedo todo”.
Acertaste… este santo es Josemaría Escrivá de Balaguer, cuya fiesta celebramos en estos días.