Mientras tanto, en el consulado de Honduras…

El último 29 de junio, en el diario "La Estrella de Panamá", Jorge Raffo, colaborador habitual de este diario, publicó un artículo que narra parte de las vicisitudes de san Josemaría y algunos de los primeros del Opus Dei en el Consulado de Honduras durante la guerra civil española.

«La opinión del mundo civilizado observa con extrañeza, que conduce a la repulsión, la conducta del Gobierno de la República que no ha impedido los acusados actos de violencia y que consiente en que continúen en forma y términos que expuestos quedan. La ola revolucionaria pudo estimarse ciega, arrolladora e incontrolada en los primeros momentos. La sistemática destrucción de templos, altares y objetos de culto ya no es obra incontrolada».

Así lo señalaba el memorándum del 7 de enero de 1937 del ministro vasco Irujo dirigido al Consejo de Ministros de la Segunda República Española con el propósito de llamar a la reflexión a sus colegas de Gobierno sobre el daño que la persecución religiosa les había ocasionado (Cárcel Ortí, 1990).

La lucha fratricida llevaba siete meses de iniciada y tanto voluntarios como regulares se incorporaban al nuevo Ejército Popular mientras cientos de refugiados huían de los comisarios políticos buscando la ayuda de las legaciones diplomáticas. En este proceloso mar político, el novelista y ensayista gerundense Jose María Gironella escribía ‘Caballeros en la niebla’, texto hoy extraviado, más tarde empezaría la trilogía sobre la Guerra Civil iniciada con ‘Los Cipreses creen en Dios’ que le traería fama internacional utilizando una estética decimonónica (Torres, RAH, 2020); el diplomático cubano Jose María Chacón y Calvo -que relacionó su obra con la de Menéndez Pelayo- redactaría sus vivencias personales sobre el conflicto, recopiladas luego bajo el título ‘El diario íntimo de la revolución española’ (Torada, 2006; Balboa, 2011), habiendo colaborado previamente con publicaciones hispanistas aparecidas en la revista ‘Raza Española: Revista de España y América’ (Bruquetas, 2018); y el diplomático español José María Aguinaga dimitía como Encargado de Negocios de España en Italia (Casanova, 1991).

Mientras esto sucedía en el convulsionado Madrid de marzo 1937, el diplomático salvadoreño Pedro Jaime de Matheu Salazar -que se desempeñaba como Cónsul General Honorario de Honduras- le franqueaba la entrada al sacerdote Josemaría y a su hermano Santiago al inmueble del Paseo de la Castellana que fungía de establecimiento diplomático brindándoles asilo. Refugio temporal que no aseguraba una protección constante y mucho menos inmunidad contra la checa de la Inspección General de Milicias Populares, amenaza que obligaba a un confinamiento permanente. Por esas fechas, los milicianos habían invadido una dependencia de la embajada de Finlandia y se habían llevado a los refugiados en ella. A pesar de la queja diplomática, muchos de los detenidos no pudieron evitar la prisión de San Antón.

Pese a los riesgos, otra legación -la misión diplomática panameña- emitía certificados para proteger al mayor número posible de personas en peligro. El texto, que tenía un patrón uniforme, rezaba más o menos así según cada caso: «D. Ricardo Escribá Albás es Agente de Compras en la Sección de Abastos de esta Legación».

El hispanista e historiador británico Burnet señala que, en los primeros días de mayo de 1937, las calles de Barcelona fueron escenario de una guerra ideológica entre las milicias de diversas facciones políticas. Los decesos fueron 400 y un millar, los heridos. «En esas luchas callejeras por el poder se vieron envueltos socialistas y comunistas, catalanistas y libertarios, estalinistas y trotskistas» (Vásquez de Prada, 2003).

El escape de la zona republicana para los asilados en el consulado hondureño se convirtió en una prioridad. En octubre de ese año se logró el permiso para un desplazamiento hasta Barcelona donde se iniciaron los preparativos para el paso de los Pirineos. La marcha a pie fue a través de bosques espesos y sendas de mala muerte por la ruta de los contrabandistas, pernoctando en cuevas, comiendo frugalmente, soportando el frio y, sobre todo, con el temor a la captura, obedeciendo al guía que, con el oído aguzado, advertía de patrullas y perseguidores.

«Aquí tiene lugar el acto más emocionante del viaje: la Santa Misa. Sobre una roca y arrodillado, casi tendido en el suelo, un sacerdote que viene con nosotros dice la Misa. No la reza como los otros sacerdotes de las iglesias [...]. Sus palabras claras y sentidas se meten en el alma. Nunca he oído Misa como hoy, no sé si por las circunstancias o porque el celebrante es un santo»

El 28 de noviembre, en el paraje llamado Espugla de las Vacas, en el barranco de la Ribalera, Josemaría dijo Misa con tal recogimiento que uno de los jóvenes presentes anotó: «Aquí tiene lugar el acto más emocionante del viaje: la Santa Misa. Sobre una roca y arrodillado, casi tendido en el suelo, un sacerdote que viene con nosotros dice la Misa. No la reza como los otros sacerdotes de las iglesias [...]. Sus palabras claras y sentidas se meten en el alma. Nunca he oído Misa como hoy, no sé si por las circunstancias o porque el celebrante es un santo». El 2 de diciembre de 1937 se encontraban en Andorra tanto Josemaría como sus compañeros de travesía. Una indescriptible sensación de libertad los invadía, el repicar de las campañas les transmitió la seguridad de haberla alcanzado (Vásquez de Prada, 2003). El 11 de diciembre cruzaban el puente internacional de Fuenterrabía, una parte de la epopeya de sus vidas había terminado.

Ochenta y cuatro años después de estos hechos, resuenan las palabras del Santo de lo Ordinario, como se conoce al protagonista de esta historia San Josemaría Escrivá, sobre la libertad de conciencia: «Cuando se comprende a fondo el valor de la libertad, cuando se ama apasionadamente este don divino del alma, se ama el pluralismo que la libertad lleva consigo» (Conversaciones, 98). En efecto, como afirma el periodista Soria (2014) sobre la libertad de expresión, ésta encuentra su punto de referencia en la persona humana.