Milagro en la carretera

La madrugada del 27 de noviembre del 2006, Luis Hurtado salió como de costumbre de su casa, en Lima, rumbo a Cerro de Pasco, donde debía estar temprano para supervisar unas obras mineras. Nunca imaginó que ese día su vida, al igual que la camioneta en la que viajaba, daría varias vueltas de campana.

Luis Hurtado en su oficina.

Luis Hurtado partió muy temprano rumbo a Cerro de Pasco. En la camioneta en la que viajaba iban él, su hermano José y Aldo, su socio. A las cinco y media de la mañana pasaron por La Oroya. Estaban a menos de 100 kilómetros de Cerro de Pasco cuando a los lejos, por la pista, Luis –que venía conduciendo– notó que venía un bus en sentido contrario. Repentinamente, el bus invadió su carril. Luis, tenso por el suceso, decidió virar hacia el carril contrario para evitar una colisión. Debido a la gran velocidad a la que se movían, la camioneta volcó por uno de los filos de la pista y cayó 15 metros.

El fuerte impacto hizo que el carro diera varias vueltas de campana, mientras los pasajeros –felizmente abrochados con el cinturón– empezaron a golpearse. Luis, que venía sentado al lado de su hermano, lúcido todo el tiempo que duró el accidente, decidió agarrarse de una de las manijas del carro para protegerse. Sin embargo, en una de las tantas vueltas que dio la camioneta, su brazo fue aplastado brutalmente contra la carcasa.

El accidente se registró a las 5 y 55, hora a la que se detuvo el reloj de la camioneta. El accidente duró pocos minutos. Los suficientes para que Aldo perdiera el conocimiento y se acelerara el corazón de José. El único que se mantuvo tranquilo, imperturbable, fue Luis, quien incluso no se percató de que su brazo había sufrido graves daños.

Así quedó la camioneta de los Hurtado.

“En esos segundos ves la película de tu vida. Es cuando te pones a analizar todo lo que has hecho en ese tiempo, cómo has actuado, qué has hecho mal y qué bien. Es rapidísimo”, comenta Luis. Quien sí notó lo maltrecho que había quedado el brazo de Luis, fue José. “La camioneta había quedado ladeada, con las llantas hacia arriba. Por eso es que pude ver cómo me caía, con fuerza y desde arriba, la sangre del brazo de mi hermano. En realidad no era brazo: solo hueso y unas venas colgando como cables de luz”, cuenta José.

José se repuso rápidamente. Agarró su correa y la de Aldo y armó dos torniquetes que ató al brazo de su hermano para evitar que muriera desangrado. “Era impresionante la cantidad de sangre que salía del brazo de mi hermano”, agrega. Cuando salieron de la camioneta vieron que se encontraban en una zona desolada, llena de árboles y tierra, lejos de la pista. A duras penas llegaron a la carretera. José dejó a Aldo en el suelo, mientras él y Luis intentaban detener algún camión que pasaba por la zona. Ninguno paró. Se sentaron a esperar, casi sin esperanzas, a que algún camionero los auxiliara.

“En el total abandono fue cuando le ofrecí, casi de manera inconsciente, mi dolor a Dios. Me sentí débil, frágil, con pocas esperanzas. Entonces le dije: Si tengo que morir acá en la pista pues lo haré. ¿Padre, por qué me has abandonado?”.

Luis Hurtado muestra la parte afectada.

Fue en el intervalo de esos pensamientos cuando un camión se detuvo. Entonces comprendió por qué no se habían detenido los otros camiones. Era el inicio de una serie de hechos que más tarde, ya recuperado, entendería por completo. El camión que los recogió iba vacío, sin carga. Por eso avanzaron más rápido y pasaron a los camiones que antes no los habían auxiliado.

Mientras esto ocurría, Luis le agradecía a Dios por no haberlo abandonado y, sobre todo, por enviarle el vehículo que lo trasladaría hacia el lugar correcto. Cuando llegaron al peaje de La Oroya, había un patrullero supervisando todos los vehículos. El camión se detuvo y el chofer gritó desesperado: –Jefe, accidente, accidente. Tengo un herido. –¿Por qué lo has recogido? Ése es tu problema. A mí no me importa, le responde con tono hosco. Luego de siete minutos de discusión entre el camionero y el policía, finalmente éste cede y acepta de mala gana llevarlo hasta el hospital de La Oroya.

