Meditaciones: 1.º domingo de Cuaresma (Ciclo A)

Reflexión para meditar el primer domingo de Cuaresma. Los temas propuestos son: Jesús nos acompaña en nuestras debilidades; las tentaciones buscan debilitar nuestra filiación divina; el demonio quiere hacernos desconfiar de Dios.

Domingo de la I semana de Cuaresma


CADA AÑO, en el primer domingo de Cuaresma, la Iglesia nos propone meditar las tentaciones que padeció Jesús. Quizás la primera vez que escuchamos este relato nos sorprendió que el mismo Dios hecho hombre fuera probado de esa forma. Jesús lo acepta, entre otras razones, para que también cuando nosotros sentimos la tentación podamos estar seguros de su compañía y comprensión. Así le ocurrió, por ejemplo, a santa Catalina de Siena. Después de una noche en que había sufrido mucho, preguntó: «Señor mío, ¿en dónde estabas cuando mi corazón se veía atribulado con tantas tentaciones?». Y escuchó: «Estaba en tu corazón mismo»[1].

Jesús lucha dentro de nosotros, con nosotros y por nosotros. ¡Qué paz nos da saber que podemos vivir nuestras dificultades junto a él! «Devuélveme la alegría de tu salvación, afiánzame con espíritu generoso», exclama el salmista. «Cristo era tentado por el diablo y en Cristo eras tentado tú –escribe san Agustín–, porque Cristo tomó tu carne y te dio su salvación, tomó tu mortalidad y te dio su vida, tomó de ti las injurias y te dio los honores, y toma ahora tu tentación para darte la victoria»[2].

A veces, al pensar en nuestra debilidad, nos podemos llenar de tristeza. Sin embargo, Cristo, que era perfecto Dios y perfecto hombre, también quiso padecer tentaciones; quiso atravesar ese umbral para acompañarnos. «El Señor es nuestro modelo; y que por eso, siendo Dios, permitió que le tentaran, para que nos llenásemos de ánimo, para que estemos seguros –con Él– de la victoria. Si sientes la trepidación de tu alma, en esos momentos, habla con tu Dios y dile: ten misericordia de mí, Señor, porque tiemblan todos mis huesos, y mi alma está toda turbada (Sal 6,3 y 4). Será Él quien te dirá: no tengas miedo, porque yo te he redimido y te he llamado por tu nombre: tú eres mío (Is 43,1)»[3].


«SI ERES Hijo de Dios» (Mt 4,3): así tienta el diablo a Jesús, en dos ocasiones. Con las mismas palabras le insultaron quienes lo llevaron a la cruz. Esas tentaciones tienen que ver con la filiación divina, quieren hacerla tambalear, ponerla en duda. El demonio ataca donde más daño puede hacer, cuestiona lo más profundo. Obviamente, algunas tentaciones nos invitan a la pereza, a la ira, a la comodidad… Pero detrás de esos enredos es cuestionada nuestra condición de hijos de Dios. «Esclavitud o filiación divina: he aquí el dilema de nuestra vida. O hijos de Dios o esclavos de la soberbia, de la sensualidad, de ese egoísmo angustioso»[4].

«O el infierno o la huida, no hay término medio»[5], decía también el santo cura de Ars. El remedio, por lo tanto, es volver una y otra vez a nuestra condición de hijos. Nuestro consuelo es la confianza en lo que puede hacer Dios que, como buen Padre, quiere lo mejor para nosotros. A los ojos de un hijo, las dificultades no son más que momentos en los que queda claro quién es su padre. Ciertamente, podrán ser momentos menos agradables, pero el hijo sabe que se trata de algo pasajero, está seguro de que llegará la paz. En efecto, las tentaciones pueden ayudarnos a recordar que necesitamos a Dios, que no somos autosuficientes, y que necesitamos clamar para que el Señor nos libere del mal. De este modo, para quien acude a la ayuda de Dios, «las tentaciones y estorbos que pone el demonio la ayudan más; porque es Su Majestad el que pelea por ella»[6].


«COMO GENERAL competente que asedia un fortín, estudia el demonio los puntos flacos del hombre a quien intenta derrotar»[7]. Sin embargo, seguros de que Dios es más fuerte, en este tiempo de Cuaresma podemos fijarnos en sus manifestaciones de amor por nosotros, que nos ha dejado en la persona de su Hijo. Nos gustaría percibir hasta el gesto más insignificante de Cristo que camina hacia Jerusalén para dar su vida por los hombres. El tentador, por su parte, intenta mentirnos y hacernos sospechar de su bondad. Así lo hizo con nuestros primeros padres y así lo hizo con el nuevo Adán. «Desconfía de Dios» –nos susurra–. «Si fuera de verdad tu Padre no pasarías hambre, no tendrías problemas, no estarías en la cruz».

El demonio tentó al Señor diciendo: «Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes» (Mt 4,3). Y precisamente Jesús se ha convertido en pan para que nunca nos falte el alimento que da vida. El demonio también le provocó diciendo: «Si eres Hijo de Dios, arrójate abajo» (Lc 4,5). Y Dios no ha querido evitar la muerte de su Hijo para salvarnos a nosotros. En realidad, en cada tentación el demonio busca persuadirnos con la estafa más grande de la historia: convencernos de que Dios no nos quiere, de que Dios nos está engañando.

A María podemos pedir, con palabras de san Josemaría, la valentía de sabernos hijos en medio de la debilidad, porque queremos disfrutar del amor de Dios. «¡Madre! —Llámala fuerte, fuerte. —Te escucha, te ve en peligro quizá, y te brinda, tu Madre Santa María, con la gracia de su Hijo, el consuelo de su regazo, la ternura de sus caricias: y te encontrarás reconfortado para la nueva lucha»[8].


[1] Santa Catalina de Siena, El Diálogo, Parte II, cap. III.

[2] San Agustín, Comentario sobre el Salmo 60.

[3] San Josemaría, Cartas 2, n. 20.

[4] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 38.

[5] Santo cura de Ars, Sermón sobre la perseverancia.

[6] Santa Teresa, Libro de las Fundaciones, 11, 7.

[7] Santo Tomás de Aquino, Sobre el Padrenuestro.

[8] San Josemaría, Camino, n. 516.