Meditaciones: martes después de Epifanía

Reflexión para meditar el martes después de Epifanía. Los temas propuestos son: buscar a Jesús, con María y José; cuando hemos perdido a Jesús; ampliar la mirada de fe.

Buscar a Jesús, con María y José

Cuando hemos perdido a Jesús

Ampliar la mirada de fe


A LO LARGO de este tiempo, hemos convivido con la Sagrada Familia, acompañando a Jesús en sus primeros pasos sobre esta tierra. Fuimos servidores en la casa de María; escuchamos pasmados el mensaje del arcángel san Gabriel; la acompañamos en su viaje hasta la casa de su prima. San José nos admitió en la suya cuando tomó a María como esposa; pudimos estar con ellos en Belén, aquella noche bendita en la que el omnipotente durmió recostado en un pesebre, envuelto en pañales; le ofrecimos al Niño, junto con aquellos importantes personajes venidos de Oriente, nuestros pequeños tesoros. Esa misma noche nos despertó la fuerte sacudida del santo Patriarca que nos puso alerta frente al inminente peligro. Con María, José y el Niño fuimos extranjeros en Egipto hasta que nos fue posible regresar a Nazaret.

El tiempo pasó poco a poco. «Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gracia delante de Dios y de los hombres» (Lc 2,52). Cuando cumplió los doce años, sus padres lo llevaron a Jerusalén para celebrar la fiesta solemne de la Pascua (cfr. Lc 2,41-42). Nosotros, criados en aquella casa, fuimos también con ellos a la ciudad santa, para celebrar en el Templo la gran fiesta de los judíos. Jesús, María y José viajaron en una de las tantas caravanas, mezclados con otros vecinos del pueblo. Fue un viaje fatigoso pero sereno: con tantos recuerdos de aquel que habían hecho, años antes, cuando el Hijo de Dios iba escondido en el seno de la Virgen. También ahora pasaron inadvertidos.

Cuenta san Lucas que «pasados aquellos días, al regresar, el niño Jesús se quedó en Jerusalén sin que lo advirtiesen sus padres» (Lc 2,43). Durante las primeras horas no les inquietó demasiado aquella ausencia: «Suponiendo que iba en la caravana, hicieron un día de camino buscándolo entre los parientes y conocidos» (Lc 2,44). Pero, como es lógico, cuando todas las pesquisas resultaron infructuosas se alarmaron seriamente. «¿Dónde está Jesús? –Señora: ¡el Niño!... ¿dónde está? Llora María. –Por demás hemos corrido tú y yo de grupo en grupo, de caravana en caravana: no le han visto. –José, tras hacer inútiles esfuerzos por no llorar, llora también... Y tú... Y yo. Yo, como soy un criadito basto, lloro a moco tendido y clamo al cielo y a la tierra..., por cuando le perdí por mi culpa y no clamé»[1].


JOSÉ Y MARÍA perdieron a Jesús sin culpa alguna por su parte. Nosotros, en cambio, a veces lo perdemos por el pecado. «El único temor que debe tener el discípulo es el de perder este don divino, la cercanía, la amistad con Dios, renunciando a vivir según el Evangelio y procurándose así la muerte moral, que es el efecto del pecado»[2]. Es necesario entonces fomentar la contrición que nos podrá familiarizar con Jesús, incluso más que antes. Surgirá el deseo de hacer lo que esté a nuestro alcance para no separarnos más de él. Otras veces, sin embargo, no se trata del pecado sino que parece simplemente como si el Señor se esconde. Los días avanzan entonces sin tantos consuelos, sin la satisfacción que sentíamos en otros momentos. Quizá, incluso, lo que antes era gustoso y fácil ha devenido, no sabemos muy bien cómo, mucho menos entusiasmante y atractivo.

Amanece un segundo día... un tercero... María y José siguen buscando a Jesús. Sus ansias crece cada vez más. Nadie lo ha visto: ni sus amigos, ni los forasteros que aún no han abandonado la ciudad, ni aquellos niños que juegan en las calles. La búsqueda continúa sin descanso. Al entrar en el Templo, todo les trae a la memoria los momentos inolvidables que habían vivido días antes junto al Niño en ese mismo lugar. Y se amontonan con fuerza otros muchos recuerdos felices junto a él.

La memoria del bien que el Señor ha realizado en nuestra vida nos ayuda a seguir buscándole, también cuando pasamos por una etapa de cansancio, sequedad o desánimo: «¿No está fresco aún el recuerdo de una vida –la tuya– sin rumbo, sin meta, sin salero, que la luz de Dios y tu entrega han encauzado y llenado de alegría?»[3]. El Señor ha encauzado nuestra vida, haciéndola mucho más feliz. De esto estamos seguros, lo llevamos grabado en el corazón. Si ahora se ha escondido, busquémosle sin desmayo: quizá es su modo de hacer más fuerte nuestra confianza y nuestro amor. En ese camino tal vez quiera mostrarnos nuevos aspectos de nuestra vocación cristiana. Es el momento de hacer memoria de nuestro diálogo con Dios y de lo que hemos vivido con él.


POR FIN, al cabo de tres días, María y José encuentran al Niño en el Templo, sentado entre los doctores. Qué alegría al descubrir su figura inconfundible entre rabinos y discípulos, «escuchándoles y preguntándoles. Cuantos le oían –narra San Lucas, que probablemente escuchó este relato a la misma madre de Jesús– quedaban admirados de su sabiduría y de sus respuestas» (Lc 2,46-47). Detrás de María y José corremos también nosotros a abrazar a su hijo con un gozo incontenible. Entonces escuchamos pasmados el diálogo: «“Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira que tu padre y yo, angustiados, te buscábamos”. Y él les dijo: “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que es necesario que yo esté en las cosas de mi Padre?” Pero ellos no comprendieron lo que les dijo» (Lc 2,48-50).

María y José quedan desconcertados: en la respuesta de Jesús adolescente hay algo que va más allá de la capacidad humana de comprender. Algo que tiene que ver con el misterio de su ser y de su misión. Tal vez se trata de un nuevo anuncio. Nuestra Señora no podía comprenderlo completamente, pero «guardaba todas estas cosas en su corazón» (Lc 2,51). «La palabra de Jesús es demasiado grande por el momento. Incluso la fe de María es una fe “en camino”, una fe que se encuentra a menudo en la oscuridad, y debe madurar atravesando la oscuridad. María no comprende las palabras de Jesús, pero las conserva en su corazón y allí las hace madurar poco a poco (…). De este modo, Lucas presenta premeditadamente a María como la que cree de manera ejemplar: “Dichosa tú, que has creído”, le había dicho Isabel (Lc 1,45)»[4].

Nuestra Madre nos enseña a estar totalmente abiertos al querer divino, incluso si es misterioso. Por eso es maestra de fe. Podemos acudir a ella para que nos ayude a vivir confiados en el amor de Dios que guía nuestras vidas.


[1] San Josemaría, Santo Rosario, 5º misterio gozoso.

[2] Francisco, Ángelus, 21-VI-2020.

[3] San Josemaría, Forja, n. 286.

[4] Benedicto XVI, La infancia de Jesús, pp. 130-131.