A las ocho y media de la mañana llegan al hospital. Una enfermera sale a su encuentro y lo coloca en una silla de ruedas. Le acaricia el pelo y le dice: -Tranquilo, hijo, acá no te vas a morir. Luis siente que de nuevo Dios lo aprieta contra su pecho, que lo cobija. Lo suben a la sala de emergencias del Hospital de Salud de La Oroya. El doctor de turno lo examina y se da cuenta de que ha perdido 16 cm de masa muscular en el brazo. “Eso explica que en el carro yo haya visto a mi hermano con una vena colgándole como cable de luz y sólo huesos”, dice su hermano. Había perdido muchísima sangre y el brazo se le había infectado, producto de los golpes.

Brazo del accidentado con algunas señales del accidente.

Cuando le limpian el brazo, el médico saca lodo, plantas y basura. Era grave. Podía perder la vida. El médico fue claro: –O el brazo o tu vida. Elige. –Quiero ver a mi familia, a mis hijos, le responde firme. A las 10 y media llegó al hospital su hermano. Noventa minutos más tarde hizo lo mismo el jefe de la Comisaría de La Oroya; le dijo que si necesitaba algo sólo se lo pidieran. Media hora más tarde llegó también su padre, acompañado de un socio de la empresa.

No pudieron amputarle el brazo porque el médico que debía hacerlo no estaba en horario de trabajo. "¿Por qué haces esto, Dios?", se preguntaba Luis. Su padre, resuelto, decidió trasladar a su hijo a Lima. No quería perderlo. Lo llevaron con una botella de suero y acompañado de la enfermera del hospital. A las seis de la tarde llegó a la clínica. Justo ese día estaba uno de los médicos más capaces en reconstrucción de tejido. Se llamaba Julio Echevarría y había llegado a Perú para dictar un curso a los médicos de la clínica.

El médico conversó con sus padres y les dijo: –Vamos a salvarle el brazo. Si no lo logro por lo menos hay que intentarlo luchando. Después de varias operaciones, finalmente llegó el día en que debían hacer la cirugía mayor. El jueves 7 de diciembre era la penúltima operación. Para completar el tejido que le faltaba en el brazo, había que extraer carne del muslo y del hombro. Ese día llegó a visitarlo un obispo del Opus Dei, pariente suyo, y le llevó una estampita de San Josemaría Escrivá de Balaguer, a quien se encomendó y le pidió que le cure el brazo, que lo salve de la difícil operación que tenía que afrontar al día siguiente.

Al día siguiente y ya con las medidas exactas, el médico fue a verlo. Se sorprendió cuando, al sacarle el vendaje del brazo, vio que el tejido que le faltaba le había crecido milagrosamente en solo una noche. Lo miro varias veces y no lo creía. –Ya no es necesario operarte, le dijo contrariado, mirándole el brazo, dándole vuelta asombrado. Luego salió de la sala de operaciones y fue a darles la noticia a sus parientes, quienes impacientes esperaban en otra sala. Su madre oró en silencio, su padre le agradeció a San Josemaría. Sus hijos lloraron de emoción, al igual que su mujer, que había orado todas las noches. A partir de entonces, Luis se convirtió en ferviente devoto de San Josemaría.

Tres años antes también, súbitamente, dejó de fumar. “Esto me permitió resistir todas las operaciones que me realizaron. El médico fue claro: el cuerpo de un fumador no aguanta más de una operación. Desde entonces, Dios ya me cuidaba”, dice convencido del milagro. Mucho tiempo después del accidente, ya recuperado y con su familia, Luis le preguntó a Dios por qué le había ocurrido eso a él. "'Para que lo cuentes', escuché en mi mente", dice. "Por eso te lo cuento a ti y a cuantas personas quieran escuchar", sentencia.